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Domingo, 16 de junio de 2013

MUSICA › MOONCHILD SOSTUVO INTRIGA CON CALIDAD EN SU DEBUT PORTEÑO

Ante un auténtico elogio de la locura

El supergrupo dirigido por John Zorn ofreció un relato musical intrincado, una suerte de jazz adulterado de la mano del cantante Mike Patton, el tecladista John Medeski, el bajista Trevor Dunn y el baterista Joey Baron.

Ante la incertidumbre, las palabras inocentes: “Ah, pero éste es John Zorn”, profería uno al ver el afiche. “¿Esto es trío o cuarteto?”, discurría otro el viernes en la puerta del teatro Coliseo, con la nariz hundida en el cuello de la campera. En el juego de las expectativas, la primera vez de Moonchild en la Argentina llevaba delante un enorme signo de pregunta, y no por falta de información previa –el material circula por la web–, sino por el factor convocante. Léase en esto la figura de Mike

Patton, el excéntrico cantante de Faith No More –entre otros proyectos personales–, cuyo público es capaz de acompañarlo en la empresa más delirante. ¿Cuántos de los presentes atesoran discos de Moonchild? ¿Cuántos realmente deseaban que la banda llegara a Buenos Aires? ¿Cuántos podían nombrar al menos tres canciones posibles del repertorio? No es que a Zorn o a cualquiera de los otros músicos les faltara prestigio –más bien lo contrario–, pero probablemente el público era otro del que el año pasado se acercó al mismo escenario para ver al trío John Zorn Masada. La gran pregunta era si esa manada rockera que arribó al teatro para convivir con lo desconocido podría disfrutar de una sesión extendida de jazz adulterado, que poco se ajusta a los cánones de lo que en el ambiente del rock se suele denominar “show en vivo”.

El cuarteto que dirige el prolífico Zorn –que llegaba para presentar su placa Templars, In Sacred Blood, un viaje de atmósfera eclesiástica– respondió a todas esas preguntas con virtuosismo y locura, en la desviación de lo establecido como “normal”, pero no como energía desbocada sino como contradiscurso artístico. Primero, Zorn, que le quitaba solemnidad a la entrada al presentar a cada uno de los integrantes de la banda. Después, el supergrupo –que completan los excelentes John Medeski en órgano Hammond, Joey Baron en batería y Trevor Dunn en bajo– marcó la cancha con “Templi Secretum” y “Evocation of Baphomet”. Resumió así una intención que se tornó quizá repetitiva: la de alternar entre momentos de explosión y calma, de jugar entre el rock sinfónico progresivo y lo experimental, de divagar entre los ’70 y la avant garde de los ’90, como una versión de Spectrum, de Billy Cobham, con una alta dosis de anfetaminas en el torrente sanguíneo.

En las teclas destempladas de Medeski, que supo desafiar a la armonía sin dejar de ser sistémico, en los golpes sediciosos de Baron y la puntualidad de Dunn, amigo de la infancia de Patton –que a su vez acalló esa vocación innata de frontman para facilitar la sinergia colectiva de uno de los pocos grupos que no lidera–, había destreza, ganas de ser diferentes, carácter y concentración. Pero también una falencia: el uso recurrente de los cambios abruptos de humor devenía previsible y, en ese juego, una buena porción de matices vocales no terminaron de ser explotados. “¡Tocá ‘Easy’!”, bromeó uno, en busca de algún hit de FM Aspen –la versión del tema de Lionel Ritchie que también popularizara Faith No More– ante los puros sonidos guturales y susurros en latín que partían de la garganta de Patton.

Lo mejor quedaba para el tramo final, incluyendo los bises. El talentoso Zorn se sumó al escenario para terminar de hacer detonar a la banda. Manejó los hilos como director de orquesta, les pidió con ademanes manuales que improvisaran y profundizaran los climas, los exprimió un poco más. Así la presentación se redondeó como un auténtico elogio de la locura. Dunn raspaba las cuerdas como un guitarrista de thrash metal, Patton amontonaba palabras y sonidos incodificables, la batería y el órgano ensayaban bases sincopadas. Toda la imagen se volvió bizarra: el público, hasta entonces una troupe de voyeurs, terminó aplaudiendo de pie, los músicos que se llevaban sus pertenencias del escenario cada vez que se iban, Patton que seguía leyendo partituras de gritos en “Resurrection”, y hasta un joven miembro de la organización, que desde un costado del escenario hacía el “Topo Gigio” de Riquelme instando a la gente a que pidiera un bis más, cosa que finalmente consiguió.

Todo adquirió una dimensión fílmica, como un viaje sonoro de 65 minutos cuyo relato es intrincado y que dejó más preguntas de las que había al principio. Sin embargo, intentar responder había valido la pena. Cuando la intriga se sostiene con calidad, no es un elemento despreciable.

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El show de Moonchild fue la desviación de lo “normal”, una suerte de contradiscurso artístico.
 
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