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Miércoles, 3 de mayo de 2006

CINE › IVAN TRUJILLO BOLIO Y LA INCREIBLE HISTORIA DEL INDIO FERNANDEZ

Un cineasta de armas tomar

El director de la Filmoteca de la Universidad Autónoma de México vino para un ciclo dedicado a Emilio Fernández Romo, figura central del melodrama azteca... y personaje temible.

“Es necesario que los jóvenes se acerquen al Indio Fernández, porque se trata del mayor exponente de la época de oro de nuestro cine”, define sin dudar Iván Trujillo Bolio, director de la Filmoteca de la Universidad Autónoma de México y presentador oficial del ciclo que desde mañana pondrá en cartelera ocho clásicos del patriarca del melodrama azteca en la sala Lugones (ver aparte). La retrospectiva ubica en primer plano al cineasta que, luego de transitar su primera juventud como soldado de la revolución de 1910-17, se transformó en uno de los responsables de que el pueblo mexicano recuperara su orgullo y comenzara a ir a los cines “a verse a sí mismo” en historias llenas de charros, amores desgarradores y rufianes absolutos.

Con diplomas de biólogo y cineasta expedidos por la UNAM, y después de diecisiete años de trabajo en uno de los archivos de celuloide más importantes de América –la Filmoteca que conduce cuenta con más de 35000 títulos–, Trujillo puede ser considerado una voz autorizada a la hora de reflexionar sobre la potente vida cultural del país del norte. Desde su perspectiva, el cine del Indio puede ser interpretado como una clave para entender imaginarios colectivos: “El creó una serie de estereotipos identitarios que aún hoy tienen influencia”, asegura.

–¿Cómo y por qué se dio ese peso del cine de Emilio Fernández Romo sobre la cultura mexicana?

–Cuando en los años cuarenta los norteamericanos bajaron la guardia preocupados por asuntos bélicos, el cine de algunos países logró asomarse a cierto desarrollo. En ese contexto, Fernández mostró un país en el que los hombres se mataban a tiros o cantaban con cualquier excusa. Esa imagen inexistente –que tiene su semilla en Allá en el rancho grande, de Fernando de Fuentes, 1936– tocó con justeza la sensibilidad popular y quedó fijada allí por años. Esto es válido tanto en términos socioculturales como cinematográficos: Ripstein y Casals, por ejemplo, son herederos de las enseñanzas del Indio.

–¿Pero cuál era la relación entre lo que se muestra en las películas de Fernández y la realidad de aquel momento?

–Es difícil hacer precisiones, especialmente porque él mismo vivía en ese universo exacerbado que aparece en su cine. Mató por lo menos a dos personas durante su vida..., era un hombre capaz de sacar la pistola en un rodaje, y de hecho lo hizo cuando mató a balazos a un extra. El alcohol es otro elemento protagónico de sus relatos, y no sólo estaba presente en la cotidianidad de su país, sino que era un elemento central de su vida.

–Por otro lado estaba lo que esperaba el público...

–El contribuyó a establecer ejes permanentes del cine y la vida mexicanos: el campo sórdido, la ciudad y sus corruptores, la bondad absoluta, la maldad absoluta, la madre, la prostituta. Reinterpretó los valores morales y dio a muchos espectadores un lugar para poder liberar lágrimas. Esos llantos en las salas coincidieron con una necesidad muy fuerte de escaparse de una realidad tremenda, y sus héroes daban una salida a esas tensiones porque coincidían con estereotipos de gente humilde que sufría, pero que finalmente lograba ser feliz.

Como todo arte influido por el populismo, el de Fernández reflejó los aspectos “progresistas” de la cultura popular, pero también sus tendencias más retrógradas. De acuerdo con Trujillo, gracias a aquellos films “se ganó un sentido de cohesión muy fuerte en torno de lo nacional. Cosas que eran interpretadas como defectos por las clases medias y altas –enfatiza– pasaron a ser valores reivindicados por las clases populares”.

–Sin embargo, la propia vida del director parece una condensación de las contradicciones de la cultura mexicana...

–Sí. Era muy machista, por ejemplo. Todas las habitaciones de su casa tenían dos puertas, para que una mujer pudiera salir cuando se escuchaban los pasos de otra acercándose, haciendo una especie de “rotación”. Y cuando su hija Adela le pidió ayuda para levantarse a la mañana y asistir a la escuela, el director optó por amarrar un gallo a la pata de la cama de la niña, para que lo usara como despertador. Ese tipo de locuras aparece en sus historias porque eran parte de su existencia.

A pesar de haber conquistado la admiración del escritor John Steinbeck, el pintor Diego Rivera y el cineasta John Ford de la mano de éxitos como Bugambilia (1944) y Pueblerina (1949), el aparato creativo del hombre nacido en 1904 empezó a errar en círculos en los cincuenta, para sumirse en una mezcla de tequila y escándalos que lo llevaron a la muerte en 1986.

–El cine de Fernández muestra el valor político que puede adquirir el cine a la hora de construir identidades. ¿Encuentra que a Latinoamérica todavía le quedan desafíos pendientes en ese sentido?

–En estos tiempos de globalización es importante reconocer el valor que tiene el reconocerse simultáneamente en la diferencia y en la identidad. En otras palabras, es hora de afianzar una identidad latinoamericana y a la vez es tiempo de entender la riqueza que hay en nuestras diferencias. Ese ejercicio debe hacerse tanto en sentido sincrónico, entre cineastas de distintos países, como diacrónico, entre cineastas de distintas épocas.

Informe: Facundo García.

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Pueblerina (1949), una de las películas de un ciclo rebosante de personajes populares mexicanos.
 
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