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Viernes, 17 de octubre de 2003

De cómo la gallina adquirió una conciencia

Por Soledad Vallejos

Cuando una gallina pone un huevo, no pretende ser madre por tan poco. Poner un huevo no es nada... el mérito de la gallina comienza cuando empolla con conciencia, privándose de su valiosa libertad... en una palabra, merece el nombre de madre cuando cumple con sus deberes de madre.” Con ese espíritu pedagógico y fantástico, un tal “Dr. J. Gérard” aportaba su granito de arena a la creación de las nuevas madres, las abnegadas heroínas que venía necesitando el mundo desde mediados del siglo XVIII y que seguían haciendo falta, aún más, en el siglo XX. La economía iba modificándose y hacían falta gallinas concienzudas, que, ante todo, fueran obedientes ante el mandato de la naturaleza, porque eso era lo que se estaba jugando: la construcción de lo maternal como instinto. Se había creado –el Emilio (1762) de Rousseau mediante– un nuevo soberano (el niño, ante todo el niño), se había adoctrinado a los padres sobre las funciones de la paternidad, se había inventado el mito burgués de la familia feliz y cariñosa... pero faltaba un pequeño detalle: la sumisión de las mujeres al nuevo rol. Así que, si partimos de la base de que el instinto es, pura y exclusivamente, lo natural e inevitable (necesario, irreprimible, puro reflejo vital), habrá que reconocer que las mujeres de entonces debieron ser de lo más distraídas para no darse cuenta de lo que la madre naturaleza les estaba reclamando.
Cientos de años llevaban ya las mujeres desconociendo cualquier normativa que pretendiera extender la existencia de la relación maternal más allá del parto. Es más, ya venía de hacía rato la resistencia al parto mismo como instancia necesaria y vital por excelencia en la vida de las mujeres. En el mundo cortesano, y en las paupérrimas cotidianidades de las campesinas y artesanas, eran otras cosas las que importaban. Las filicidas existían desde hacía rato (por algo el mandamiento bíblico envuelve una amenaza no tan sutil: “Honrarás a tu padre y a tu madre, y vivirás largos años”), las nodrizas que se encargaban de los niños desde que llegaban al mundo reemplazaban a las madres aristocráticas (que no tenían ningún interés en amamantar a los recién nacidos) sin que nadie se preocupara demasiado por la inexistencia del día a día en el vínculo familiar. Las madres que no podían reconocer públicamente su maternidad abandonaban a los bebés habitualmente. Ese era el mundo previo a la instalación de la burguesía en el mundo del poder y las instituciones.
Intentando superar el miedo del “parirás con dolor”, las necesidades del nuevo desarrollo económico (la mortandad infantil era demasiado elevada, ergo, era preciso dedicarse a la conservación del niño desde sus primeros momentos) llevaban a promover la figura de la madre amorosa, dedicada enteramente a velar por su prole (y asegurarse de que fuera numerosa) y su marido, para realizarse mediante ellos. Fue la creación cultural del instinto: de golpe y porrazo, empezó a ser exaltado, como plantea Elisabeth Badinter en el apasionante recorrido histórico ¿Existe el instinto maternal? (Ed. Paidós), en tanto “valor simultáneamente natural y social, favorable a la especie y a la sociedad”. El problema, claro, es que no había caso: las chicas, descocadas y distraídas como eran, se negaban rotundamente a prestar oídos al llamado de la naturaleza. A la larga, el tránsito desde la figura de Eva (la desalmada, venenosa y arpía perdedora de la Humanidad) hacia la de María (toda dulzura y dedicación a los demás), terminó lográndose a fuerza de bordar el camino de discursos igualitaristas (la tutela sobre la descendencia como un poder compartido con el varón), promesas de felicidad (la maternidad colmaría todas las ansias femeninas, ¿qué tenían que andar buscando en la educación o la vida mundana?) y argumentos naturalistas (el de las gallinas, o el de la sabiduría cuasi animal de las madres-hembras primitivas). Casualmente fue por la misma época que el discurso médico empezó a demostrar mayor interés por la salud de las mujeres durante los embarazos y los partos.
Los modelos ejemplares no dejaban lugar a la duda: una auténtica mujer debía sentir por su hijo un amor inmenso, intenso, desde el parto mismo. Era la ley cuasi divina del instinto maternal, que sancionaba con el peso del castigo social el límite entre la buena mujer y la desnaturalizada. Nada había en ese amor de construcción vincular, debía ser instantáneo. Hasta entonces, sin embargo, todo se trataba en términos de responsabilidad: una madre desamorada, incapaz de amar profundamente a su recién nacido, como mucho, podía ser una irresponsable moralmente hablando. Con la teoría freudiana, el cuadro se completó: lo que el peso de la moral no podía inculcar, terminaría por hacerlo la culpa. Recupera Badinter que tres eran los factores que definían a la “mujer femenina”, tal como pontificó Hélène Deutsch (discípula de Freud) en La psicología de las mujeres: pasividad, masoquismo y narcisismo. Si el primer requisito impone la voluntad de obediencia, el tercero justifica la vanidad, al tiempo que balancea todo aquello que el inherente afán masoquista lleva a sufrir: “Porque una mujer normal no puede evitar su tendencia masoquista. Le es necesaria para superar las principales etapas de su vida: el acto sexual, el parto, la maternidad, etapas de la reproducción estrechamente vinculadas con el sufrimiento”. A las buenas chicas les gustaba sufrir, “aquella a la que no le gusta y se rebela contra su condición, no tiene más alternativas que sumirse en la homosexualidad o en la neurosis”. Entonces, sin chistar, no había más que acatar el discurso médico (ni hablar de las parrafadas higienistas) y moral, leer manuales pedagógicos y proclamar a los cuatro vientos qué tan fuerte sentía una el instinto maternal, ese regalo de Dios capaz de inventar gallinas con conciencia.

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