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Viernes, 24 de junio de 2011

CINE › DADDY LONGLEGS, DE LOS HERMANOS JOSHUA Y BEN SAFDIE

Papá lo sabe todo y lo hace todo mal

En la línea de John Cassavetes y Morris Engel, la película de los hermanos Safdie recupera la mejor tradición del cine neoyorquino independiente para narrar las dos caóticas semanas de un padre divorciado a cargo de sus dos pequeños hijos.

 Por Luciano Monteagudo

8

DADDY LONGLEGS

(Go Get Some Rosmary,
EE.UU. 2009).

Dirección: Joshua Safdie y Ben Safdie.
Guión: Joshua Safdie y Ben Safdie.
Fotografía: Brett Jutkiewicz, Joshua Safdie.
Intérpretes: Ronald Bronstein, Sage Ranaldo, Frey Ranaldo.
Estreno exclusivamente en el cine Cosmos-UBA, de jueves a domingo a las 22.

Ronald Bronstein con Sage y Frey Ranaldo: el padre es más inmaduro que sus propios hijos.

Es un pequeño placer encontrarse con una auténtica película independiente neoyorquina como Daddy Longlegs. No hay nada en la nueva aventura de los hermanos Joshua y Ben Safdie (que se dieron a conocer en la Quincena de los Realizadores de Cannes 2008 con la estupenda The Pleasure of Being Robbed, luego exhibida en el Bafici) que se ajuste al indie al uso Sundance, con esos estereotipos de lo que suele entenderse por cine joven estadounidense y que lo único que piden, a gritos, es encontrar un lugar en Hollywood (léase Blue Valentine). Por el contrario, Daddy Longlegs viene a recuperar el genuino espíritu de Nueva York, llega para reivindicar esa tradición que no es solamente la del cine de John Cassavetes, sino también la de Jonas y Adolfas Mekas, de Bruce Conner y Lionel Rogosin, de Robert Frank, Morris Engel y Shirley Clarke, en fin, del New American Cinema Group, que allá a comienzos de la década del ’60 pedía films “del color de la sangre”, realizados con verdad y con pasión antes que con dinero.

El gesto, hoy, puede parecer anacrónico, incluso ingenuo, pero la película no lo es. Por el contrario, hay en Daddy Longlegs una espontaneidad y una frescura que la convierten en una obra muy viva, muy actual, en tiempo presente, como si se desarrollara sin reservas frente a los ojos del espectador. La anécdota no podría ser más simple, como sus personajes, o más económica, como su presupuesto. Lenny (Ronald Bronstein, también realizador neoyorquino, como los Safdie) es un tiro al aire de treintaypico largos. Vive apenas al día con su trabajo como proyeccionista en una sala de esas que en Manhattan pasan viejos clásicos de Hollywood y, dos semanas al año, por decisión judicial, está a cargo de sus dos pequeños hijos, fruto de un matrimonio que todo indica terminó en desastre. Y lo que cuenta Daddy Longlegs –con humor, con sensibilidad, con una ternura que no le impide ver el costado más negro de la situación– son esos escasos catorce días en los que Lenny convive con sus chicos, duerme y juega con ellos, en los que hace todo lo posible por que los tres sean felices, aunque no siempre lo consiga, claro.

Filmada en gran parte con cámara en mano, pero sin enloquecer las pupilas, con una ligereza que se corresponde con el espíritu general de la película, Daddy Longlegs hace que la diferencia se encuentre en los detalles, en la manera de capturar pequeños momentos que podrían ser banales si no fuera por la mirada poética de los Safdie, capaces de convertir algunas escenas en delicadas epifanías. Puede ser un paso de comedia digno del mejor Buster Keaton, como esa instancia en la que Lenny deja clavados a los chicos en la puerta del colegio porque tiene que “largar” la película, y luego corre a buscarlos, y los tres corren a su vez de regreso a la cabina, para llegar a tiempo para proyectar el segundo rollo. O puede ser un momento casi onírico, como cuando los tres emprenden un improvisado viaje al norte del estado de Nueva York y se suben a una lancha y ven cómo un loco a su lado va haciendo surf al mismo tiempo que canta como un auténtico crooner, con big band y todo. O esa instancia directamente pesadillesca, cuando Lenny les administra un somnífero para que los chicos duerman un poco más por la mañana, tanto que después no puede despertarlos.

Irresponsable, quejoso, impredecible, Lenny es a la vez un personaje puramente cinematográfico y, al mismo tiempo, enteramente real, creíble, uno de esos grandulones que tanto abundan en cualquier ciudad que se precie de tal y que suelen ser más inmaduros que sus propios hijos. El trabajo de Bronstein no podría ser mejor y –la verdad sea dicha– cuesta no imaginárselo tal como lo muestra la película, casi como si fuera un documental sobre su vida. Pero los chicos también aportan lo suyo. Hijos de Lee Ranaldo, el guitarrista del grupo Sonic Youth, Sage y Frey parecen disfrutar de lo lindo con las locuras de ese “padre” que les deparó la ficción, pero también –a la manera del cinéma verité, como si los Safdie los hubieran arrojado a la película sin instrucciones previas– no dejan de rebelarse contra las caprichos y arbitrariedades de Lenny.

¡Ah!, presten atención, ese homeless que aparece fugazmente por allí y que le quiere vender a Lenny unos cds truchos es Abel Ferrara, otro neoyorquino que, a su manera, también hace cine del color de la sangre.

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