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Jueves, 24 de mayo de 2012

CINE › EL DIRECTOR AKI KAURISMÄKI Y SU PRIMERA PELICULA DE LA “TRILOGIA DE PUERTOS”

“Quería que terminara como un cuento de hadas”

 Por Stephanie Wright

Aun considerando que no es la clase de cineasta que vaya a llevar millones de espectadores a las salas, desde hace un tiempo Aki Kaurismäki viene pasando, suavemente, de la categoría de cineasta de culto a la de realizador “para todo público”. El punto de quiebre fue El hombre sin pasado, nominada al Oscar diez años atrás y su película de mayor recaudación hasta el momento. Ganadora del Premio de la Crítica en Cannes 2011 y de varios más a partir de entonces, Le Havre (que en la Argentina se estrena con el título de El puerto) parecería seguirle los pasos, logrando el mayor consenso de su carrera entre los críticos. Incluso hay varios que la consideran uno de los puntos más altos de la obra del director finlandés.

En El puerto, un modesto zapatero (interpretado por André Wilms, favorito del realizador) parece reencontrarle sentido a su vida a partir del momento en que da refugio a un niño, inmigrante africano sin papeles, al que la policía francesa persigue para deportar. Alrededor del zapatero, el entero pueblo de Le Havre, en el extremo norte de Francia, da la sensación de recuperar un sentido de solidaridad tal vez perdido. Contando como de costumbre en el elenco con Kati Outinen (inolvidable protagonista de La chica de la fábrica de fósforos), con el legendario Pierre Etaix y con el ya infaltable perrito de la mayoría de sus películas, Kaurismäki recupera en El puerto, por segunda vez en su carrera (la anterior fue I Hired a Contract Killer, de 1990), a ese mito viviente que es Jean-Pierre Léaud, a más de cincuenta años de distancia del primer Antoine Doinel.

–¿Qué lo llevó a ubicar esta historia en Francia?

–La idea era que el protagonista fuera un refugiado africano, y los refugiados africanos no abundan en Finlandia, tal vez porque no están todavía tan desesperados como para ir a parar allí. Primero pensé en ubicarla en una localidad europea del Mediterráneo, porque es allí donde normalmente llegan los refugiados de países africanos. Recorrí toda la costa de España, Francia y Portugal y no encontré ningún pueblo que me convenciera. Hasta que di con el puerto de Le Havre, que no era la opción más lógica, porque está al norte, pero me pareció perfecto. Finalmente, no importa tanto dónde esté ubicado el pueblito en sí, porque el tratamiento que se les da a los inmigrantes de países pobres es un problema europeo, no de un país o una zona en particular.

–¿Qué fue lo que le interesó de Le Havre?

–Tiene una luz maravillosa, es uno de los destinos favoritos de los pintores del mundo entero. Además, es un lugar con mucha historia: fue ocupado por los alemanes durante la Segunda Guerra, bombardeado por el ejército aliado para distraer a los alemanes del desembarco en Normandía y convertido en una ruina. Lo reconstruyeron en los años ’50, dándole el aspecto que conserva hoy en día. El barrio en el que transcurre la película fue el único que quedó en pie tras los bombardeos. Sólo hasta ahora, porque acaban de remodelarlo por completo, para instalar shoppings y esas cosas.

–¿Esa remodelación tuvo lugar después del rodaje?

–Tuvimos que pedir que la pospusieran unas semanas, para poder terminar el rodaje.

–¿Quiere decir que el barrio que filmó ya no existe?

–Ya no existe más tal como se lo ve en la película.

–¿Con esta historia se propuso llamar la atención sobre el tema del trato a los inmigrantes?

–No hago películas para llamar la atención sobre un tema determinado. Ni siquiera pienso en cómo van a ser recibidas. No es que no me interese. Tenga en cuenta que soy el productor de mis películas, así que sí me interesa cómo les va. De hecho, los lunes a la mañana, después del estreno, siempre verifico las recaudaciones. Pero que las películas gusten o no es algo impredecible. Es mejor no esperar ninguna respuesta.

–¿Cómo se le ocurrió hacer del protagonista un zapatero? Es un oficio en desuso.

–Justamente por eso. Marcel Marx es un tipo de otra época. Se me ocurrió en Portugal –vivo allí desde hace años–, un día en que me hice lustrar los zapatos por un zapatero. Es el único que queda: todos los que había desaparecieron.

–Sus películas suelen transcurrir en ambientes de clase trabajadora. ¿Qué lo lleva a eso?

–Una cuestión de afinidad. Los ricos no me interesan, no sabría escribir diálogos para ellos. Por otra parte, me pasé mi vida trabajando, así que me considero un trabajador por derecho propio.

–Otro tema que se repite es la adversidad, que a veces es fatalidad.

–Es en las situaciones difíciles cuando afloran los mejores sentimientos, los más nobles y esperanzados. También los peores, desde ya.

–Sin embargo, en El puerto nadie parece tener malos sentimientos. Ni siquiera el jefe de policía que persigue al niño.

–Los “malos” están fuera de escena. Es una elección deliberada de mi parte, ya que el poder es siempre anónimo, no tiene rostro. Igual, sí hay un personaje negativo.

–Sí, el vecino delator, que interpreta Jean-Pierre Léaud. Es la segunda vez que le da un papel a esa celebridad del cine francés. La anterior fue en I Hired a Contract Killer, donde hacía de un tipo tan desesperado que contrataba a un asesino a sueldo para que lo mate.

–En ambos casos le di papeles que no tienen nada que ver con él, para romper con la idea de que Jean-Pierre hace siempre de sí mismo.

–¿Qué fue lo que le hizo darle a esta historia tan dramática un desarrollo casi de cuento de hadas?

–El tema del trato a los inmigrantes es tan miserable que si uno filma una historia de ficción sobre ese tema hay que convertirla en un cuento de hadas. En las versiones más tempranas del guión yo describía el container en el que los inmigrantes habían quedado encerrados como lleno de suciedad y a algunos de ellos muertos allí. Que es lo que sucede en la realidad. Pero no pude seguir con eso y decidí mandar al diablo la realidad, tomando por el camino opuesto. Por eso, para compensar las desgracias de la realidad, en lugar de terminar la película con un happy end, la termino con dos.

–Alguna vez confesó que frecuentemente baraja para sus películas dos finales opuestos: uno feliz y otro triste. ¿Volvió a sucederle en El puerto?

–En el caso de Luces del atardecer no sólo escribí dos finales opuestos, sino que los filmé y así los dejé, uno detrás del otro. Pero esta vez tuve claro que quería terminarla como un cuento de hadas, llevando el happy end hasta lo imposible. O sea, hasta el milagro, lo que no tiene explicación racional.

–En una escena, el protagonista de El puerto, que se llama igual que uno de los personajes de La vie de Bohème, recuerda aquella película como parte de su pasado.

–Puede pensarse que se trata de la misma persona, veinte años más tarde. No pudo triunfar como escritor en París y terminó como zapatero en Le Havre. Que sea zapatero no quiere decir que sea miserable, sino humilde: para estar a los pies de los demás se requiere generosidad de espíritu.

–Usted declaró que El puerto era la primera parte de una trilogía, como había sucedido ya con las tres de los Leningrad Cowboys y la que se conoce como “Trilogía proletaria”. ¿Qué lo lleva a organizar sus películas así, en trilogías?

–Es bueno como “gancho” publicitario. Hablar de “Trilogía del puerto” suena bien. Además, en mi caso, teniendo ya dos trilogías, tenía que filmar necesariamente una tercera, para completar una trilogía de trilogías.

–¿Ya tiene pensado cómo serán las otras dos películas?

–Todas transcurrirán en ciudades portuarias. La segunda, en Vigo, España, y la tercera en Alemania. Sé cómo va a llamarse la española: El barbero de Vigo. Pero eso es todo lo que sé. Pienso filmarla de acá a cinco años. La otra, la de Alemania, la voy a filmar en diez, y después me retiro.

–Usted vive en Portugal desde hace veinte años y sin embargo nunca ha filmado allí. ¿A qué se debe?

–Es que hace veinte años que vivo allí y todavía no sé cómo son los portugueses. Es la gente más inescrutable que haya conocido jamás.

Traducción, selección e introducción: H. B.

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