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Domingo, 17 de octubre de 2004

HOMENAJES > 20 AñOS SIN TRUFFAUT

Un poco de amor francés

Esta semana se cumplieron 20 años de la muerte de François Truffaut. Rodrigo Fresán, truffautiano de la primera hora, le rinde homenaje. Y seis grandes directores revelan todo lo que les deben a sus películas.

El hombre doméstico
Por Rodrigo Fresán

La otra noche volví a ver El niño salvaje –película de François Truffaut de 1969, suerte de versión cientificista de My Fair Lady-. en un cine-arte del barrio de Gracia, en Barcelona. La había visto tan sólo una vez, durante mi infancia, en alguna de esas desaparecidas salas de arquitectura rara y butacas tan incómodas de la calle Corrientes. Y tengo que decir que volvió a conmoverme. Porque –vaya a saber por qué– siempre me emociona ver a Truffaut, ya sea en La noche americana o en Encuentros cercanos del tercer tipo. Y digamos que Truffaut me emociona porque Truffaut tiene cara de Truffaut. Es decir: no podría haber tenido otra cara; y hay algo de justiciero en el hecho de que alguien tenga la cara que le corresponde. A la salida de la proyección, me compré ese nuevo libro de la editorial Taschen dedicado al director francés. Páginas desbordantes de fotos de Truffaut donde aparece colgado de una cornisa, en el techo de un auto, subido a una tarima, siempre junto a la cámara. “Ah, he aquí la verdadera diferencia entre el cine y la literatura”, recuerdo haber pensando entonces.
Y, de acuerdo, están los truffautianos exquisitos que lo recuerdan por Jules y Jim y Las dos inglesas y el continente (sus adaptaciones que se apropian para siempre de las dos novelas de Pierre-Henri Roché); los cultfreaks que se inclinan por sus revisiones de David Goodis, Ray Bradbury, William Irish, Henry James, Charles Williams o Henry Farrell; los perversos que se obsesionan con La historia de Adele H o La mujer de la puerta de al lado; los que prefieren esas rarezas huérfanas que son La piel suave y L’argent de poche y hasta existen los degenerados perdidos que suspiran ante esos falsos Lelouchs que superan al original y que son La noche americana o El último metro. Por último –pero en primer lugar, me incluyo– estamos los más abundantes: los que asocian automáticamente el reflejo de François Truffaut al espejo de Antonie Doinel. O viceversa. En los cuatro largometrajes más bonus/corto que componen este ciclo donde Truffaut es más escritor que ningún otro cineasta –Los cuatrocientos golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga; a las que se puede agregar esa suerte de variación con otro rostro y sublimada que es El hombre que amaba a las mujeres– el francés, literalmente, poseyó al actor Jean-Pierre Léaud entre 1959 y 1979. Son –a diferencia de El niño salvaje– películas que veo una y otra vez (el año pasado fueron recopiladas en DVD junto al corto Les Mistons y abundante material de entrevistas y extras en una gloriosa cajita/maletín del sello norteamericano The Criterion Collection como The Adventures of Antoine Doinel) y que no cansan nunca y que siempre alegran. Ahí adentro hay cuatro décadas de Truffaut domesticando a su imagen y semejanza a este niño salvaje para convertirlo en un hombre doméstico pero nunca del todo domesticado: el símbolo perfecto del romanticismo parisino, alguien que se enamora, se divorcia para así poder enamorarse otra vez, y corre, y sigue corriendo. Que Léaud acabara teniendo un rostro demasiado parecido -aunque no tan emocionante– al de Truffaut no sorprende demasiado a nadie, pienso.

Dos Sabemos por la excelente biografía de Antoine de Baecque y Serge Toubiana –que, misteriosamente, ninguna editorial ha traducido aún al español– que Truffaut tenía pensado filmar treinta películas y, después,mudarse a la literatura. Su primer libro sería una autobiografía. El que Truffaut haya muerto joven –por estos días se cumplen veinte años de su desaparición, con veinte películas en el bolsillo, diez menos de las que se había propuesto estrenar antes de cambiar de oficio pero no de mirada– no le impidió divertirse a costa de las ambiguas mareas que funden al papel con el celuloide. Y es así como se vale de Les salades de l’amour (libro autobiográfico que en El amor en fuga firma Doinel y que leemos a oscuras y sentados en la butaca del cine: novela imposible sobre el doble y el triple) para confundir lo ya confuso. Ya no sólo brilla el enigma à clef de ¿Doinel = Truffaut = Léaud?, sino que ahora también nos enfrentamos con una nueva faceta del misterio: el mentiroso Doinel ficcionalizado por sí mismo dentro de una ficción que quizá nos revele detalles imprescindibles sobre el verdadero Truffaut. Pero ya se sabe, ya lo dijo Truffaut: “Los films y la literatura son más suaves que la vida”. Y más escurridizos. Condición ésta que más de una vez puede llegar a irritar a los lectores y espectadores y relaciones del fantasma.
De ahí que Christine –ex esposa de Antoine Doinel– apenas superada la lectura de la última página de Les salades de l’amour, mire fijo al autor, le señale con todos los colores y una por una a las mentiras allí impresas en blanco y negro, y le advierta que “una obra de arte nunca puede ser un ajuste de cuentas con el mundo”.
De ahí que entonces –en cornisas o en techos– Antoine y François sonrían para otro lado, seguros de que una obra de arte sólo puede ser exactamente eso.
Descansen en paz.


El fantasma desaparece
Por mos Gitaï
¿Cómo influyó Truffaut en mi trabajo? Las relaciones entre las películas son complicadas. Quizá haya otros más capaces que yo de identificar la presencia o la falta de esas influencias. Pero también está la cuestión de Truffaut mismo, de la relación que tenía consigo mismo. Un asunto que no está resuelto y sigue siendo una incógnita que Truffaut, supongo, habría apreciado bastante. Es evidente que a todos nos gusta exponer sólo algunas de nuestras facetas. El costado directo de Truffaut, esa falta de exhibición de inteligencia, cierto refinamiento, esa actitud creó un cine moderno fundado en la tradición francesa. Parece contradictorio, pero no lo es. Renoir y Jacques Demy, pero no sólo ellos; también, quizá, Melville y Franju, que trataban de articular un relato en un determinado lugar –Francia– y su tejido de relaciones. Una película, ese fantasma siempre ambicioso, que a veces cumple sus promesas y de golpe desaparece al final de la proyección y nos deja abandonados ahí, en una sala a menudo fea, sin ningún halo palpable, apenas como una huella en la memoria.


Un amor oceánico
Por Hou Hsiao-hsien
En una leyenda china hay un rey que gobierna el mar. Lo llaman el rey mar-dragón. Un día, su hija, princesa del mar, se casa con un letrado. Decepcionado por el matrimonio, el rey mar-dragón decide encerrar a su propia hija en un palacio. Para salvar a su mujer, el letrado piensa entonces en vaciar el agua del mar llenando grandes cacerolas y haciéndolas hervir hasta la evaporación total... Un inmortal, enterado de esta historia, se propone ayudarlo y realiza un pase de magia en su cacerola. Cuando el agua sube un grado, la temperatura del mar también sube un grado. Muy rápidamente, el agua de la cacerola alcanza el punto de ebullición y el mar se agita cada vez más, como atravesado por un tornado ardiente. Asustados, todos los mamíferos marinos escapan.
Empeñado en que el mar vuelva a tranquilizarse, el rey mar-dragón termina enviando a su hija a tierra firme para que se reúna con su marido. A partir de entonces, al letrado lo llaman “el hombre que hizo hervir el mar”. En el cine de Truffaut, los hombres y las mujeres son como ese “hombre que hizo hervir el mar”. Son apasionados del amor. En cierto sentido, ¿Truffaut no será también ese hombre?


Los recuerdos escondidos
Por Abbas Kiarostami
¿Qué influencia tuvo Truffaut en mi trabajo? Difícil decirlo. ¿La tuvo o no? No puedo pretender que he sido inmune a su influencia: era uno de mis cineastas preferidos, y me han marcado otros cineastas con los que compartí muchas menos afinidades. Por ejemplo: nunca pensé que Chaplin hubiera podido influenciarme, pero cuando me tocó hablar de El pibe y me senté y vi la película por segunda vez, 45 años después de la primera, descubrí no sólo que había influido en mí de manerasignificativa, sino también que casi inconscientemente le había robado un plano para usarlo adentro de uno de los míos. Creo que todas las películas, buenas o malas, todas las novelas, cuadros y poemas, todos los buenos amigos y los malos vecinos han influido en mi trabajo. Descubrir la naturaleza exacta de esas influencias directas e indirectas lleva mucho tiempo. Y es preciso que esas influencias vuelvan a hundirse en el inconsciente. Entonces mi inconsciente bien podría aconsejarme que robe algunos planos nuevos. Y yo iría a buscarlos preferentemente en Los 400 golpes, El hombre que amaba a las mujeres o Adela H.


Verano del ‘62
Por Monte Hellman
Era el verano de 1962 y una radio pública local me había pedido que reemplazara durante una semana a la crítica Pauline Kael y condujera su programa de cine. Elegí entonces dedicarme a Disparen sobre el pianista, que se convirtió en una de mis películas de referencia. Le rindo homenaje, de hecho, en mi película Two-lane blacktop: el drama que golpea al personaje de James Taylor –como el que golpea a Charles Aznavour en el film de Truffaut– reside en su incapacidad para comunicarse. Me sentí muy tocado por la película de Truffaut, como suele sucederme con todas las películas que me inspiran cariño. ¡Con qué impaciencia había estado esperando la ocasión de sentir el impacto emocional único que me había provocado Los 400 golpes! De los veintidós films de Truffaut (una cifra capaz de hacer palidecer de envidia a más de un realizador), vi dieciocho a lo largo de los años siguientes. Ninguno me afectó personalmente tanto como Disparen sobre el pianista, pero todos me resultaron inspiradores. Truffaut, además, me hizo otro regalo inapreciable: me hizo conocer a Néstor Almendros, el director de fotografía con el que había trabajado a menudo. Es algo que siempre le agradeceré. Y Truffaut también nos regaló a su heredero directo: Tsai Ming Liang.


Una especie para recordar
Por Carlos Diegues
La primera vez que vi Los 400 golpes y, luego, Jules et Jim, yo era un cineasta joven, veinteañero, que recién se iniciaba en el cortometraje. Mi muy modesto objetivo era cambiar mi país y el mundo con las películas, construir con ellas un nuevo y glorioso porvenir para el cine. De modo que, lo confieso, esas películas de Truffaut me produjeron más de un estremecimiento, al mismo tiempo que me hechizaban secreta, misteriosamente.
Algunos cineastas filman para la taquilla, otros para sus amigos y otros para la historia del cine. François Truffaut filmaba para la vida, como si cada una de sus películas formara parte de un eje de acontecimientos reproducidos para componer nuestra existencia de espectadores. Ver esas películas es vivir la experiencia de una continuidad de lecciones sin sobresaltos, como si cada una sólo fuera la rememoración súbita y necesaria de algún affaire clandestino, sin existencia reconocida ni declarada, y sin embargo ya inscripto en nuestra memoria individual o en la memoria misma de la especie. En nuestro reino de sujetos, esas películas ennoblecen y abrigan sentimientos que, por su banalidad, nos resultan despreciables, y que sofocamos como si fueran indignos de nuestra estima, manteniéndolos ocultos a nosotros mismos y a los demás. Como Jean Renoir antes que él, Truffaut nos condena a contemplar nuestras imperfecciones como una condición humana de la que podemos, sin embargo, sacar provecho para nuestra felicidad común. Como decía Charles Darwin, si en el cuerpo de la especie no acechara alguna esperanza de felicidad, la especie dejaría de reproducirse. Truffaut, en suma, nos enseña a hacer películas como quien respira.



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Separados al nacer: Truffaut (atrás) junto a su actor fetcihe y prácticamente alter ego Jean-Pierre Léaud durante la filmación de Las dos inglesas y el continente.
 
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