SOCIEDAD › HABLAN LAS MADRES DE VILLA QUINTERO

“No quedó ni para el mate”

Por C.A.

Caminar por Villa Quinteros, 70 kilómetros al sur de Tucumán, un pueblo pegado a la ruta que atraviesa la provincia, es meterse de a poco en la miseria. Que se deja ver “en los cuerpecitos de pancitas abultadas”, como dice Carlos Quira, uno de los miembros de la Asamblea que comenzó el 2 de marzo a reunirse en la Plaza Belgrano. Electricista, es el personaje que a las siete de la tarde va esquina por esquina prendiendo las luces públicas, y luego, al amanecer, las apaga. Por eso que conoce palmo a palmo el lugar y las historias de las familias que pelean por sobrevivir con casi nada. Quira aceptó, con un celular prestado, acercarse hacia los ranchos donde sobreviven los niños desnutridos de su pueblo.
María José Ruiz tiene 36 años y siete hijos en edad escolar a quienes no manda a estudiar porque no tienen qué ponerse en los pies, y porque la mayoría de los días están con pocas ganas por lo poco que puede darles de comer. María José habla a la hora del almuerzo rodeada del ruido feliz de un grupo de chicos jugando. Todavía no sabe, dice, qué les dará a los chicos para paliar el hambre. “Seguramente algo de pan le iré pidiendo a los vecinos, y a otros un poco de yerba, porque no me quedó ni para mate cocido”. La mujer se lamenta de los precios de la harina y el azúcar y agradece la buena voluntad de los vecinos que son el último y único recurso solidario con el que cuenta. “Ayer con la ayuda de mis hermanas y mis vecinos cocinamos: un poco de fideos, una papita, una cebolla”.
–¿Qué pasa con los chicos cuando les dice que no tienen?
–...ellos se miran, y no dicen nada. Tengo hijos que son unos santos.
María Angela Robles coincide en esta estrechez que ha sacado del menú hasta el mate dulce. “Antes usted compraba pan y azúcar, pero ahora imposible porque está carísimo”. Madre de dos niñas desnutridas, María intenta describir el rastro de la patología del hambre: “directamente son chicos muy delgados, algunos ya tienen esa pancita abultada, y la mayoría son chicos que para la edad que tienen parecen menores de lo que son”.
Rosa Olea es hija de obreros del surco, cosecha de la zafra. Y su marido hijo de obreros del Ingenio San Ramón que funcionó hasta el setenta. Pertenecen a la generación que se fue quedando sin qué hacer en Villa Quinteros. Ya se mudaron con sus dos hijos a una sola pieza. Desde diciembre que la pobreza se hizo el peor infierno. Su madre, la única que recibía una jubilación de 150 pesos, murió. Y con ella el sustento.
–¿Cómo hace hoy para comer?
–No tengo.
–¿Y que va a hacer?
–Ni idea.
–¿Ayer que comió?
–Ayer hicimos sopa, y mate cocido.
Rosa, y las mujeres entrevistadas, intentan conservar la calma, la dignidad al relatar como se padece el hambre. Pero el momento en que deben responder ante sus hijos por la carencia es el único que no soportan recordar: inevitablemente lloran. Y también hacen llorar.

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