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Domingo, 28 de junio de 2009

Una puesta en escena

La cuarta novela de Sara Rosenberg, escritora argentina radicada en España, plantea una ambigua manera de mirar la realidad aparente y su trasfondo político.

 Por Nina Jäger

Contraluz
Sara Rosenberg

Siruela
156 páginas

La cuarta novela de Sara Rosenberg tiene algo de policial: hay un crimen, una persona –o varias, en realidad– con motivos para investigarlo, unas extrañas circunstancias de muerte y mafia, negocios y más crimen por detrás. Todo esto, más teatro. Porque más allá de las alusiones al mundillo –una actriz, sus ensayos, su marido, un director de renombre, obras de Jean Genet, productores y falsos periodistas del mundo del espectáculo– Contraluz parece tener una escena teatral atrás de otra y se nota con agrado que la autora (ganadora del premio internacional de teatro La escritura de la diferencia 2006), las maneja con la sutileza de una constante puesta en escena.

Una actriz de teatro alcohólica cree que mataron a su marido, que desapareció de su casa en Madrid hace varios días. Pero a ella nadie le cree porque la acusan de paranoica: piensa que algunas personas, las mismas a las que atribuye el asesinato de su marido, entran a su casa todos los días a cambiarle los objetos de lugar. Puede haber motivos muy diferentes para investigar una muerte misteriosa. Esa paranoia de la protagonista es una versión exagerada y enfermiza de la curiosidad de un detective, que la mueve a descubrir una verdad aunque más no sea por desmentir lo que se dice de ella.

Pero como todas las cosas vistas a contraluz, de repente la paranoia deja de ser tal, el más loco es en realidad el más cuerdo y los que parecían amables, viejos amigos, están en realidad entongados con Bussi, los militares y la desaparición de personas. Nada en Contraluz es lo que parece.

En un solo hilo, en una misma situación, se cuentan muchas historias al mismo tiempo, todas recorridas por la persecución y el miedo, que para los personajes, buenos y malos, es una manera “de reflexionar, de soñar, de hablar”. Y cuanto más se sabe de aquella muerte misteriosa mejor se ven los contrastes entre perseguidores y perseguidos.

La autora parece tener muy claro el momento más conveniente para salirse con frases excelentes, ácidas, pero que sobre todo se meten de lleno en los personajes sin abandonar en ningún momento la tercera persona. Y así parece que la voz que cuenta la historia es una constante conversación de lo que no se dice.

Da gusto encontrarse con un libro donde todas las cosas desde un principio tienen “sabor a secreto”. Como si Rosenberg hubiese podido medir la dosis exacta de palabras para lograr una escritura con aplomo y ligera al mismo tiempo, en Contraluz nunca se sabe lo suficiente como para dejar de leer. Toda la novela tiene esa sonoridad especial de la literatura argentina escrita desde Madrid.

Develado o no el misterio de la muerte, se da vuelta la que parece la última página y se tiene, por suerte, un epílogo que aplaza al menos un poco más el final ineludible. Y es ese epílogo el que pone el punto final necesario en la historia: porque la novela aborda temas de la realidad política argentina y española, parece que fue necesario aclarar, antes del fin de la última página, que lo demás es literatura.

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