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Domingo, 10 de marzo de 2013

ONFRAY CONTRA LA BIOGRAFíA

Piedad por Derrida

 Por Michel Onfray

Jacques Derrida les temía a los biógrafos y a las biografías. Tenía razón. De hecho, cayó en manos de un biógrafo, Benoît Peeters, tal como todos nosotros quedaremos a merced, algún día, de un empleado de pompas fúnebres. El biógrafo sostuvo un diario de su biografía, que apareció bajo el título de Tres años con Derrida.

Se trata de un hombre que se hizo conocido por haber hecho una biografía de Hergé, por sus colaboraciones en distintas historietas y por ser un especialista en Tintín –todos títulos de nobleza filosófica, por supuesto– que quería escribir una biografía pero ¡sin saber sobre quién! Y empezó a tantear: quizá Magritte, quizá Jérôme Lindon, pero ¿por qué no otra personalidad? Entonces se dejó tentar por una editora y aceptó el encargo de hacer un Derrida.

Preocupado por descubrir el “método” de este hombre, que ha subtitulado su libro Las libretas de un biógrafo, me sobresalté al descubrir que reivindica una ¡”lectura flotante” de la obra de Derrida! De la misma manera que Freud conceptualizó la escucha flotante en la técnica psicoanalítica para justificar el adormecimiento del psicoanalista en su sillón (confesión autobiográfica hecha en una carta al médico alemán Wilhelm Fliess, fechada el 15 de marzo de 1898), intentando explicarlo todo en términos de que, a pesar del sueño, los inconscientes se continúan comunicando, Benoît Peeters cree que él puede leer distraídamente la obra completa del filósofo sin que la calidad de su biografía se vea afectada.

Así se comprende por qué el hombre no ama a los que no les gusta Freud y tiene en tan alta estima a los defensores de la parapsicología vienesa. Comprendemos entonces que le pueda quedar tiempo disponible robado a su “no lectura” de Derrida, para emprender un gran uso de Google y de Internet y alcanzar así sus “verificaciones incesantes”, o que pueda ir de cita en cita para encontrarse con eminencias como Bernard-Henri Lévy, Julia Kristeva o Philippe Sollers, cuando no Jean Birnbaum, cuya única gloria consiste en... ¡haber sido el último periodista en haber entrevistado a Jacques Derrida! O incluso Elisabeth Roudinesco, cuyo extenso saber lo sumerge en abismos de inhabitual modestia –Peeters escribe después de un encuentro: “Me asusté y me fastidié por la amplitud de mi ignorancia”–. Conclusión de las visitas realizadas a personalidades de esa talla: “¡Qué suerte tengo de poder contactarme con gente tan destacada!”.

En ese sentido, valoramos algunos de los pasajes consagrados a Michel Delorme, fundador de la editorial Galilée (la que publicó al filósofo), que se negó a colaborar de cerca y de lejos en esta biografía en la que Google parece haber tenido más lugar, según cuenta su propio autor, que aquella fuente auténtica que no ha revelado ningún secreto. El silencio de Delorme vale como una invitación a una “lectura paciente” de la obra de Derrida, algo que exige, por otra parte, la forma misma de su obra –en las antípodas de esa “lectura flotante” que constituye una especie de insulto post mortem...–.

A manera de antídoto contra esa mala acción intelectual, podremos leer y meditar sobre Derrida, leer por ejemplo Políticas de la amistad o El derecho a la filosofía, o reflexionar acerca de cómo sería una auténtica biografía filosófica, que incluso volviera posible esa filosofía de la biografía que lastimosamente intenta construir en cinco páginas el especialista en Tintín. Pero una obra tal exige obreros trabajadores y aguerridos, es decir, obreros de otra temple.

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