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Martes, 8 de abril de 2008

LA GENTE QUE HABLA EN LAS PAREDES

La gente que habla en las paredes

El académico español condensó en su libro el producto de veintisiete años de caminata callejera. “Quienes escriben en el corset de la ‘norma culta’ no pueden dejar de mirar con envidia la creación lingüística popular”, sostiene.

 Por Facundo García

Vivir en castellano es una aventura y José Antonio Millán la transita gozosamente. Además de haber sido el director de la primera versión en CD Rom del Diccionario de la Real Academia Española, el madrileño ha hecho de su carrera una combinación profusa de análisis semióticos, incursiones a la literatura e intentos por estudiar la lengua en tiempos digitales. Los vaivenes de la palabra, en definitiva, son para él algo personal. Sobre todo cuando habla de Flor de Farola (Melusina), un libro que recopila análisis de los más extraños carteles callejeros que el especialista ha logrado reunir a lo largo de veintisiete años de paseos urbanos.

El punto de partida que eligió Millán resulta familiar a cualquier explorador que guste de las caminatas: no hay transeúnte que no se haya detenido frente a anuncios que prometen desde un trasero económico a un empleo “sin moverse de casa”, o ambos a la vez. Ya el Borges más joven –el de Evaristo Carriego, allá por 1930–, se maravillaba de los hallazgos poéticos que circulaban en las inscripciones de los carros porteños. Hoy la mano roza aunque no quiera el cuerpo fotocopiado de las chicas que los volanteros prometen con su papelito, y las sesiones de pegatina van de la mano con la promoción de brujos que aseguran la unión de cualquier pareja, aunque no le hayan agarrado la mano a la ortografía. Gracias a esa huella textual que colifas, putas, buscas y megalómanos van dejando por la ciudad, es que este escritor y lingüista fue dando cuerpo a una colección en la que los códigos del “buen escribir”, tal como se los enseña en las escuelas, ceden protagonismo a una eficacia expresiva de origen muchas veces misterioso.

–Los carteles callejeros que usted analiza pertenecen con frecuencia a “escribientes” semianalfabetos. Sin embargo, tienen una extraña potencia: ¿de dónde viene esa fuerza?

–Es la locura. Lo digo con respeto pero también con admiración: el paranoico que empapela el barrio con carteles de alerta, el obsesivo que hace un inventario de todas sus posesiones, hasta el más diminuto objeto, el colérico que deja huella escrita de su ira, están todos animados por una fuerza interior. Esa fuerza permanece casi intacta gracias a la falta de mediación entre el sujeto y su escritura, entre ésta y su difusión. Parte de su eficacia proviene del carácter “caliente” de esa comunicación, de su proximidad. Y no hablo sólo de que vemos que han sido pensadas y escritas (manuscritas, con frecuencia) por alguien que no respondía más que ante sí mismo, no: está también la proximidad física. He recogido o fotografiado carteles que aún tenían fresco el pegamento: los autores de estos carteles no están en lejanas redacciones o en todavía más lejanos servidores web, los tenemos a nuestra espalda.

A Millán le interesan los usos de la lengua que nos envuelve cotidianamente. Sus tesoros, sus resonancias corporales. En un artículo reciente se molestaba al comprobar cómo los diarios ponen giros coloquiales sólo cuando transcriben las palabras de hablantes considerados “ignorantes” o “limitados”. Se refería al hecho de que los medios representan el habla de los pobres con expresiones como “m’hijo” o “chabón”, pero cuando se trata de reproducir lo que opina una persona de clase media o alta sus palabras se imprimen siempre y por dudoso milagro de acuerdo con una gramática de manual. En esa forma de evidenciar sólo las desviaciones de los humildes –denunciaba el investigador– se estaría reflejando una condena disimulada detrás de cierto envoltorio neutral o progresista.

–¿Por qué piensa que los medios utilizan cada vez más este tipo de giros populares como herramienta?

–Quienes escriben en el corset de la “norma culta” (ya sea periodística o literaria) no pueden dejar de mirar con envidia la creación lingüística popular. Hay que pensar que apenas si hay hallazgo en la lengua literaria que no provenga (con el debido proceso de asimilación) de la lengua popular. Basta presenciar un incidente cualquiera en un autobús en Sevilla para asistir a uno de los despliegues más asombrosos de creatividad verbal que se pueda contemplar. Sí; miramos con envidia esta riqueza, pero nos consolamos pensando que son formas “vulgares”, “populares”, “degradadas”, etc., de nuestra lengua. Habría que aprender a mirarlo de otra manera.

–A partir de esa admiración se da un intercambio complejo...

–Hay una dialéctica muy curiosa entre las formas populares y su eco literario. El de España es el caso que más conozco, pero quizá se le podría aplicar al lunfardo: ¿inventó el popular autor teatral Carlos Arniches el habla del pueblo de Madrid? ¿Se limitó a recoger lo que oía y a llevarlo al escenario? ¿El pueblo lo recogió del escenario y se lo apropió? Es posible que las tres cosas sean ciertas, simultáneamente.

Además de la influencia decisiva de los medios masivos, hay otras variables que afectan la cultura cartelera. Cuando a fines del siglo XIX la empresa de fusiles Remington creó la primera máquina de escribir comercial, estaba haciendo algo más que confirmar que la palabra es un arma de combate. Estaba dando un nuevo vuelco a la relación entre tecnología y lenguaje, al punto de afectar los procesos de creación de textos de todo tipo, incluidos los anuncios de factura casera. Más cerca en el tiempo, los procesadores de texto han dado otra vuelta de tuerca al asunto. Millán observa que, efectivamente, se viven tiempos de cambio. “En la cantidad de bits que ocupa una fotografía más bien vulgar te cabe todo el texto del Quijote”, señala como prueba.

–El auge de las tecnologías digitales, ¿hará que de aquí en adelante nos manejemos con mensajes más anónimos, más cercanos a la despersonalización?

–No: si contamos el correo electrónico, que es una práctica extendidísima, los blogs y webs, etc., hay mucha acción directa. Por otra parte, en Internet no podemos hablar de “anonimato” estricto, sino de “recreación de personalidad” a través de los nicks. El anonimato puro es sólo una anécdota en las interacciones digitales.

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Millán fue director de la primera edición en CD del Diccionario de la RAE.
 
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