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Viernes, 8 de febrero de 2002

HOMENAJE

Una suave violencia

Quizás la mayor deuda que tenemos con Pierre Bourdieu -quien falleció hace unos días-es el de haber "reautorizado" desde las cúpulas intelectuales el debate en torno al feminismo. El siguiente texto pertenece a su libro La dominación masculina.

Por Pierre Bourdieu

Los dominantes tienden siempre a sobreestimar las conquistas de los dominados, y a atribuirse el mérito por ellas, aunque les hayan sido arrebatadas. hoy, el neomachismo sobreestima las transformaciones de la condición femenina y subestima lo que sigue igual; puede incluso utilizar los cambios para reforzar lo que se mantiene constante, haciendo por ejemplo de la liberación sexual un argumento o un instrumento de seducción imperativa (a veces se apela al psicoanálisis para imputar a la civilización, sin más detalles, la represión de un deseo presuntamente innato y universal de placer la desexualización de las mujeres, es decir, la pasividad y la frigidez de las que habría que liberarlas). Y los intelectuales, tan dados a verse como liberadores, no son los últimos a la hora de poner las ideologías de la liberación al servicio de nuevas formas de dominación.
Pienso por ejemplo en el esteticismo de la transgresión de los Bataille, Klossovski, Robbe-Grillet o Sollers que, aunque se viva como subversión radical de la cultura dominante, no hace más que reproducir, gracias a la irrealidad y la irresponsabilidad garantizadas por la ficción literaria, los fantasmas masculinos de omnipotencia que se afirman con creces en el control total sobre cuerpos femeninos pasivos. Y sorprendería sin duda, saber todos los casos en los que la violencia de la arbitrariedad burocrática permiten que esos fantasmas se cuelen en lo real.

Relación entre los sexos
Dicho esto, ¿qué hay de cierto en ese cambio de relación entre los sexos? No cabe duda de que la dominación masculina ya no se impone con la evidencia de lo que se da por supuesto. Es algo que hay que defender o justificar, algo de lo que hay que defenderse o justificarse. Eso que se llama la liberación de la mujer, de lo que la liberación sexual no es sino el aspecto más patente, ha tenido sin duda profundas repercusiones en el ámbito de las representaciones. Y el cuestionamiento de la evidencia corre parejo con las profundas transformaciones que ha conocido la condición femenina a través, por ejemplo, del incremento del acceso a la enseñanza secundaria y superior, al trabajo remunerado y, por tanto, a la esfera pública, y también del distanciamiento con respecto a las tareas de reproducción, que se manifiesta sobre todo en el aplazamiento de la edad de fecundación y la reducción de la interrupción de la actividad profesional con ocasión del nacimiento de un hijo.
Pero estos cambios visibles ocultan lo que permanece, tanto en las estructuras como en la representación. Así, es cierto que la mujer cuenta con una imagen cada vez más fuerte en la función pública, pero siempre se le reservan los puestos más bajos y más precarios (son especialmente numerosas entre los no titulares y los agentes a tiempo parcial), y en la administración local por ejemplo, se les asignan puestos subalternos y domésticos de asistencia y cuidados; en circunstancias por lo demás idénticas, obtienen casi siempre, y en todos los niveles de la jerarquía, puestos y salarios inferiores a los de los hombres. Los puestos dominantes –y cada vez son más las mujeres que los ocupan– se sitúan básicamente en las regiones dominadas del ámbito del poder, es decir, en el campo de la producción la circulación de productos simbólicos (como la edición, el periodismo, los medios de comunicación, la enseñanza, etc.), pero lo más importante es que una revolución simbólica, para triunfar, debe transformar las interpretaciones del mundo, es decir, los principios segúnlos cuales se ve y se divide el mundo natural y el mundo social, y que, inscriptos en forma de disposiciones corporales muy poderosas, permanecen inaccesibles al influjo de la conciencia y de la argumentación racional. Los estudios muestran que el punto de vista masculino sigue imponiéndose en las imágenes (aunque los jóvenes se declaren menos sexistas que los adultos) y sobre todo en la práctica: prueba de ello es, por ejemplo, el hecho de que se mantenga en las parejas la diferencia de edad en favor del hombre.
La división tradicional de las tareas se actualiza a cada instante, porque está inscripta en las disposiciones inconscientes de los hombres y también de las mujeres, Así, en la televisión, las mujeres están casi siempre confinadas a papeles menores, que son otras tantas variantes de la función de anfitriona, tradicionalmente otorgada al sexo débil; cuando no están flanqueadas por un hombre, que les sirve de valedor y que juega a menudo, mediante bromas y alusiones más o menos fundadas, con todas las ambigüedades inscritas en la relación de la pareja, les cuesta imponerse, e imponer su palabra, y se ven confinadas a un papel convenido de animadora o de presentadora. Cuando participan en un debate tienen que luchar constantemente para que se les ceda la palabra y para retener la atención, y la discriminación que padecen es tanto más implacable por no estar inspirada en ninguna mala voluntad explícita, y porque se ejerce con la perfecta inocencia de la inconciencia.
Se las condena poco a poco, con esa especie de negación de la existencia, a recurrir, para imponerse, a las armas de los débiles, que refuerzan los estereotipos: el estallido abocado a aparecer como capricho injustificado o exhibición histérica, la seducción que, en la medida en que se basa en una forma de reconocimiento de la dominación, está hecha para reforzar la relación establecida de dominación simbólica. Y habría que enumerar todos los casos en los que los hombres mejor intencionados, (la violencia simbólica, precisamente, no opera al nivel de las intenciones conscientes) cometen actos discriminatorios que excluyen a las mujeres, sin planteárselo siquiera, de los puestos de autoridad, reduciendo sus reivindicaciones a caprichos, sancionables con una palabra de apaciguamiento o una palmadita en la mejilla, etc.; tantas opciones infinitesimales del subconsciente que, al acumularse, generan esa situación profundamente injusta a la que las mujeres se ven por lo general reducidas, y de la que dejan constancia periódica las estadísticas relativas a la representación femenina en los puestos de poder, sobre todo político.
Esta discriminación suave, invisible, imperceptible, sólo es posible con la complicidad de las mujeres, también inconsciente y forzada. La dominación masculina se encuentra con una sumisión tanto más difícil de destruir con las meras armas de la conciencia cuanto que está inscrita en los pliegues del cuerpo. Aun a riesgo de parecer exagerado, y para hacer comprender y sentir cosas cuya propia evidencia oculta, me gustaría evocar los testimonios de esos hombres que han descubierto, a través de padecimientos de torturas destinadas a feminizarlos sobre todo mediante la humillación sexual.
La dominación masculina, que hace de la mujer un objeto simbólico, cuyo ser es un ser percibido tiene el efecto de colocar a las mujeres en un estado permanente de inseguridad corporal, o, mejor dicho, de alienación simbólica. Dotados de un ser que es una apariencia, están tácitamente conminadas a manifestar, por su manera de llevar su cuerpo y de presentarlo, una especie de disponibilidad (sexuada y eventualmente sexual) con respecto a los hombres. Prueba en contra de la veracidad de este análisis, obviamente expuesto a parecer excesivo, es la transformación de la experiencia subjetiva y objetiva del cuerpo que determina en las mujeres la práctica intensiva de un deporte: desde el punto de vista de la mujer, el deporte modifica profundamente la relación con el propio cuerpo que, al dejar de existir sólo para otro o para elespejo (instrumento que permite no tanto verse, como se cree, sino intentar ver cómo lo ven a uno) deja de ser cuerpo para sí, cuerpo pasivo sobre el que se actúa, para ser cuerpo activo y actuante; desde el punto de vista masculino, aquellas que, al romper la relación tácita de disponibilidad se apropian en cierto modo de su imagen corporal, son percibidas como no femeninas, incluso como lesbianas.
Seducción del poder
Baste con indicar que la seducción que ejercen los poderosos, y el poder, no tiene su principio en alguna clase de perversión deliberada de la conciencia, sino en la sumisión que han inscrito en los cuerpos –bajo la forma de disposiciones inconscientes– todas las exhortaciones silenciosas del orden social, como orden masculino. Eso es lo que hace que la revolución simbólica invocada por el movimiento feminista no pueda reducirse a una conversión de las conciencias. Precisamente porque el fundamento de la violencia simbólica no reside en unas conciencias engañadas a las que bastaría con ilustrar, sino en disposiciones que se ajustan a las estructuras de dominación de las que son producto, no puede esperarse una ruptura de la relación de complicidad que la víctima de la dominación simbólica concede al dominante, más que a través de una transformación radical de las condiciones sociales de producción de esas disposiciones, que inducen a los dominados a adoptar respecto a los dominantes, y respecto a sí mismos un punto de vista que no es otro que el de los dominantes.

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