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Viernes, 4 de mayo de 2007

URBANIDADES

Conmigo o contra mí

 Por Marta Dillon

Ya se sabe que no es políticamente correcto hablar de Gran Hermano. Será por eso que la tentación es grande y es tan dulce rendirse. ¿Vale la pena aclarar que no se trata de analizar a la sociedad en general ni mucho menos cuestionar si el programa de marras es o no un reflejo de la misma? GH es lo que es, una ventana abierta a la banalidad y a cierta cuota de perversión que muchos y muchas gozamos con el permiso explícito que nos otorgan la televisión, la cantidad de espectadores y, por qué no, la necesidad de poner el cerebro en remojo durante un rato, ya que no sólo de cultura vive la gente. Pues bien, vamos al grano: resulta que en un juego –GH– una participante –Marianela– decidió, apresuradamente o no, problema de ella, meter las patas en el barro y usar una herramienta llamada “nominación espontánea” para exponer a otro participante –Diego– a la decisión “de la gente” sobre su futuro como finalista o no de dicho juego. La joven en cuestión, vapuleada en su momento y asistida también por el mismo a quien ella expuso, fue acusada en estos días por lo menos de traición. Y no sólo eso. Se juzgó su actitud retroactivamente, volviendo a analizar sus actos y sus dichos como si fuera un camino de migas que llevaba a la verdad: ella no tendría valores, según sus detractores; ella es una buena jugadora (pero de sus valores mejor no hablar), según sus tímidos defensores y defensoras en eso que se da en llamar “Debate” y que analiza los pormenores del juego los días en que GH no está en el aire con sus famosas galas de nominación y expulsión. A simple vista resulta exagerado, según quien esto escribe, hablar de traición cuando se está, desde hace cuatro meses, jugando a ver cómo sacar a algunos o a algunas (y hay que decir que los muchachos jugaron explícitamente con alianzas de género pensando que “las chicas” los ajusticiarían a ellos cuando, por ejemplo, uno de los participantes hizo gala de un machismo recalcitrante y bastante anacrónico para su edad cuando se jactó frente a los suyos de que él –Gabriel– quiso dar un “pico” y le metieron “la lengua hasta acá”, subrayando el dicho con un gesto elocuente). Traición, subjetivamente, claro está, sería en todo caso, entrar en un juego perverso y vestirse de Caperucita Roja. O entrar en un juego perverso a mostrar valores, en un galante y explícito menosprecio por las y los televidentes que necesitaríamos de esta exhibición para poder premiar a los buenos y, en definitiva, eliminar a los malos. Nada de esto hizo Marianela. Al contrario, la chica se bancó las chicanas del principio, resistió estoicamente las múltiples nominaciones de que fue objeto, convivió como pudo con quienes la nominaron y siguió adelante. Supo reírse de sí misma por el engrosamiento de su figura, habla de erotismo, fantasías sexuales, chimentos conocidos e inventados; nada extraordinario, es cierto, pero lo lleva con la hidalguía necesaria. Y encima, sobre el final, es capaz de usar su carta más pesada –exponerse ella también a ser la mala de la película– para asegurarse la entrada a la final junto con sus dos mejores amigos dentro de la casa a quienes se venía nominando sin pausa: Sebastián –el joven gay– y Mariela –la morocha irascible–. ¿Por qué no podía mover las piezas? ¿De qué se trata la traición en el mundo tv trash? Preguntas banales, también es cierto, pero, en fin, a mirarse en el espejo que a cada uno o cada una le toque. Con su gesto de audacia, Marianela puso en la final de GH un resto de diversidad que nada mal le hace a la tele. Se aseguró que hubiera dos chicas, un chico que se reconoció homosexual no sin dificultad y un cuarto que podría haber sido cualquiera pero resultó ser Juan, el bueno de Juan, el que siempre tuvo en cuenta los valores. ¿Por qué tanta iracundia entonces? ¿Por qué el participante Diego no podía estar nominado? Mucho se ha hablado de su pasado en el mundo del hampa, mucho habló él de cuán lejos había llegado al salir de la cárcel y colocarse en la pantalla familiar o entrar en diálogo directo con Jorge Rial, a quien veía todas las tardes en su casa de barrio (en fin). Lo cierto es que ese relato de caída y redención, tan caro al melodrama, hizo que sólo se pudiera estar con Diego o en contra de todos y todas las discriminadas de este valle de lágrimas. “Me mandaste a la ruina”, dijo el muchacho en cuestión a Marianela, como si él mismo no hubiera mandado “a la ruina” a uno por uno de los compañeros ausentes, más allá del éxito que haya tenido su voluntad en el momento de la nominación y sin jamás hacer mención de ese barro en que el joven, más que joven, Sebastián se ha estado debatiendo en las últimas semanas. Sería muy aventurado pensar que lo nominaban por puto (sabrán entender el uso del término), como es aventurado pensar que el modo en que salieron las mujeres del juego, de a una en fondo, rapidito y en abultado número, esconde una cuestión de género. Pero bueno, he aquí una reivindicación de esa mujer fatal que resultó Marianela, la que supo patear el tablero sin especular demasiado sobre su propia situación. Actitud guerrera, si las hay, y también saludable, por qué no.

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