libros

Domingo, 4 de mayo de 2003

Maldito Mito

por Alan Pauls
Como pasó con Rosas o con Evita, aunque de manera menos pública y accidentada, los restos de Osvaldo Lamborghini acaban de ser repatriados. Éste es uno de los significados de Novelas y cuentos I (Sudamericana), la primera antología de Lamborghini que se publica en el país desde 1980, cuando Fogwill decidió incluir el magnífico Poemas en el catálogo de su editorial Tierra Baldía. A fines de los años ‘80, cuando un primer Novelas y cuentos salió en España, bajo el sello Serbal, la lamborghinofilia porteña no supo bien qué pensar. Por un lado había euforia: la edición incluía un puñado de inéditos largamente esperados (Las hijas de Hegel, El Pibe Barulo, El Cloaca Iván) y reunía por primera vez en un solo volumen –¡y con tapa satinada!– lo que la comunidad lamborghinófila ya se había acostumbrado a leer, más bien a gastar, en las ediciones casi clandestinas de Chinatown (El fiord) y de Noé (Sebregondi retrocede), en revistas exquisitas pero extinguidas (Innombrable publicó “La causa justa”) o en fotocopias mugrientas (“Matinales”, “Neibis”). Por otro, un cierto malestar: ¿estaba bien sacar al maldito de su aguantadero y emparedarlo entre dos cartones suntuosos, oficializando con la dignidad burguesa del Libro las injurias, la violencia, los fantasmas deformes que sus feligreses habían aprendido a gozar en subediciones estilo fanzine? Y ¿estaba bien que la responsable de ese inesperado ascenso social del monstruo fuera una editorial española?
Ya está. Entre la muerte de Lamborghini en 1985, en Barcelona, y esta rentrée póstuma, pasó casi todo lo que tenía que pasar. Hubo dos recopilaciones españolas (Novelas y cuentos y Tadeys) y un librito-objet d’art co-firmado por O.L. y Arturo Carrera (Palacio de los aplausos, publicado por Viterbo); hubo artículos, papers, tesis; hubo cierto “derrame” de lamborghinismo en regiones no literarias de la cultura argentina (el teatro de Ricardo Bartis, la lírica de Patricio Rey, el imaginario de Fito Páez); hubo un albacea genial (César Aira, que prologó los dos libros de Serbal, epiloga éste de Sudamericana y cada día perfecciona un poco más su papel de “doble limpio” del muerto) y un vigía con buena memoria (Germán García, que epilogó la edición original de El Fiord, y en 1986 publicó “La intriga de Osvaldo Lamborghini”, una severa semblanza del “populista oligárquico” con el que había roto relaciones en 1975), y ahora hasta hay en curso una biografía que parece dispuesta a contarlo todo (ver recuadro). “Ya está” quiere decir: Lamborghini el Maldito ya es un Maldito Mito. Una vida errática y una muerte triste y lejana habían logrado hacer de él un misterio, eso, exactamente eso que un albacea fiel y un puñado de detractores “resuelven” tiroteándose con sus versiones contradictorias: los “modales aristocráticos” y la “severa cortesía” (Aira), la “mala fe” (Masotta) y el “cinismo” (García). Y merecer la contradicción de los otros –merecerla post mortem– es la manera más clásica de ser un mito.
¿A quién creerle? ¿A Aira, que ve en Lamborghini a un caballero gentil, un fundador, un artista de la perfección? ¿A García, que lo describe como un manipulador, un pequeñoburgués asustado, una víctima mimética de El Antiedipo? Lamborghini está muerto, muerto y editado acá, en la Argentina, donde todavía florecen muchas de las voces socio-psicóticas que aúllan en sus textos. ¿No es una buena razón para pasar del creer al leer? Yo, por mi parte, confieso que ambas versiones oficiales me inspiran lecturas levemente desviadas: la de Aira, que hace hincapié en la obra de Lamborghini, la leo en realidad como una variante peculiar del autorretrato (el autorretrato de Aira); la de García, que hace hincapié en su “vida” –o su “novela familiar”–, como una lectura particularmente perspicaz del dispositivo retórico de su “obra” (la obra de Lamborghini). Yo vi personalmente a Lamborghini una vez, una mañana, en una pequeña librería de la avenida Santa Fe, y lo que más recuerdo de ese encuentro essu mano blanda y húmeda. Es lo único que quedó de este lado de lo que Lamborghini era, es y acaso siga siendo: una literatura.
En Novelas y cuentos I reaparecen textos clásicos como El fiord, Sebregondi retrocede, Las hijas de Hegel, y los relatos “Matinales”, “Neibis”, “La mañana” y “Sonia (o el final)”. Es en los inéditos donde la edición de Aira se aparta de la de Serbal: en este caso han salido “La causa justa” y los dos relatos porno (El Pibe Barulo, El Cloaca Iván), probablemente relegados a un tomo ulterior, y ha entrado una serie de materiales fechados en los alrededores de 1982, cuando Lamborghini iba y venía entre Buenos Aires, Mar del Plata y Barcelona: dos textos breves de disparatada temática sindical (“El convenio colectivo” y “¡Escribir como cualquier cosa!”), la narración de un ardiente ménage-à-trois protagonizado por el personaje-enigma de Lamborghini, Juana Blanco (“M’hija”), una impresionante descripción de la vida en Barcelona o, para decirlo con sus propias palabras, del proceso de “evaporación del contexto” (“Naufragio”), y una prosa final (“Todo en la vida”) en la que Lamborghini se entrega de lleno a uno de sus máximos deleites: declinar las aventuras de una frase.
Un botín jugoso. Una vez más, gracias a la topología alucinatoria que hizo célebre a Lamborghini –la misma que fue capaz de implantar un fiordo en medio de una célula revolucionaria argentina en pleno trabajo de parto-, nos toca asistir a algunos pasos de comedia imborrables: en uno, el mismísimo general Perón, con su proverbial campechanía, le reprocha a Lamborghini padre –”asesor del general Savio”– la falta de “un soberano montón de mangos” en cierto contrato para fabricar tanques; en otro, Lorenzo Miguel matea a las cinco de la mañana en el jardincito de su casa mientras Isabel Perón brinda junto al ataúd de Raymond Roussel; en un tercero, Andrés Framini, “el tan tan injustamente olvidado por las glosas y los aires”, corre peligro de ser devorado por un enjambre de tadeys, esos angurrientos logotipos animales de la literatura de Lamborghini; y más adelante, Rosa y Rubén, dos metalúrgicos de ley, piensan cómo escabullirse de una manifestación de la UOM, cómo juntar las monedas necesarias para pagarse un turno de hotel alojamiento. Sí, es la Argentina la que vuelve en Novelas y cuentos I: pero no el país que se “enfiestaba” alegóricamente en El fiord sino más bien un amasijo de restos, ruinas, despojos de nacionalidad que quedan ahí, flotando en un agua de naufragio (llamémoslo exilio, llamémoslo dictadura militar o demencia), y se niegan a desaparecer, a olvidarse o a cambiar de forma. Son fijaciones, fetiches que funden algo de la historia nacional con la historia familiar y que reaparecen periódicamente en Lamborghini como piedras anacrónicas, irradiando al mismo tiempo una vitalidad cómica y una languidez rancia, como de ropa apolillada.
Pero a lo que asistimos, en rigor, es al despliegue de una experiencia que cada vez nos acostumbramos más a conjugar en pasado: la experiencia de una soberanía literaria brutal, que hace de la lengua –¿alguien se acuerda, hoy, en la prosa, de eso que se llamaba lengua?– algo tan opaco, táctil y biodegradable como un cuerpo, y del escribir un proceso casi químico en el que “narración”, “poesía”, “ensayo”, “fabulación”, “personajes”, “intriga”, son el efecto de acumulaciones, precipitaciones, coagulados, y tienen lugar siempre delante de nuestros ojos, en vivo. Es el salto, gran mecanismo y a la vez gran objeto de la literatura de Lamborghini: el salto de lo informe al relato, por ejemplo, pero también de la cantidad a la calidad, de la poesía a la prosa, del afuera al adentro, y también ese alarde de velocidad que consiste en abolir todo lo que hay entre dos puntos, no saltar sino saltearse: “filmar directamente sobre la pantalla”, “hacer de la necesidad virtud y de la prosa verso”, “publicar lo que nunca escribiré”... Leemos Novelas y cuentos I y tenemos la sensación –en el goce, en la gracia, en el rechazo, aun en el tedioque trabajan nuestra lectura– de que la literatura, por un momento, vuelve a ser el Todo, que es el nombre más a mano que tenemos para nombrar el paraíso y el infierno.

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Osvaldo Lamborghini con Arturo Carrera en su casa de Pringles
 
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