SOCIEDAD › OPINIóN

Album de familia

 Por Marta Dillon

Hace unos meses, mi hijo menor tuvo una pequeña infección en un dedo. Se había clavado una astilla después de haber pasado horas dedicado a una de sus actividades favoritas: sacar la leña del lugar donde está apilada y construir de nuevo la montaña de madera, en otro lado. Los troncos le pesan, se le caen, los levanta, los acarrea, incluso de a dos. Ya nos resignamos a su esfuerzo desmedido, nosotras, sus madres, creemos que eso le augura buena energía para el trabajo. Pero, claro, no está exento de pequeños accidentes. Y allí fuimos aquella vez, a la guardia del Cemic, a mostrar su dedo inflamado. Entré con él al consultorio mientras mi esposa estacionaba el auto. La médica miró su dedo, le dio un tratamiento con agua de alibour y cuando estaba escribiendo la prescripción entró A. “Ella es su otra madre”, expliqué a la médica. Paciente y amable, la doctora volvió a repetir la explicación. “Tranquilas, mamis, no es nada.”

Luciana y Natalia son muy jóvenes, ni siquiera llegaron a los 25. Tienen una nena con una enfermedad en proceso de diagnóstico que le genera convulsiones e internaciones periódicas. Cada vez que la nena llega a terapia intensiva, una de sus madres es marginada. Ahí sólo pueden entrar familiares directos. “Los otros padres se quejan si ven que dejo entrar a la tía.” En medio de la angustia las dos tienen que dedicar el tiempo de discutir, presentar notas, hablar con el director del hospital, lograr la autorización. La nena tiene miedo cuando la internan, nunca se calma hasta ver la cara de sus madres al costado de la cuna.

Esta segunda situación la cuento en rueda de amigas, en la feria del libro, mientras fumamos un cigarrillo a la intemperie. Hablábamos de cuánto se insiste en el sufrimiento de quienes desafían el mandato de la heterosexualidad obligatoria, del modo que sea. Sufrir no es nuestra experiencia, pero no deja de ser un riesgo sobre todo y, justamente, en relación con las instituciones, desde la escuela hasta el hospital, ahí donde no se reconocen cabalmente nuestras elecciones, relaciones, amores y necesidades. Eso es lo que la ley podría corregir; esta del matrimonio y muchas otras que están pendientes, como la de identidad de género. Mariana recuerda entonces la única vez que la llevaron presa: la sacaron del baño de mujeres en una estación de subte bajo la sospecha de que era un hombre y encima estaba sin documentos. Ella de todos modos no habla de sufrimiento, habla de rabia, de impotencia, de ganas de aislarse del mundo.

Mi nieta tiene tres años y tres abuelas por parte de madre. Mi esposa y yo y la esposa del padre de mi hija. En relación con nuestro bebé que no tiene ninguna –las dos están desaparecidas–, resulta una ventaja de la que la pequeña no hace más que vanagloriarse, sobre todo en la escuela, cuando se asombran por lo numeroso de sus vínculos. El otro día nos descostillamos de risa cuando le explicó a la chica que trabaja en nuestra casa por qué nuestro hijo –su “tío bebé”– lloraba: “Es que la mamá abuela lo retó”. Los niños y las niñas elaboran los nuevos relatos sin conflicto. ¿A esto le tendrán miedo los que dicen que la adopción por parte de parejas del mismo sexo es “un experimento social inaceptable”?

En el primer cumpleaños de nuestro hijo el retrato de familia lo tenía a él en el centro, a sus madres abrazándolo, a su padre abrazándonos a nosotras, a su hermana mayor a un lado, sosteniendo a su hija en brazos, al hermano de su padre haciendo morisquetas, al papá y la esposa del papá de mi hija completando el cuadro. Los dos más chiquitos tienen unas sonrisas que no les caben en la cara; no necesitan palabras para saber que todos esos adultos que los rodean están ahí para protegerlos, amarlos, acompañarlos, sostenerlos a ellos y entre nosotros, mutuamente. La Ley, con mayúsculas, está lejos de nuestras preocupaciones, los vínculos son suficientemente fuertes. Y sin embargo, cuando A. la madre que parió a nuestro hijo aquí mismo en el corazón de nuestra casa, se vaya de viaje un tiempo después y por una semana completa a otro continente, la conciencia de la desprotección que significa que el vínculo entre mi hijo y yo no está reconocido por la ley es como una sombra que se enrieda entre mis pasos. Nada va a pasar, nada va a pasar, me digo. Y por suerte no pasa. Pero no puede ser la suerte la que lo proteja de los imprevistos. No es eso lo que merece nuestro hijo. Ningún hijo, ninguna hija.

Mis compañeros de trabajo en este diario festejaron conmigo la buena noticia de nuestro hijo; también los directivos del diario y cada persona que nos conoce. Me dieron dos días de licencia cuando nació Furio, como se la dan a cualquier padre. Yo no soy el padre, soy la madre, pero como no hay ley, esa fue la licencia que les pareció correcta. Pero nada pueden hacer en cuanto a mi situación impositiva. A pesar de tener una familia ahora numerosa, para la ley soy una mujer soltera sin obligaciones y pago ganancias como tal. Mi esposa y mi hijo no existen, son invisibles.

De todas las parejas que tuve en esta vida que ya lleva más de 40 años, sólo dos fueron mujeres. F. fue la primera, vivimos juntas un tiempo, cuando mi hija mayor tenía entre 8 y diez años. Para mi hija, F. es parte de su familia –de la nuestra–, sigue acudiendo a ella cuando no estoy, cuenta con su consuelo y también con sus retos. En general me molesta cuando para defender a nuestras familias se citan estudios diversos que hablan de que las familias homoparentales son hasta mejores que las heterosexuales basándose en que las primeras se unen por puro deseo y las segundas por destino ineludible. No somos ni mejores ni peores; aunque, permitanmé hacer gala de mi orgullo: hay algo del orden de la amplitud de criterios, de la flexibilidad en relación con los roles de género que suele dar por tierra con los juicios y valorar en cambio las posibilidades que nos da nuestra tribu particular. En la que por cierto no somos todos homosexuales, lesbianas o trans. Aunque hay un poco de todo.

El día después de la media sanción en Diputados de la ampliación del matrimonio me desperté lagrimeando. Romántica incurable, ya me imaginaba la auténtica boda, con nuestro familión ensamblado llorando con nosotras como suele suceder en los casamientos, aun cuando todo el mundo sepa que ya nada es para siempre. Me imaginé pavadas como volver a insistir frente a la carnicera del barrio que A. no es mi “amiga” ni “la otra chica” sino mi esposa y de paso invitarla a la fiesta para que no me devuelva como la primera vez que lo dije un “¿¡eh!?” incrédulo y que tampoco insista, condescendiente, que cada uno es dueño de su intimidad. Porque nuestra familia no es nuestra “intimidad”. En familia vamos al parque, al teatro, de vacaciones, a la escuela y cuando no queda otra también al hospital. Comemos en restoranes, nos damos la mano en el cine, nos besamos en la calle para alegría de nuestro hijo, al que le encanta ver esa escena de cariño conyugal. Nuestra familia es pública como cualquier familia. Y es política, porque la formamos a contramano de lo que se esperaba de nosotras; porque esta utopía cumplida, además, tiene la potencia de abrir los imaginarios posibles, de convertir el mundo en un lugar más ancho. Esto no es futuro, esto es ahora. A esta constelación de amores y dolores compartidos es a la que la ley, el Estado, tiene el deber de amparar. Ignorarnos no sólo es discriminación. Es una negación de nuestros derechos más básicos: a la identidad, a formar familias, a protegernos mutuamente. Es una negación a nuestros derechos humanos.

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Imagen: Lucia Grossman
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