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Viernes, 16 de octubre de 2009

CINE › VIL ROMANCE, DE JUAN CELESTINO CAMPUSANO

En el límite del conurbano

A su modo, el director argentino arma una película familiar, pero una anómala, vívida, única y extraña. Narra una historia de amor entre hombres, pero ni se molesta por ir en contra de los prejuicios, a los que les hace pito catalán.

 Por Horacio Bernades

8

VIL ROMANCE
Argentina, 2008.

Dirección y guión: José Celestino Campusano.
Fotografía y edición: Leonardo Padín.
Intérpretes: Oscar Génova, Nehuén Zapata, Marisa Pájaro, Javier de la Vega y Olga Perezgel.
Estreno en salas Tita Merello, Shopping Plaza Liniers y Cinemacenter (Florencio Varela).

Parece coherente que Vil romance se estrene en una sala de Capital (la del complejo Tita Merello) y dos del conurbano (una de Liniers, otra de Florencio Varela). No debe haber, hoy por hoy, cine más fiel a una geografía, unos ambientes, un lenguaje, modos y personajes del conurbano bonaerense que el de José Celestino Campusano. Un conurbano límite, como es el de la zona de Quilmes, Berazategui, Ezpeleta. Allí es donde Campusano nació y vive y ahora sirve de territorio a su cine. Presentada en competencia internacional en la edición 2008 del Festival de Mar del Plata, Vil romance es un melodrama amoroso de hombres, un drama criminal de barrio. Y también algo así como un documental antropológico de ese sur que está casi cayéndose del cordón industrial. Producida a pulmón, con espíritu amateur y actores no profesionales, sería fácil desechar a Vil romance por su tosca heterodoxia, su eventual primitivismo, ciertas torpezas o insuficiencias narrativas. Pero sin todo eso la película de Campusano no sería tan verdadera como es. Tan anómala, tan vívida, tan única y extraña.

La extrañeza comienza de entrada, nomás, cuando un veterano que parece uniformado de heavy (mechas largas, cuero negro, jeans, botas, gesto arisco, vozarrón aguardentoso) se levanta a un pibe, de día y en pleno corazón de Ezpeleta. Campusano ni se preocupa de aclarar si el tipo tiene esa costumbre o es simplemente que este pibe le gustó: si Vil romance tiene una virtud esencial es, justamente, la falta de aclaraciones, el estilo “si te gusta, bien, y si no te gusta, también”. A Raúl (Oscar Génova) parece gustarle Roberto (Nehuén Zapata). ¿A Roberto le gusta que, a modo de presentación, Raúl lo fuerce, lo violente, lo viole casi? Parecería que sí le gusta, porque ahí mismo se instala en lo de Raúl. “Vos dormís en tu cama, yo en la mía”, le aclara el otro entre dientes, después de cabrearse porque lo encontró lavándole la cocina. “La próxima vez me preguntás. Yo tengo mis tiempos para la mugre y mis tiempos para la limpieza”, aclara, prolijísimo. De allí en más, Raúl y Roberto funcionarán, casi, como un matrimonio.

¿Matrimonio sadomaso? No tanto, porque Roberto no es tan sumiso como parece. Y mucho menos pasivo. De hecho, si un problema de pareja se presenta de entrada es que a Roberto le gusta tanto dar como recibir, y el muy machote de Raúl no quiere saber nada con eso. “Nunca me tocaron el orto. Dame tiempo”, pide o exige. Vil romance es una película abrupta, llena de personajes que no se comportan como se espera. La mamá y la hermana de Roberto, por ejemplo, comparten atroces festicholas, y el chico lo toma con la mayor naturalidad del mundo. ¿Son prostitutas? No está muy claro y no importa: Campusano ni se molesta por ir en contra de los prejuicios. Les hace pito catalán, simplemente. Lo que sí es Vil romance, es una película familiar. A su manera, claro. Roberto lleva a Raúl a su casa, para que la mamá y la hermana lo conozcan. “¿A qué se dedican?”, pregunta Raúl, con la misma insidia con que un policía pediría antecedentes. “Hacemos trabajitos extra”, dice la hermana del novio, medio mirando para otro lado. “Tiramos el tarot, las runas, el I Ching.” “Ah, qué interesante”, miente Raúl.

Escena simétrica, en casa de la mamá de Raúl. “Estoy vendiendo artefactos importados”, dice el hombre, y no miente: se dedica al tráfico de armas. Vil romance está llena de un humor solapado, corrosivo, en ocasiones mucho más sofisticado de lo que más de uno estaría dispuesto a reconocer. El cartel de un negocio llamado Pirulo, que se ve a espaldas de Roberto después de la primera noche en casa de Raúl, ¿no es acaso una rima guaranga? Pero no es una película guaranga, la de Campusano: es una de oído fino, que sintoniza con la lengua popular del modo más natural del mundo. Aunque a primera vista no lo parezca, también es una tragedia clásica, construida con esmero macbethiano: véase hasta qué punto funciona como anticipación el cuchillo que Raúl pide que le alcancen, del modo más inofensivo del mundo, durante una cena doméstica. Desde ya que algún salto narrativo hay, como el que interrumpe, de forma tan abrupta como inexplicable, la escena en casa de la mamá de Raúl. Y las actuaciones parecen siempre al borde del precipicio.

Pero hasta ese borde le hace bien a la película: no hay actriz profesional que sea capaz de despertar el azorado desconcierto que promueve Marisa Pájaro, que hace de la hermana de Roberto. No se sabe si la muchacha es idiota o medio putarraca, si está loca o la tiene clarísima, si es una colgada o una justiciera. Lo más posible es que sea todo eso a la vez. Posible, pero no seguro. De nada se puede estar seguro en esta película, y eso es lo que la convierte en una de las experiencias más libres que el cine argentino haya dado en mucho tiempo.

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El heavy Raúl se levanta a Roberto y desde entonces funcionan casi como un matrimonio.
 
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