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Domingo, 6 de enero de 2013

La música del azar

Después de siete años sin publicar, Martín Rejtman vuelve al ruedo literario con Tres cuentos, relatos que marcan una continuidad con la obra iniciada con Rapado y, a su vez, ofrecen una prueba de madurez. Tramas que se anulan unas con otras, personajes que pasean su misterio por shoppings, fiestas, residencias y lugares de veraneo, silencios elocuentes y palabras lacónicas. Con estos materiales siempre frágiles y al borde de la extinción, Rejtman ofrece una nueva prueba de su extraño talento.

 Por Juan Pablo Bertazza

Si tuviéramos cabal conciencia y total conocimiento del futuro de nuestra vida (dónde y cómo vamos a terminar, haciendo qué cosa y junto a qué personas), ¿cuántas de las acciones cotidianas que realizamos sin dudar seguiríamos realizando? O, dicho de otra forma, ¿qué porcentaje de nuestra conducta, de nuestro comportamiento, remite directamente a la falta de control e incluso a nuestra total ignorancia acerca de lo que va a sucedernos a corto y largo plazo? Ese es el tipo de preguntas que surgen como balsas endebles, y a las que, no obstante, nos aferramos como si pudieran salvarnos de la deriva cada vez que leemos una literatura como la de Martín Rejtman. Y ésa es, en todo caso, una de sus virtudes.

Su flamante volumen de cuentos –o nouvelles– viene a confirmar algo: cuando leemos cualquiera de sus libros o vemos alguna de sus películas, hay una categoría que se cae y otra que se agiganta. Se cae, pierde sentido y pertinencia la vieja cuestión del narrador omnisciente, aquel que todo lo sabe acerca de los hechos y acerca de lo que sienten, piensan y hacen sus personajes. Con Rejtman y su literatura llena de saltos, elipsis, omisiones y derroche de líneas argumentales, el asunto del narrador omnisciente se rompe en mil pedazos. Por el contrario, la relación entre literatura y vida adquiere una importancia fundamental. Por muchos motivos, pero sobre todo porque la arbitrariedad que rige sus libros parece abrevar mucho en las leyes no escritas, inefables, indescifrables de la vida.

Destino, azar o simple caos. Aunque cueste etiquetarla, se trata de una clara, evidente y notable fuerza que opera en toda su obra: un principio que hace que muten personajes y protagonistas, que se pierdan para siempre algunas líneas argumentales y termine tomando un rol decisivo un personaje menor o alguna circunstancia en principio poco relevante. En ese sentido, resulta por lo menos curiosa la división de este libro en tres nouvelles, es decir, la instalación de las fronteras que separan un relato de otro: teniendo en cuenta que cada historia parece desembocar siempre de manera inesperada, y dado que también existen algunos lazos secundarios que unen los tres relatos.

Tres cuentos. Martín Rejtman Mondadori 286 páginas

“No era el plan, pero todos terminan en una fiesta en una terraza en Villa Crespo”; “y deciden empezar por ahí y después ver” son algunas de las frases típicas de este libro que transparentan la propia poética de Rejtman. Una poética que, efectivamente, podría asemejarse a lo que sucede a lo largo y ancho de una festiva noche de caravana bajo efectos etílicos y alucinógenos, cuando la cantidad de asistentes sufre permanentes modificaciones, y la experiencia y el destino final terminan siendo totalmente imprevisibles.

También es una poética –y las frases breves y poco enfáticas de Rejtman apuntan también a eso– que tiene mucho de esas publicidades en las que se habla de manera vertiginosa, sin errores, sin problemas de dicción, pero con tanta velocidad que el sentido de lo que se dice termina eclipsado por la adrenalina y la unión inesperada de algunas palabras que terminan diciendo, acaso, otra cosa.

En la literatura de Rejtman nada parece quedar indemne a los efectos de ese principio: las profesiones mutan por azar –es el caso del primer cuento, en el que Esteban de manera inexplicable, “tiene la impresión de empezar una nueva carrera de escritor casi por distracción, su excusa para abandonar la pintura es que no tiene lugar, en el departamento no entraría nada más grande que su cuaderno”–. También pierde vigencia el sentido común, la percepción estandarizada de la realidad (“a Esteban le llama especialmente la atención un brócoli esferizado, que es simplemente eso, un brócoli al que de alguna manera incomprensible se le dio la forma de una esfera perfecta”). Ni siquiera los lazos sanguíneos quedan indemnes. También en el primer relato, la hermana de Julio decide no hablarle más y quedarse del lado de la familia de su cuñada, en venganza por el hecho de que su hermano se fue con otra mujer.

Tampoco los efectos alucinógenos sobreviven. En el segundo relato, “Eliana Goldstein”, los efectos de la marihuana que fuma el protagonista quedan totalmente subsumidos en la música clásica que toca diariamente un vecino de su edificio. Y, siguiendo con esa destrucción en masa, tampoco quedan indemnes las leyes naturales de la física, ya que Diego, uno de los personajes del tercer relato, pega un inexplicable estirón de un metro sesenta a un metro ochenta y nueve sin ningún tipo de predisposición genética (ya que sus padres y abuelos son bajos) más allá de la sugestión de empezar a adentrarse en el ámbito del deporte en general y del rugby en particular.

Como aquel clásico inoxidable de Keane, “Everybody’s changing”, acaso la madurez de este libro consiste en que los personajes de Rejtman son iguales a los de Rapado, Velcro y yo y Literatura y otros cuentos, sólo que ahora parecen totalmente conscientes de que todo fluye, nada permanece. Luego de siete años sin publicar, Rejtman también volverá al ruedo en el terreno del cine ya que, en marzo, comenzará el rodaje de su nueva película Dos disparos. Lo notable es que, entre tanta asepsia, tanto cambio y tanto caos que reina en sus argumentos, su obra anfibia (tan minuciosamente equilibrada entre la literatura y el cine) sigue dejando, incólume, su huella inconfundible.

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Imagen: Daniel Dabove
 
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