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Lunes, 12 de abril de 2010

LITERATURA › MARTíN KOHAN HABLA SOBRE CUENTAS PENDIENTES, SU NUEVA NOVELA

“La imaginación es la impotencia, no el poder”

El escritor, que en su reciente viaje a Berlín terminó su próxima novela, planteó una historia con dos personajes y un narrador para preguntarse si en verdad imaginar y escribir no son en realidad desgracias en lugar de dones.

 Por Silvina Friera

El reloj interno de Martín Kohan sonó a las cinco de la madrugada, mucho antes de lo previsto, aunque no se caracteriza por dormir profundamente, con distancia y abandono del mundo de los despiertos. Pero a esa hora ya estaba con los ojos bien abiertos, padeciendo ese extraño desequilibrio llamado jet lag, como si aún estuviera en Alemania. Acaba de regresar de Berlín, donde permaneció un mes en una casa “exclusiva” para escritores y traductores, gracias a una beca que le demandó apenas una charla y una lectura, y que le permitió terminar una nueva novela. “Me daba casi remordimiento, estaba todo el tiempo esperando que me dijeran qué más tenía que hacer”, recuerda ahora en el bar de la esquina de Paraguay y Ravignani. Ha adoptado ese lugar como uno de los espacios donde se siente “como en casa”, al punto de que allí escribió buena parte del flamante Cuentas pendientes (Anagrama). “Había un efecto de ‘familia Adams’ –sigue Kohan– porque era una especie de mansión con una torre. Me inspiraba en la casa, miraba el lago y la naturaleza, pero para escribir necesitaba el bar”. El novelista probó primero en un bolichito de tipos solos, con algunos homeless que iban a pasar la mañana, donde el vodka era una especie de desayuno para niños. “Al segundo día que intenté escribir, me dijeron que no había café, aunque el día anterior me lo habían servido. Evidentemente, alguien escribiendo arruinaba la atmósfera. Entonces fui a parar al otro bar de la estación, que terminó siendo mi bar de Berlín. Lo que uno quiere de cualquier café es llegar y que el mozo sepa lo que pedís.”

Kohan comparte con uno de los protagonistas de Cuentas pendientes, el terco y casi octogenario Lito Giménez –que adeuda cuatro meses de alquiler–, el sueño liviano, apenas algo más que un sopor. También le presta la ansiedad y ciertas obsesiones incrustadas en su pensamiento. Tal vez la desgracia “amorosa”, aunque de diferente espesor, sea otro de los puntos de conexión. Pero hasta aquí llega el paralelismo posible. El otro personaje de esta novela es el dueño del departamento, un escritor y docente que reclama la deuda. “El narrador quiere cargar al inquilino de todos los signos del mal, cargarlo de negatividad; entonces la dictadura entra solamente como material de la significación del mal. Alguien que no puede parar de pensar mal de otro y le quiere poner sobre sus espaldas todas las cosas malas que se le ocurren, se vale también de la dictadura”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.

La única premeditación que Kohan tiene al escribir es cambiar, hacer algo distinto, aunque las recurrencias reaparezcan solitas, como la combinación entre la negación y la obsesión, “entre dejar de pensar en algo, pensando obsesivamente en otra cosa”, mecanismo que se encuentra en Ciencias morales (ver aparte) y Dos veces junio. “El narrador se ensaña con el personaje, pero todavía no sabemos por qué; retóricamente necesitaba trabajar el ensañamiento: deber ser un poco nazi, la hija debe ser robada. Cuando uno maquina, la pura maquinación le da un plus de potencia a la conjetura, que es convertirla en realidad. Cuando uno quiere pensar mal de alguien, lo piensa como una verdad, como suposición no interesa. Te interesa la aniquilación mental de aquel a quien detestás”, plantea.

–En las primeras páginas de la novela, Giménez da la impresión de que podría ser una versión masculina, en tiempo presente, de María Teresa, la preceptora de Ciencias morales. ¿Los une cierta idiosincrasia autoritaria, conservadora?

–Sí, es el repertorio de lugares comunes donde funciona la ideología en estado bruto, de puro prejuicio. Es algo de captación de la oreja, del día a día; es esa dimensión del aparato de los prejuicios flotantes que escuchás en la circulación, lo que se suele atribuir a los tacheros. En este tipo de personajes que a veces agarro, que son figuras grises, algo que tienen en común –y se ve en las casas deprimentes donde viven–, funciona la conexión entre esa medianía y ese tipo de ideología. Estos personajes son funcionales a esos prejuicios y no hacen más que reproducirlos.

–A propósito de esa masa flotante de sentido común: últimamente impera, sobre todo en el caso de militares detenidos por los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura, el argumento de que son muy viejitos y están “enfermos”. A contrapelo de esa “piedad”, el narrador es implacable con Giménez.

–¿Por qué habríamos de tener piedad por la edad? La edad es uno de los tantos elementos de compasión que podría tener en cuenta el narrador, pero no la tiene. Hay una diferencia de grado entre cómo le funciona la crueldad al narrador cuando está solamente conjeturando a Giménez y cuando lo ve. Traté de mostrar la diferencia entre el poder de la maquinación y qué pasa cuando esa maquinación puramente mental cobra forma real. Había algo de la imaginación que me interesaba, a contramano del prestigio que la imaginación tiene –que es liberadora, que enriquece, que alegra, que oxigena–; me interesaba pensar en el agobio, en el peso de imaginar. El narrador es particularmente implacable y rencoroso con Giménez cuando lo imagina y no cuando finalmente lo tiene enfrente. Es algo que suele pasar. Las cosas son más terribles en la imaginación que en la realidad.

El narrador de la novela revela que Giménez le debe al coronel retirado Vilanova el favor de su vida, el sueño de la hija propia, Inesita. La aparición oblicua de la apropiación de menores no estaba premeditada cuando comenzó la novela. “A medida que se iban dando situaciones convocaba formas del mal. A la hora de pensar a la hija, me parecía que tenía que ser externa al mundo matrimonial. Dentro de la maquinación del narrador, Giménez es un desgraciado con todo lo que pasó. La palabra desgraciado capta a la víctima de una desgracia, pero también de alguien que es un cretino decimos que es un desgraciado. Giménez es un desgraciado en los dos sentidos.”

–Cuando el dueño del departamento le cuenta una novela que él está escribiendo, un guiño a Segundos afuera, le plantea a Giménez volver al versus: la alta cultura versus la cultura popular y ver qué pasa. ¿Cuentas pendientes es un modo de volver sobre estas tensiones?

–Sí, totalmente. Me interesa muchísimo cómo se articula la relación entre el mundo letrado y el mundo popular, porque todas las culturas nacionales modernas han sido construidas a partir de una élite letrada; por eso me interesa tanto la Generación del ’37, que fundó estrictamente las bases de esta cuestión. Es absolutamente recurrente para mí desbaratar esa presunta disposición donde el letrado controla el lenguaje y desde el mundo popular lo único que se puede entregar es el atractivo de lo pintoresco. Quiero desbaratar esto, darlo vuelta, pero manteniendo la tensión en el “versus”. Hay un tipo de conflicto insoluble; son dos mundos deseados, eventualmente por un deseo mutuo. O, por lo menos, hay una fascinación del mundo letrado por el mundo popular, y no puede sino ser conflictiva. Una de las cuestiones que me interesaban retomar en el diálogo entre Giménez y el dueño es el lugar social de la literatura. Así como en toda la primera parte buscaba ensayar una devaluación del prestigio de la imaginación –no la imaginación como un don, sino como un castigo–, quería llevar esto también a la literatura, en el sentido de lo que alguna vez dijo Fogwill: ¡cómo va a haber un escritor fracasado, si ser escritor ya es ser un fracasado! La literatura no va a despertar sino las declaraciones más enfáticas de reconocimiento, importancia, todo lo que ya sabemos. Pero a la hora de sentarse y leer, la verdad es que no despierta demasiado interés. Ese juego entre la admiración declarativa y al mismo tiempo una carga de prejuicios que dejan a la literatura en un lugar verdaderamente menor es lo que traté de que empezara a funcionar en la conversación de Giménez y el escritor, de tal modo que el “letrado” va quedando cada vez en un lugar más incómodo, más devaluado.

–¿Por qué cree que persiste el conflicto, aunque dialogan?

–Hay conflicto porque en algún punto los dos tienen, por distintos caminos, un interés en encontrar algo en común y poder hablar. Pero, justamente, sostener el versus del conflicto es pensar que no tienen nada en común, que no hay un código. Que hablan, pero no se entienden. Si hablaran de historietas, habría una resolución. Pero no me interesaba la resolución, me interesaban el conflicto, el desencuentro; poner a dos personajes que teniendo toda la voluntad de encontrar puntos en común no los tienen.

–¿De algún modo también pone en cuestión la posmodernidad, que proclamó que ese “versus” estaba completamente superado?

–Sí, sin duda. Una de las clases de efectos de los que me escapo es de la desactivación de los conflictos. Ahí donde todo se contagia, convive, dialoga, se integra, hay demasiado pastiche y permeabilidad. Ante ese estado de permeabilidad generalizada, donde todo terminaba impregnando a todo e integrándose con su otro, el principio de conflicto me interesa sobre la base de que el orden social se basa en el conflicto. Que se pierda el conflicto es algo engañoso. Una de las paradojas básicas de este tipo de pensamiento es que enunciando permanentemente discursos de la multiplicidad y la diversidad terminan instaurando una de las homogeneidades más poderosas. De todo se termina diciendo lo mismo. No sé si será un efecto, deseado o no, de esa diversidad no conflictiva, demasiado armónica.

Kohan admite que buscó debilitar el imaginario heroico de la literatura. “En vez de pensar en ‘la imaginación al poder’, como en Mayo del ’68, pensar que no hay más impotencia que el que sólo imagina. La imaginación es la impotencia, no el poder; la literatura es el fracaso, no el poder; el escritor es que el va a la tele, lo maquillan un poco y dice lo que puede, pero no está en un lugar de conocimiento genuino. ¿Y si imaginar es una desgracia? ¿Y si ser escritor es una desgracia? ¿Y si la literatura es una desgracia?”

–¿Y cómo lo vive usted?

–No lo vivo siempre igual; son etapas, depende de cada circunstancia. Este es el libro que escribo después del Premio Herralde porque estoy tranquilo, entonces puedo lanzarme a devaluar el imaginario de literatura y éxito. Mi punto de certeza es que escribir es una práctica que me da una felicidad enorme. Lo demás viene por añadidura, lo que no quiere decir que lo desmerezca o no me importe, pero mentiría si dijese que alguna de esas otras instancias son las que sostienen mi relación con la literatura. En otros libros imprimí sobre la literatura una potencia por momentos hasta heroica. Los cautivos es una reelaboración de la mitología de civilización y barbarie; la literatura, la escritura, el letrado, tienen en ese libro toda la potencia que la Generación del ’37 les atribuían. Incluso en Museo de la revolución la literatura tiene un lugar de redención, de salvación. Siempre la literatura aparecía para salvar o para redimir, para hacer justicia. Pero en este libro el planteo es otro. Qué significa el éxito en la literatura, cuando en realidad, lo más sensato es no pensar en términos de éxito. ¿Fama, cuando se habla de un escritor? Como si la literatura ocupara socialmente un lugar que tuviese algo que ver con la fama, o como si la fama de un escritor no fuese en definitiva un problema, como le pasaba a Borges, que era mucho más famoso que leído...

–¿Por qué el dueño del departamento es un escritor que se parece bastante a usted?

–No era acertado inventar otro escritor muy distinto porque entonces habría sido una de las típicas batallitas literarias. Puse mucho cuidado en que no pareciera una parodia de esa clase de escritor que no soy. El desencuentro de base es pensar en la literatura cuantitativamente, como un éxito de ventas, desde el dinero. Para que no se crea que hay un ajuste, una venganza o una peleíta con tal o con cual, si a un tipo de escritor tenía que remitir el narrador era a alguien que no fuese distinto de mí. El propósito era otro: no pelear con éste o con aquél, que no me despierta ningún tipo de interés.

–No era el típico chiste de las “capillitas literarias”...

–No, porque además no me reconozco en las definiciones de las capillitas literarias. Hay escritores que me interesan, me gustan, los leo, los sigo. No es que son mis amigos y armamos una capilla para defendernos. Mis vínculos con Juan José Becerra o Gustavo Ferreyra se originaron en el hecho de que comenté sus libros sin conocerlos. Desde cierto tipo de prejuicio, se suman dos más dos y dicen: son los dos escritores, trabajan en la misma institución, en la calle Puán esquina Bonifacio, capilla académica. Que con Carlos Gamerro, Miguel Vitagliano o Daniel Link compartamos una formación, ¿supondría un principio de afinidad en nuestra literatura? Plantearse esto puede valer la pena porque lo que se estaría buscando es un tipo de conexión entre sistemas de lectura y escritura. Pero pensar en capillas, en bandos con sistemas de alianzas porque sos empleado de la misma institución... Me llama la atención la vitalidad que tiene ese discurso que propondría como insostenible. Sin embargo, se sostiene con una fuerza que me deja perplejo. Para mí sólo se explica por el imaginario paranoico del enemigo. Solamente la paranoia puede perpetrar esa atribución de homogeneidad, que plantea que somos todos más o menos lo mismo y nos reunimos a hacer maldades (risas). Es tan distinto de lo que realmente pasa, que es muy raro que alguien piense que puede ser así.

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“No me interesaba la resolución; me interesaban el conflicto, el desencuentro”, dice Kohan acerca de Cuentas pendientes.
Imagen: Rafael Yohai
 
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