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Domingo, 15 de diciembre de 2002

PáGINA 3

La televisión imposible

POR HORACIO BERNADES
Empezó dubitativa, lagunera, metiendo la pata en más de una ocasión y dando la sensación de que sus responsables no sabían muy bien a dónde querían ir. Unos meses más tarde, “Tumberos” va camino de convertirse en lo más parecido a “Twin Peaks” que haya producido la televisión argentina en toda su historia. No es que la serie producida por Ideas del Sur se zambulla en el onirismo y el sinsentido, como ocurría con la serie de David Lynch. Por el contrario, mantiene las apariencias de realismo y de lógica que le permiten seguir siendo la serie más caliente de un canal de rating casi helado. En lo que la serie dirigida por Adrián Caetano se parece a la de Laura Palmer es en que parecería permitírselo todo, aun (especialmente) lo que se supone prohibido, en un medio tan reacio a todo asomo de experimentalismo como es la televisión. Cineasta habituado a hacer lo que se le venga en gana (para verificarlo no hay más que comparar el corto fantástico Cuesta abajo con el realismo de Pizza, birra, faso, a esta última con Bolivia, y a todas ellas con el western urbano Un oso rojo) ante la consolidación de “Tumberos” en términos de audiencia, Caetano procede con una lógica inversa a la de todos y cada uno de los directores televisivos. En lugar de seguir por el mismo camino, prueba todos los caminos posibles. Los desanda, se desvía y sale disparado para otro lado, desalentando expectativas y produciendo el efecto contrario a lo que los productores, público y anunciantes esperan de una serie. Que no es otra cosa que la estabilidad, la continuidad, la seguridad.
A esta altura, la ceremonia de cada lunes a las 23 por América TV no consiste en aguardar la infinita repetición de lo conocido, sino en sentarse a esperar lo inesperado. El héroe inocente puede resultar culpable del crimen del que se lo acusa, además de apuntar para “poronga” dentro del implacable escalafón carcelario. El líder temible y despiadado –cuya megalomanía quedó expresada en el gigantesco retrato pintado por uno de sus subordinados, donde se lo veía como nuevo César– puede terminar convertido en un patético fantoche. Y sus amedrentados seguidores pueden mutar a terribles verdugos. Inversamente, el alcaide-fantoche, cuyas principales preocupaciones consisten en tener siempre a mano una buena provisión de galletitas de chocolate y jueguitos de computadora, de pronto acalla un motín a sangre y fuego, deviniendo en pequeño Maquiavelo. Una abogada muy modosita y bien intencionada descubre las fascinaciones de la magia negra, asesina a alguien a distancia siguiendo un rito vudú y termina despanzurrada por los miembros de un culto, cuyos rituales fundantes consisten en violar y sacrificar inocentes.
¿Hasta dónde llegará la conexión entre satanismo y política nacional, representada por el diputado todopoderoso que preside la secta? ¿Cómo terminará de redondearse el personaje de Gastón Pauls, yuppie con yate cuyas apelaciones revolucionarias no se contradicen con asesinar traficantes de droga que hablan indistintamente en inglés o en ruso, a la vez que fiestea con chicas pero ama a un hombre? ¿Y el personaje de Alejandro Urdapilleta, que pudiendo estar fuera de prisión prefiere quedarse allí, leyendo a Marx o el Tao y digitando oscuras operaciones en el afuera? O la bruja de Mirtha Busnelli, que desventró a su hija por amor. ¿Qué pasará con Willie Marmotta, que en un episodio se despidió para siempre y ahora acaba de reaparecer? ¿Qué seguridad puede dar una serie cuya protagonista femenina es asesinada sin previo aviso, dejando al espectador con la sensación de que cualquier cosa puede pasar?
Hubo una escena de “Tumberos” digna de figurar en una antología maestra de la impresivibilidad. Fue aquella en la que, en cuestión de minutos, se comunicó al espectador la siguiente serie de informaciones: 1) El yuppie de Gastón Pauls y el gurú carcelario de Urdapilleta son socios; 2) La sociedad de ambos tiene algo que ver con un proyecto de subversión a gran escala; 3) Los dos son novios, lo cual se supo por el amoroso, apasionadobeso de lengua que se estamparon al final de la escena, filmado con la misma naturalidad y falta de énfasis que pudo haber tenido un apretón de manos. Un episodio empezó con un insólito clip musical en el que uno de los internos, subido a una mesa, interpretó un playback de “Libre”, el tema más famoso de Nino Bravo (y que incluía los créditos de título del tema, intérprete, sello y director, tal como se estila en MTV). Hubo desnudos frontales, apaleamientos espantosos y vísceras colgando, al mejor estilo gore. Hubo un sueño (hubo muchos sueños en “Tumberos”) en el que se veía a un caballo al palo. Hubo pequeños diccionarios vivientes sobre lenguaje carcelario y terminología umbanda. Los títulos de crédito de cada episodio tienen un diseño distinto, que tanto puede representar un álbum de fotos móvil de todos o alguno de los protagonistas, contar a toda velocidad una serie de hechos cruciales o encontrar a los personajes de la serie bailando cumbia. Y eso sí que es raro y subversivo para los códigos televisivos, para los cuales la continuidad (visual, temática y de estilo) es tan sagrada como una tabla de la ley.
Lo más importante de todo: “Tumberos” está por terminar, y nadie tiene la menor idea de cómo va a hacerlo.

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