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Domingo, 1 de junio de 2003

Tengo la mano terriblemente agarrotada

POR DIAMELA ELTIT

Mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió en virgen. Como una virgen, me anunció la escena del parto. Me la anunció. Me la anunció. La proclamó.
Ocurrió una extraña fecundación en la pieza cuando el resto seminal escurrió fuera del borde y sentí como látigo el desecho. “¡Oh, no!, ¡oh, no!”, dijimos a coro al percibir la catástrofe que se avecinaba. Evolucionábamos a un compromiso híbrido, antiguo y asfixiante que nos sumergió en una inclemente duda.
Decidí entregar a María de Alava la custodia del niño que acabábamos de gestar. Lo decidí en ese mismo instante original como ofrenda y perdón para las culpas familiares.
(El niño venía ya horriblemente herido.)
María de Alava, que había presenciado toda la escena, hizo un canto mímico que alababa nuestra unión y dijo:
–La familia sudaca necesita mi ayuda. Este niño sudaca necesitará más que nadie mi ayuda.
El acto quedó sellado. Para entenderlo era preciso repetirlo hasta borrarlo. Pisoteando a su virgen que llamaba el mal, que significaba el mal, María Chipia se dobló en el suelo y su boca mordió el polvo. Desnudo, como hijo de Dios. Me debatí en la mancha de sangre. Iracunda, como hija de Dios.
(El niño venía en la paz cetrina de su mal semblante.)
Me incliné para excusarme por mi sexualidad terrestre. María Chipia y María de Alava apelaron al erotismo de las masas. Yo, una de ellos, caí en laxitud después de la lujuria, sin forma ni cuerpo y con una espantosa fractura moral.

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