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Domingo, 2 de diciembre de 2007

MúSICA > LAS COMPOSICIONES DE NINO ROTA PARA LAS PELíCULAS DE FELLINI

Amor a Rota

Se conocieron de casualidad, en una parada de micro a la salida de la mítica sala Lux. Desde ese momento, se entabló entre ellos una relación de honda y misteriosa empatía artística, que duraría un cuarto de siglo y casi 25 películas. Por estos días se edita por primera vez en la Argentina Tutto Fellini, un disco doble que rescata los temas principales de las películas de Federico Fellini, compuestos casi exclusivamente por Nino Rota. A continuación, el director habla de su relación con el hombre que consiguió que Fellini sonara felliniano.

 Por Federico Fellini

De todas las adversidades que acompañaron la realización de La ciudad de las mujeres, obviamente la peor fue la desaparición de Nino Rota. Nuestra relación no era como todas las demás, o sea, una relación que nace, se desarrolla, crece y después cae. Fue una relación que nunca sufrió cambios. La primera vez que nos miramos a los ojos tuvimos la sensación de habernos encontrado, y nos acercamos el uno al otro. Todo sucedió en ese momento. Yo lo veía a menudo en la “Lux”, en la Via Po; veía a pasar a ese hombrecito bondadoso, amable, siempre sonriente, que trataba de salir por puertas que no eran, y que podía salir realmente por una ventana, como una mariposa, envuelto como estaba en una atmósfera mágica, irreal. Estaba al mismo tiempo totalmente presente y totalmente ausente. En cualquier ambiente y en cualquier ocasión que uno lo encontrara, siempre daba la impresión de que estaba allí por casualidad, pero al mismo tiempo daba la certeza de que uno podía contar con él, de que podía acompañarlo a uno por un tiempo.

Como ya dije, lo conocí en la Via Po. Yo estaba saliendo de la Lux, él se puso a mi lado y me acompañó un trecho largo. Recorrimos juntos, a pie, toda la Via Po. Cuando llegamos al semáforo, yo le pregunté, como para despedirme: “¿Adónde vas?”. “Yo estaba yendo a la Lux, debo ir a la Lux”, me respondió, y volvió caminando. Y, sin embargo, a pesar de esta vaguedad en las relaciones, ese modo suyo de aparecer y desaparecer, de mantenerse alejado, que daba la sensación de que es un chico que cruza la Via del Tritone en el momento en que hay un tráfico de locos, era el hombre más preciso, más puntual, más presente y más dispuesto que se pudiera encontrar. Estaba como “amparado” por algo imperceptible: pasaba, se desplazaba entre las cosas, las dificultades, los acontecimientos más riesgosos, como protegido por una capa mágica, por un diafragma invisible. No creo que nunca haya experimentado un contratiempo, él, que no llevaba reloj, que nunca sabía qué día era, o incluso que no sabía qué mes era.

Un día tenía que tomar un avión a las ocho de la noche y como se le estaba haciendo tarde, yo mismo le pedí que se fuera. Él fue al aeropuerto pero, naturalmente, sin darse cuenta, perdió el avión, le preguntó a la empleada: “¿Cuándo sale el avión?”. “El avión ya salió”, le respondió. “Pero si son las diez y media de la mañana”. “No, son las ocho y media de la noche”. Creo que éste fue el único episodio en el que la realidad lo agarró dando un paso en falso, en el que el tiempo se le rebeló. En cuanto al resto, jamás tuvo un contratiempo. A lo mejor llegaba a último momento, pero llegaba.

Si teníamos algo en común a lo mejor era el estado de ánimo vago e incierto de aquellos que siempre esperan que suceda algo sorprendente. Ese aire un poco encantado que lo rodeaba, como de vaga espera de un milagro, justamente eso, se lo comunicaba a los demás. Si estaba él se tenía siempre la sensación de que las cosas no podían salir mal o volverse amenazantes, que a uno no podían traicionarlo. Era una criatura que tenía una rara cualidad, esa cualidad preciosa que no pertenece a la esfera de la intuición. Ese era el don que lo hacía tan inocente, tan amable, tan alegre. Pero no quisiera que se me malentienda. No era una especie de pequeño mago. No, todo lo contrario. Cuando se presentaba la ocasión, e incluso cuando la ocasión no se presentaba, decía cosas agudísimas, profundas de una exactitud impresionante, sobre los hombres y las cosas. Como los niños, como cierta gente sensible, inocente y cándida, decía de pronto cosas sorprendentes.

Empezamos a colaborar en El sheik blanco. Entre nosotros hubo un entendimiento pleno, total, que no necesitó “ablande”. Yo me había decidido a hacer cine como director y Nino era la señal de que yo continuaría haciéndolo. Nino no necesitaba ver mis películas. De hecho, durante las proyecciones, a menudo se quedaba dormido, caía en un sueño profundo, del que se despertaba de pronto para decirme, a lo mejor, mirando una imagen que en ese momento pasaba ante sus ojos: “¡Qué hermoso que es ese árbol!”. Después estaba obligado a verla diez, veinte veces en la moviola, para estudiar los tiempos, los ritmos, pero era como si no la viese. Tenía una imaginación matemática, una visión musical de esfera celeste, por lo que no necesitaba ver las imágenes de mis películas. Cuando le preguntaba qué motivo musical tenía en mente para comentar esta o aquella secuencia, advertía claramente que no miraba las imágenes: el suyo era un mundo interno, al que la realidad tenía pocas posibilidades de acceso. Pero al mismo tiempo, además de ser un gran músico, era también gran orquestador, capaz de organizar una partitura perfecta.

Yo lo metía allí, en el piano, y le contaba la película, le explicaba qué había querido decir con esta o aquella imagen, con esta o aquella secuencia, le sugería cómo debían acompañarse musicalmente esta o aquella imagen; pero él no me seguía, se distraía, aunque sentía, aunque decía que sí con grandes gestos afirmativos. En realidad estaba estableciendo el contacto consigo mismo, con su mundo interior, con los motivos musicales que ya tenía adentro. Sus horas más creativas eran las horas que seguían a la puesta del sol, de las cinco a las nueve: esas horas favorecían su talento, su habilidad, su inspiración. De pronto, en medio del discurso, ponía las manos en el piano y partía, como un médium, como un verdadero artista. Se producía como un rompimiento del contacto, y uno sentía que ya no lo seguía, ya no escuchaba, como si las explicaciones, las sugerencias, los conceptos obstaculizaran su camino creativo. Cuando se detenía yo le decía: “Ese motivo es hermosísimo”. Pero él me respondía: “Ya no me lo acuerdo”. Eran catástrofes, a las cuales hicimos frente después con los grabadores, con los magnetófonos. Pero había que ponerlo en funcionamiento sin que se diera cuenta; de lo contrario, el contacto, con la esfera celeste se interrumpía.

Era una verdadera alegría trabajar con él. Uno sentía su creatividad tan cerca que daba como una especie de ebriedad, la sensación de que la música la estuviera haciendo uno. Entraba en los personajes, en las atmósferas, en los colores de mis películas tan plenamente que los permeaba con su música. Era un músico total. Vivía en la música con la libertad y la felicidad de una criatura que se encuentra en una dimensión con la que espontáneamente congenia. Nuestro entendimiento era tal que corrimos el riesgo con los tiempos más apretados, con las fechas de vencimiento más draconianas, pero después todo concluía en la más alegre seguridad. La seguridad de que con él todo terminaría bien no nos abandonaba nunca.

Un día estábamos grabando en un gran salón. Detrás de un vidrio estaba la orquesta, con el director; alrededor, micrófonos, mirones, aparatos mecánicos. De pronto Nino, en puntas de pie, avanzó como un fantasma hacia un oboe y con un lápiz agrego unas notas a la partitura. Estos eran los “milagros” de los que era capaz. Me resulta difícil pensar que ya no está más. No puedo alejar de mí su presencia, el modo en el que se presentaba a las citas. Llegaba al final, cuando el estrés por las tomas, el montaje, el doblaje estaba al máximo. Pero en cuanto aparecía él, el estrés desaparecía y todo se transformaba en una fiesta, la película entraba en una zona tranquila, serena, fantástica, en una atmósfera de la que recibía como una nueva vida. Nino me sorprendía siempre. Después de haber visto en la película tanto sentimiento, tanta emoción, tanta luz, se daba vuelta hacía mí y me preguntaba: “¿Pero este quién es?”. “Es el protagonista”, le respondía. “¿Y qué hace?”, me preguntaba, agregando: “Tú nunca me dices nada”. Recuerdo que mientras asistía al funeral pensaba en volver a utilizar su música no sólo para La ciudad de las mujeres sino también para otras películas que haría después, pero a lo mejor era un pensamiento dictado por la conmoción del momento.

De un tiempo a esta parte prefiero que la música para algunas secuencias ya esté lista antes de empezar a filmar. Esta preferencia mía ya estaba muy acentuada cuando filmaba La ciudad de las mujeres, que tiene secuencias de musical. Pero Nino estaba mal. Desde hace tiempo sufría del corazón, y aunque los tiempos de elaboración nos apremiaban, dudaba en llamarlo, aunque pensaba que el trabajo muy probablemente le habría hecho bien. Desde hacía muchos días él me decía que ya estaba listo, pero yo seguía dudando. Un día le dije por teléfono: “Haremos la música apenas haya comenzado a filmar”. Mientras estaba en la sala lo vi aparecer. Estaba pálido, más pálido que lo habitual. Con un vago tono de reproche me dijo: “Te has vuelto un verdadero vagabundo. ¿No querrás que haga otro la música de La ciudad de las mujeres?”. Hicimos una cita. Nos veríamos, como lo hacíamos habitualmente, en su casa, en Piazza delle Coppelle, cerca del Panteón. Estaba dejando Cinecittà para ir a su casa cuando un amigo me llamó por teléfono para darme la triste noticia.

Sentí que no estaba muerto, sino que sólo había desaparecido. Como un fantasma, un duende, una onda musical. Era la primera vez que tenía una sensación como ésa. Una extraña, inefable sensación de desaparición, la misma sensación que había sentido cuando estaba vivo. Después de más de veinte años de colaboración lo que recuerdo de él como la cualidad que lo distinguía del resto, es la levedad, una especie de milagrosa presencia-ausencia. Es superfluo agregar que, para mí, era uno de los más grandes músicos contemporáneos.

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Amarcord y La dolce vita, dos Rota clásicos.
 
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