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Martes, 19 de diciembre de 2006

MUSICA › JAIME ROOS, SU NUEVO DISCO Y UNA RECORRIDA POR LAS CANCIONES QUE PUSIERON HITOS EN SU CARRERA

“Mi madre me enseñó a no temerle a la libertad”

Fuera de ambiente está dedicado a Catalina, que murió en abril pero le dejó “la alegría que implica estar vivo”. Habituado a moverse entre el sonido rioplatense y las canciones de The Beatles, Roos mira hacia atrás y sigue el camino iniciado en 1976 con Candombe del 31. Y reconoce que “Durazno y Convención era una esquina muy bonita, pero ahora hay un edificio horrendo”.

 Por Cristian Vitale

1976 fue el año del puntapié inicial. Jaime Roos, joven músico, errante e inquieto, edita su primer disco. Le pone Candombe del 31 y lo completa con nueve canciones, mitad compuestas en Montevideo, mitad en París. De principio, quedan implícitas las huellas estéticas que acompañarán su largo camino. Ojo clínico y atento, que capta imágenes urbanas para transformarlas en canciones, tacto innato para describir personajes y una mezcla de sonidos que engloban la tradición rioplatense –murga y candombe–, la bella melancolía de Eduardo Mateo y The Beatles, siempre The Beatles.

2006: A treinta años de “Te acordás hermano” y la enorme “Cometa de la farola”, el mismo Roos, con los mismos bigotes y la sensibilidad intacta, publica Fuera de ambiente. Tiene diez canciones, suena impecable, abrasador, certero. Lo grafica una polaroid lluviosa de la rambla que lo vio nacer. Y otra en blanco y negro: su madre ayudándolo a caminar, cuando él tenía nueve meses. Catalina –así se llamaba– murió de cáncer en abril y ligó el tema homónimo, que detonó la célula más profunda de un músico lleno de células profundas: “Gracias a ella canto así”, dice parte de la letra. Suena alegre, festivo, como si hubiese sido concebido para una celebración: la de tres décadas haciendo música. También un agradecimiento: “De ella aprendí a reírme, a no tenerle miedo a la libertad y a ser vital. Por eso, se murió y yo sigo viviendo con toda la alegría que implica estar vivo. Nunca me deprimí”, confiesa Jaime, empinando una cerveza en un hotel porteño.

La evocación de Catalina se dispara en varias direcciones: explican, vía canción homenaje, parte de la estética de Fuera de ambiente, pero también lo internan en diferentes pasajes del ayer. Por ejemplo, la atmósfera de “Durazno y Convención”, la esquina de su casa cuna, que se transformó en “la” canción de Mediocampo (1984). Intersección de calles donde Jaime vivió entre telos, quilombos, inmigrantes, malvivientes, linyeras y obreros, cobijado en el inmenso amor de Catalina, hasta los 13 años. “Se mezclaba todo en un ambiente increíblemente pacífico. Ni yo ni mi madre tuvimos nunca un problema. Había códigos. Yo tenía compañeros de colegio cuyas madres eran prostitutas... pero no importaba. Todo era como era. Esa esquina estaba caracterizada por una tónica de paz y cordialidad”, evoca.

–Y se transformó en un lugar turístico inevitable cuando se popularizó la canción. Sin embargo, uno va y no encuentra nada.

–No era así. Cuando llegabas a Convención, el barrio se abría y se veía el mar. Era una esquina muy bonita. Ahora hay un edificio horrendo que se hizo en la época de los militares, que tapa todo. Antes, ahí estaba el campito donde jugábamos al fútbol.

–En sus composiciones, el pasado siempre vuelve transformado en canciones. ¿Usted es un nostálgico?

–No. Aunque sé que es difícil sostenerlo después de escribir “Brindis por Pierrot” (risas). Ocurre que una retirada de murga tiene que ser nostálgica por definición..., no puede ser de otra manera. Lo mismo que un cuplé, que tiene que ser cómico, o una presentación, que tiene que tener vida. Sí, creo en la presencia del pasado como algo muy fuerte. Mi historia y la de mis mayores tienen mucho valor, porque representan la esencia de lo que somos. El que desconoce su historia desconoce parte de sí mismo. Pero por otro lado no endioso el pasado.

La memoria de Jaime Roos es prodigiosa. Atesora con precisión pasajes lejanos de su vida, como los 20 mil kilómetros que recorrió de mochilero por América latina junto a su ex mujer, o la vez que le hizo dedo ¡a un barco! en el puerto de Maceió, Brasil. “No teníamos un mango para volver a Amsterdam y nos aceptó un capitán noruego, al que le tengo que hacer un altar. Lo más cómico es que me dejó a siete cuadras de mi casa. El barco no sabía dónde iba, y a la altura de las islas de Cabo Verde, llegó un télex con el destino: Amsterdam. El telegrafista, que era un escocés, me dijo ‘sudamericano suertudo’”, dice, y se ríe. Jaime vivió seis años en el país naranja, donde compuso buena parte de las canciones que pueblan sus primeros discos. “Los futuros murguistas”, por caso, la concibió picando cebollas en un restaurante holandés y otras gemas, como “Señorita Efe”, mientras se ganaba el peso tocando el bajo en orquestas de salsa que pululaban por los cabarets. “Había momentos flacos... con mi ex mujer no teníamos plata para alquilar, entonces crackeábamos casas. Eramos parte del movimiento cracker, que es como los okupas de Barcelona.”

–¿Cuándo escuchó por primera vez a The Beatles?

–Un domingo a la noche, en el invierno del ’63. Tenía 9 años y escuché “Love Me Do”..., se me pararon los pelos de punta. Fue como haber oído algo mágico, porque a mí no me habían vendido el imperio ni la imagen estereotipada del flequillito. Yo era muy melómano y lo máximo en aquel momento era el jazz.

–¿Le gustaba el jazz a los 9 años?

–Desde los seis ya me gustaban las big bands de los ’30. A mi madre le gustaban el folklore, la bossa nova y el tango. Pero para mí el tango era un bajón. Lo detestaba. Hasta que a los 15 años golpeó mi puerta y lo entendí. Tampoco me gustaban Elvis Presley, ni el rock, hasta que aparecieron los Beatles. La segunda canción que escuché de ellos fue “A Hard Day’s Night”. Cambió mi vida. ¿Por qué cree que uso bigotes?

–¿Sargent Pepper?

–¡Claro! En las fiestas de disfraces me los pintaba con un marcador, porque no me salían (risas). El día que me salieron de verdad, no me los saqué más. Ya era un beatlemaníaco enfermizo... vivía el día a día de ellos, juntaba las figuritas e iba parejo con los discos. Eran mi credo musical y espiritual. A veces uno crece y se da cuenta de que cuando era chico era un boludo, porque estaba obnubilado por una bobada. Pero yo tengo el alivio de decir “no me equivoqué”. Lo que me destelló me sigue alucinando. Hendrix también fue algo devastador para mí. También Aqualung de Jethro Tull, Abraxas de Santana y los primeros cuatro discos de Zeppelin, cuyas ediciones esperábamos con el cuchillo entre los dientes. Led Zeppelin II es un infierno. Igual, el paraíso de los Beatles nunca fue alcanzado.

–¿Con qué disco se queda?

–Siempre me gustó un uno por ciento más el Album Blanco, el mismo que eligieron ellos.

–No es novedad que la influencia de los Beatles aparece con más o menos intensidad, en toda su carrera. ¿Cuál es el más beatlero?

–Este. Siempre es el último (risas).

–La versión de “Esa tristeza”, de Eduardo Mateo, que está en Contraseña, también es ciento por ciento beatle...

–Es que Mateo era muy beatle. En verdad, mis discos más Beatles son Aquello, Siempre son las cuatro y Mediocampo. Después hay temas. El bajo de “El hombre de la calle” es el de “Hey Bulldog”, sin dudas.

–Pero Estamos rodeados, el disco que contiene “El hombre de la calle”, es más ecléctico. También está el “Huayno del ciego”. ¿Por qué un huayno en el mundo Roos?

–Es de la época en que hacía dedo. Hice un viaje entre México y Montevideo, y escuché unos huaynos tocados por indios en las montañas que me impresionaron. “El huayno del ciego” es el recuerdo de lo que le escuché tocar a un ciego en Cuzco. Yo iba al Machu Picchu en el tren de indios, que era más barato, y en una estación había un ciego tocando el arpa. Volví doce horas después y seguía con la misma canción... estaba loopeado, el tipo. Me pegó fuerte la imagen y me sentí como ese indio ciego pidiendo un sol, que era la moneda peruana, y al mismo tiempo pidiendo luz para mirar. Sentí que yo era él. Me apasiona el género porque es muy volador...

–¿Por eso compuso otro, “Si me voy antes que vos”?

–Era el clima musical que requería un tema religioso, que menciona la palabra Dios, pero no el de las iglesias.

–Se acaba de reeditar La Margarita. ¿Es su disco más complejo?

–Puede ser, porque cambié mi forma de componer. Tuve que adecuarme a los textos de Mauricio Rosencof. Catorce versos por canción y una obra conceptual, que me llevó por delante. ¿Cómo no ponerles música a los versos de amor de un hombre que los escribió durante diez años en un pozo de presidio?

–¿A qué aluden las cosas que ve por las calles de Montevideo y le parecen mentira, en “Adiós juventud”? Para los argentinos ese estribillo es muy enigmático.

–A que estaban los milicos y habían destruido el conventillo Medio Mundo, que era la capital del candombe, de donde salían los tambores del Barrio Sur. “Un nuevo cementerio ven/ les parece bien/ adiós al Cuareim” –tararea–. ¿Para qué lo derrumbaron, si todavía está el baldío? Estaban pasando cosas increíbles en aquel momento. Fue una canción con sesgo político, que hablaba de una ciudad que se venía abajo, como el murguista que no podía salir en Carnaval. Una letra hermética, pero que los montevideanos entendieron enseguida.

–Otra de sus canciones más amadas es “Colombina”. ¿En qué situación la compuso?

–Una noche, en un bar del balneario La Atlántida. Empecé a la una de la mañana y terminé a las siete, tomando té. Estaba obsesionado con una historia que había vivido en La Barraca. Habíamos tenido un show espectacular, con unas muchachas maravillosas bailando dos metros delante de nosotros. Nos sentíamos los reyes de la noche, pero terminó el show, me fui al camarín y cuando salí ya no quedaba nadie. Estaban Benjamín y Pinocho, mis compañeros, sentados en unos taburetes, con un vaso de whisky cada uno y la mirada adentro del vaso. Concentrados en su soledad. Los murguistas en general son tristes, hacen reír pero por dentro tienen un alma de Pierrot. Me voló el contraste, y ahí está “Colombina”. Una imagen poderosa es el gatillo para ir a la esencia de algo. Te pega en un núcleo emotivo y no podés dormir hasta que lo resolvés.

–“Chalaloco” y “Las luces del estadio” representan lo más sórdido de su repertorio. ¿Cuál es el espíritu que las subyace?

–Ambas se arrastran por el fango, de diferentes maneras. “Las luces del estadio” se arrastra por la mediocridad. Tres tipos que se juntan en un boliche, con una carga de auténtica melancolía y lo toman como un refugio. “Chalaloco” se la dediqué a un amigo mío que falleció, Botánico. Habla de él y de mí. Es una canción hermética, pero lo poco que se entiende es muy duro: “Como en los tiempos del inca/ sacrificaban/ a la doncella elegida/ la desterraban”. Son como los claroscuros que todos tenemos, y de los que nadie puede zafar.

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“Era un beatlemaníaco enfermizo..., vivía el día a día de ellos, juntaba las figuritas. Eran mi credo musical y espiritual.”
 
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