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Miércoles, 7 de marzo de 2012

MUSICA › ROGER WATERS INICIA HOY SU SERIE DE NUEVE SHOWS EN LA CANCHA DE RIVER

Llegó la hora de romper la pared

El ex Pink Floyd batirá todos los records de asistencia de público gracias a The Wall Live, el espectáculo que recrea su obra más famosa. Ayer, Waters se reunió con Cristina.

 Por Cristian Vitale

Paría The Wall y Pink Floyd atravesaba una de las crisis más severas de su historia. Una gran crisis dividida en dos, podría decirse. Una era económica: contradiciendo los principios de “Money”, una intrépida relación con el negociante de baja estofa Andrew Warburg le había provocado a la banda la pérdida de una gruesa suma de dinero, 1.100.000 libras esterlinas aproximadamente, hecho que la “maldita” presión tributaria británica –con o sin causa– no contempló. Cada Floyd, con Warburg fugado, tuvo que emigrar para evitar impuestos y así, en tal marco y de tal cuna, discurrió la –para muchos– más grande obra del rock universal: afuera, en Francia, y liviana de cargas. Otra crisis era de egos. Ya en Animals –el disco que la precedió– el cisma mostraba sus síntomas. Presa de las obsesiones perfeccionistas de Roger Waters, Rick Wright tuvo que abstraerse de componer. Ninguna de las cinco perlas que pueblan el disco del chancho que vuela lleva su rúbrica y apenas una (la industrial “Dogs”) contempla la existencia creativa de David Gilmour. El año sandwich entre ambas (1978) encontró como efecto natural al guitarrista publicando su primer álbum solista, al desplazado tecladista limando su Wet Dream y a Nick Mason produciendo discos ajenos. No era precisamente el contexto propicio para imaginar que de ese estado de cosas (económico, artístico, afectivo) emergería The Wall..., pero pasó: Waters concretó la obra casi solo y, como una profecía autocumplida, no sólo tradujo en arte su largo grito primal, sino que combinó con éste las tensiones internas y externas de la banda que había creado como Sigma 6 algún día de 1964. Resultado tan bipolar como unívoco: soledad, individualismo, paranoia, materialismo, alienación, evasión, violencia, liberación, todo representado por una belleza musical inaudita, y por una pluma certera, dolida pero sin contemplaciones.

No es data de soslayo, entonces, que el caliente público argentino responda por la positiva a un hecho único, inédito e irrepetible. Que pase por alto el slogan Pink FloydThe Wall que publicó la ópera rock en el muro del mundo y confíe ciego y por nueve canchas de River –esta noche más el 9, 10, 12, 14, 15, 17, 18 y 20 de marzo– en el mayor accionista de su existencia. Habrá quien diga (está quien dice, y acierta) que no es lo mismo “Comfortably Numb” sin el magnífico solo de Gilmour o que “Goodbye Blue Sky”, “Young Lust” o “The show must go on” –sobre todo– pierden brillo sin la voz del guitarrista, pero pocos piensan en el malogrado Wright –menos en Mason– como tal vez hubiese ocurrido con alguna soñada e improbable revisión de Meddle, Atom Heart Mother o Ummagumma. The Wall –derechos legales incluidos– es casi ciento por ciento Waters y no hay motivos para sostener que la obra lo trasciende: de él es su desgarrada épica, de él su atribulada lírica y su dominio global, de él su preexistencia como obra sin fecha de vencimiento. Y de él, claro, buena parte de las regalías que han dejado en caja, sólo aquí, casi 380 mil personas sin escatimarle peros al billete, algo así como un lindo vuelto para honrar deudas impositivas... una crisis económica original largamente saldada, claro. Otra, la humana –se sabe–, llegó a tiempo cuando Live 8 juntó a los cuatro en el Hyde Park de Londres, tres años antes de la muerte de Wright, para pasear un rato por lado oscuro de la luna (“Speak to me”, “Breathe”, “Money”), por “Wish you were here” y por “Comfortably Numb”.

Y una tercera que no se dijo, pero fue: cuando vio la luz (noviembre de 1979) The Wall fue expuesta en contados conciertos. La monumental logística fantaseada por Waters no condecía con la realidad. No se ajustaba al mutilado bolsillo de la banda, y menos aún al estado de cuestión tecnológico de la época. Tuvo que caer el Muro del Berlín, década y pico después, para que se sublimara a Pink de sus desdichas. Aquella vez fueron más de noventa mil trailers con todo tipo de equipos y una descomunal puesta que invadió Brandenburgo de épica y estética floydiana bajo el nombre de “The Wall, live in Berlin”. Pero así, y aun con todo su prestigio, la parada de Berlín opera como un vermusito de entrecasa ante el gran banquete de The Wall Live, que aventajó a aquella en veinte años: un muro de medidas similares al expuesto en Potsdamer Platz (500 pies de ancho por 40 de alto), pero con 41 proyectores de videos y números que no necesitan palabras: 120 conciertos y 1.600.000 personas total en el período 2010-2011 como resultado de 687.000 entradas en los 56 shows de Norteamérica (México, Canadá y Estados Unidos) + 915 mil tickets en los 64 shows europeos. Una “wallmanía” global que el Pollstar Music Industry Awards distinguió con los premios Gran gira del año 2010 y Producción Escenográfica Más Creativa, que siguió por Australia y Nueva Zelanda y que llegó a esta América sureña superando los cálculos más optimistas: casi un millón de personas en treinta conciertos.

Pero los números huelen a superficie, quizás, ante un giro atento, un giro criollo e introspectivo: cierta vez de los primeros ochenta, cuando el film se veía en cines de trasnoche y pertenecía exclusivamente –como The song remains the same de Led Zeppelin o Tommy de The Who– al culto sagrado de las huestes del rock, una revista del under sentenció una de las frases más hermosas y definitorias para fijar con tacto el corpus estético floydiano: “Pink Floyd: en busca del lado nítido del alma”. Era una especie de cenit hurgador que operaba como antídoto –irreal o no– para el sufrimiento de ese nene que buscaba ingenuo al padre que jamás llegaría a la estación de Vera Lynn; o se recostaba, eterno, en el solo de “Comfortably Numb”; o parecía lograr su objetivo en la parte de “The Ha-ppiest Days of Our Lives” y en los ojos de la diosa que el antihéroe asusta en “One of my turns”. De esas imágenes, fuertes, irresistiblemente melancólicas, y de esas músicas, incomparables por su atmósfera, partieron muchas almas en busca de su costado nítido. De ese trascender subterráneo multiplicaron conciencias el disco y el film. Y allí están, aún. La “wallmanía”, con sus premios y mercaderes, es apenas un detalle histérico que el tiempo volverá a su lugar, casi como un cálculo de matemática formal que anda por el hielo delgado de la vida... La vena real latirá cualquiera de estas nueve noches en cada quien, en solitario y bien adentro, provocando... bueno, sí, una gran contradicción.

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Waters, más de treinta años después de la creación del disco.
Imagen: EFE
 
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