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Domingo, 5 de enero de 2003

La maravilla del siglo

Fue construido en 1911 como refugio para ejecutivos de la próspera industria ferroviaria durante el furor de la Argentina exportadora. Era un exponente de la belle epoque del novecientos y se lo consideraba una proeza de la arquitectura hotelera. En él funcionó el primer casino de la Argentina y un tren llegaba especialmente hasta su puerta. Su lujo era imperial. Y Julio A. Roca lo bautizó como “la maravilla del siglo”. Pero en menos de diez años, con la Primera Guerra y el gobierno de Yrigoyen, el Club Hotel Sierra de la Ventana cerró para siempre. Desde entonces, su derrotero parece acompañar la historia nacional. En los ‘30 vino la venta y el loteo. Durante la Segunda Guerra albergó a los sobrevivientes del Graf Spee. Con el peronismo fue parque provincial y corral para la hacienda de los políticos locales. En los ‘60, estuvo en manos de curas y universitarios. En los ‘70, fue utilizado por el Ejército para ejercicios militares. La democracia lo convirtió en un negociado. Y ahora está en ruinas, incendiado y saqueado.

Por Gabriel D. Lerman

El micro se detiene en una parada de chapa, erosionada por el tiempo, y el ripio cruje de nuevo sobre la ruta 76. Una voz cansada anuncia el destino: Villa Ventana, dice, y los pocos viajeros abandonan posiciones y buscan sus pertrechos. Los demás bajarán en el Abra, para ascender el cerro Ventana, en Tornquist o en Bahía Blanca, cuarenta y siete kilómetros al sur. La calle Golondrina llega hasta la entrada. A la derecha está la hostería “La Península”, del alemán Shulte, y enfrente el local de Turismo. Hasta ahora uno ha visto la ruta, la hostería. Pronto conocerá el pequeño poblado, cuya traza tiene la forma de un útero. Rodeado por los arroyos Belisario y Las Piedras, sus calles poseen nombres de pájaros: Jilguero, Zorzal, Calandria, Carpintero y siguen. Pero lo que no podrá perderse es la historia del Club Hotel Sierra de la Ventana, fundado el 11 de noviembre de 1911, dos kilómetros sierra adentro.
En el hotel, las fuerzas del destino se batieron a duelo. Fue considerado una proeza de la arquitectura hotelera, exponente de la belle epoque del novecientos, a la que el ex presidente Julio A. Roca bautizó como “la maravilla del siglo”. Un tren de trocha angosta construido especialmente, la primera sala casino de la Argentina, un decreto que prohíbe el juego privado, el cierre definitivo, el abandono, los alemanes del Graf Spee, la fundación del pueblo, los salesianos, la tala de árboles, las pretensiones del Frigorífico Guaraní, un atentado y las ruinas: casi un siglo. “Nosotros en la villa dependemos del Club Hotel –dice Chichí González, pobladora y guía de turismo–; ahí es donde empezó todo. Esto eran tierras del Club Hotel. Yo pienso que todos le debemos estar viviendo acá.” Y el orden es riguroso: primero nació el hotel, después el pueblo.

El lugar y el hotel
Quien vio el lugar fue el Dr. Félix T. Muñoz, especialista en enfermedades respiratorias. Le habló a su amigo Manuel Lainez, propietario de las 3000 hectáreas circundantes, de un sitio propicio para levantar un centro asistencial que atendiera pacientes con asma, afecciones pulmonares, artríticos. “En la inmensa planicie hay un punto, a 550 metros sobre el nivel del mar, que reúne felices circunstancias que lo hacen atrayente y es higiénicamente recomendable”, le explica Muñoz. Lainez decide hablar con la compañía británica Ferrocarril del Sud, empresa próspera, dueña del ramal que enlaza con la pujante Bahía Blanca. Percy Clarke, el gerente, la ve. Todos en la empresa la ven, pero no para levantar un centro asistencial sino un hotel casino. Allí comienza la prehistoria. Lainez cede 70 hectáreas de su estancia Las Vertientes, en cuya superficie se establecerá un “gran hotel de descanso y placer para los altos funcionarios abocados a la construcción de las redes ferroviarias en Argentina, Brasil, Paraguay y Bolivia”. En agosto de 1903, se inaugura la “parada” del ferrocarril, luego estación Sauce Grande (desde 1912 Sierra de la Ventana), a 27 kilómetros, para proveer los materiales y dar vivienda al personal de la construcción. El proyecto estuvo a cargo de los arquitectos británicos Charles Fowler, George Lawson Johnston, Williams Sheperd y el ingeniero Emile Sangford. En 1904 empieza la obra, confiada al arquitecto Antonio Gherardi, de gran predicamento en Bahía Blanca. Llegan los técnicos, los obreros y autoridades del ferrocarril. En 1909, se constituye la “Compañía de Tierra y Hoteles de la Sierra de la Ventana S.A.”, presidida por Samuel H. Pearson, y las tierras afectadas al proyecto se extienden a 14.000 hectáreas. “Los cimientos de la obra eran de piedra de sierra, con una profundidad de 1,50 metro sobre el nivel del terreno, un basamento formidable y que por su constitución funcionaba como aislante de la humedad”, dicen Stella Maris y Sergio Rodríguez, autores de Club Hotel de la Ventana, historia de un gigante. Ernesto Tornquist, estanciero y figura prominente de la época, durante uno de sus viajes a Europa había adquirido en Checoslovaquia una fábrica de ladrillos a máquina, que instaló en La Plata y aún subsiste. Firmó un convenio con la compañía ferroviaria para abastecerla de ladrillos y para ello trasladó una parte de la fábrica al terreno.
El edificio central, con forma de U, tenía una estructura de hierro, paredes de mampostería, pisos de madera y mosaico, techos de zinc, cielorrasos de pinotea machimbrada y yeso. Tres mil doscientos metros cuadrados cubrían cada una de las dos plantas. “Era del más rancio estilo normando –explica Chichí González–. Ambientes anchos con amplios ventanales, grandes vestíbulos aireados y con acceso a la luz solar. La planta principal estaba orientada hacia el este, reparándola de los vientos fríos del invierno serrano”. Para realizar las dos espectaculares escalinatas de mármol fue contratado Antonio Grillo, llegado a Buenos Aires en 1900 desde Italia, oriundo de Carrara y miembro de la célebre dinastía dedicada a la fabricación de mármoles, quien trabajaría en el Palacio Barolo, y en la casa de los Ortiz Basualdo y el Torreón del Monje, en Mar del Plata.
La gran cocina y la sala casino fueron proyectadas con una exquisitez digna de sede imperial. La primera cubría 300 m2, dividida en dos ambientes, uno para la preparación y otro para el servicio que se vinculaba con el gran comedor, ambas forjadas con mármoles y mamparas de cristales tipo vitraux. Hornos, extractores de aire y el primer spiedo de Sudamérica, con barras de hierro niquelado con capacidad para 150 kilos de cualquier tipo de carnes. Las salas de punto y banca, por su parte, poseían mosaicos revestidos con polvo de marfil. La sala de ruleta, en cambio, tenía parquet de roble italiano y techos de yeso, del cual pendía una enorme araña de bronce recapada en oro 18 kilates, caireles de Bohemia y 240 bombitas eléctricas, que pesaba media tonelada. En un tiempo se dijo que, tras la depredación que sufrió el hotel, fue a parar a un palacete en Necochea. En el night club, ubicado en el entrepiso, los ventiladores funcionaban a alcohol. Uno de ellos se encuentra en el Ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia, salvado del despojo.
La cercanía del arroyo Las Piedras, con un caudal permanente debido a las vertientes de los cerros Colorados y Napostá Grande, solucionó uno de los problemas del complejo hotelero: la provisión de agua. Se cavaron dos pozos de 25 metros, que vertían con una óptima calidad por la filtración del canto rodado. Sin embargo, como la toma de agua debió hacerse a cuatro kilómetros, era necesario instalar una estación de bombeo con la suficiente potencia para llevar el agua hasta el hotel. Dos calderas Zweibruken a vapor, de 500 caballos de fuerza, transportaban el agua por extensas cañerías de acero hasta una gran cisterna ubicada detrás del hotel, con capacidad para suministrar 12 millones de litros. Una usina, ubicada entre la cisterna y el hotel en un edificio de 70 m2, se componía de dos generadores Westinghouse de 1500 rpm, y alimentaba la totalidad de la electricidad consumida, para un máximo posible de 10.000 habitantes, en un ámbito recreado prácticamente en medio del desierto. En las puertas, frente a la sala de recepción, se establecieron ocho columnas de hierro forjado con lámparas a gas de carburo que, por la noche, alumbraban la fachada de manera esplendorosa. Un sistema de iluminación extraordinario, único en el país hasta después de la Primera Guerra Mundial.
En un galpón aledaño funcionaban un molino harinero con depósito de trigo a granel, moledora, cernidores y máquinas clasificadoras; un complejo de panadería para mezcla, amasado y hornos de cocina; y unafábrica de fideos. En otro galpón, de 800 m2, se guarecían de la intemperie los vehículos utilizados: carrozas, volantas, landós, sulkys. Los arneses disponibles no sólo pertenecían al transporte sino a los deportes que practicaban los residentes: equitación, hipismo y polo. La carpintería, atendida por ebanistas y oficiales de obra, hacía reparaciones edilicias y de muebles, y fabricaban puertas y ventanas. Había un sector destinado al desarrollo de la agricultura y una granja propia, que abastecía de insumos alimenticios. Todas las áreas estaban en manos de mecánicos, herreros, carpinteros, jardineros y cocineros de primer nivel.
La obra se completaba de un gran parque, estilo británico, de 126 hectáreas, diseñado por el arquitecto y paisajista francés Carlos Thays, conocido como “el hombre de los árboles y los parques”, en línea con el barón de Haussman, reformador de París. Thays, quien ya no regresó a Europa, realizó en Argentina más de ochenta obras, entre ellas la remodelación del Jardín Zoológico, las construcciones de los bosques de Palermo y la avenida General Paz en Buenos Aires, y la Bristol, el Casino y el Hotel Provincial marplatenses. Llevado a la zona por Ernesto Tornquist, quien estaba empeñado en hacerse un castillo en su estancia, a veinte kilómetros de allí, Thays trajo de Europa 10.000 especies de plantas destinadas al Club Hotel Sierra de la Ventana. Pinos, cedros, abetos, eucaliptos, avenidas de ligustrines, las márgenes de los arroyos con diversas especies de sauces, aromos y acacias. En los amplios espacios de césped disponibles entre los árboles, se instaló tanto una cancha de golf de 18 hoyos como otras de fútbol, polo, tenis e hipismo, además de las piletas de natación.

11 de noviembre de 1911
Mil trescientas personas asistieron a la fiesta de inauguración, el 11 de noviembre de 1911, día de sol radiante según las crónicas. Trenes especiales fletados desde Buenos Aires condujeron a gran parte de la élite porteña y extranjera. A las diez de la mañana, el obispo de La Plata, Nepomuceno Terrero, brindó una misa de campaña, seguida de los discursos de Lord Barginton, embajador de Inglaterra; Samuel H. Pearson, presidente de la compañía; y Manuel Lainez, en representación del gobierno. Los invitados especiales eran lo más granado de la oligarquía argentina y la sociedad tradicional: Julio A. Roca, Pablo Richieri, Emilio Mitre, Guillermo Udaondo, José Manuel de Anchorena, Felicitas Guerrero, Teodolina de Alvear, María Bengolea de Zuberhbuller, Félix Camet, Nicolás Mihanovich, Norberto Quirno Acosta, Roberto Inglis Runciman, Alfred Cahen D’Anvers, Enrique Larreta, Miguel Cané, Ricardo Levene, Félix Ruiz Guiñazú, Jorge Newbery y Patricio Martínez de Hoz, entre tantos otros. A la una y media se sirve el banquete, en mesas con vajilla de plata y porcelana, y la atención del personal del Plaza Hotel de Buenos Aires. Por la noche, se jugó ruleta en el casino, y un crupier cantó “colorado el 19”, el primer número en salir. Un testimonio de la época señala que ese día se apostaron más de 150 mil libras esterlinas.
Desde entonces, el Club Hotel Sierra de la Ventana fue un lugar de paseo y veraneo expectante en Argentina. Al poco tiempo, se planeó construir un tren de trocha angosta, a vapor, que conectara la estación Sauce Grande con el hotel. Se inauguró el 30 de noviembre de 1914. Tenía 19 kilómetros y arribaba a un pequeño andén cercano al edificio principal, donde los turistas eran recibidos con pompa, en carruajes.
No va más
Pese a ser considerado “la maravilla del siglo”, la decadencia temprana del hotel se adjudica al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, que hizo mermar la afluencia de europeos, pero sobre todo a la prohibición del juego de azar y la nacionalización de los casinos, en 1917, por parte del gobierno de Hipólito Yrigoyen. La medida afectóbásicamente a dos casinos: el de Tigre, construido antes de 1905 y administrado por británicos, y el de Sierra de la Ventana, que fue cerrado el 3 de noviembre de 1917. El atractivo disminuyó y el Club Hotel funcionó comercialmente hasta el 14 de marzo de 1920. Una semana después, el pintoresco ramal se clausuró para siempre.

El largo derrotero
Las instalaciones y el predio quedaron por años en manos de un grupo de caseros a cargo de Augusto Dufour, entre los que había parqueros, serenos, cocineros y unos pocos peones de campo, cuyos gastos y sueldos eran solventados por la empresa propietaria del Plaza Hotel de Buenos Aires. En 1939, la Compañía de Tierras y Hoteles queda disuelta, y un año más tarde, el gobierno provincial inicia gestiones para la adquisición. Lo curioso es que las acciones habían sido compradas en el exterior por un tal Sangford, quien, a su vez, muere en el ínterin y, tras un juicio sucesorio, el hotel es heredado por su hija Sara. A la fecha, el complejo debía quinientos mil pesos de impuestos. En 1942, la señorita Sangford viaja a Buenos Aires a firmar la venta a la provincia, gracias a la ley 4.991, en 39.950.000 pesos moneda nacional. El proyecto era del senador conservador Santiago Saldungaray, otra figura pública de la zona. Se trataba de crear allí una colonia de vacaciones para alumnos, docentes y familiares. Muchos lamentan que en el momento del traspaso, las mismas autoridades dispusieran la venta de la vajilla, el vaciamiento de la bodega y el reparto de numerosos elementos. Alguien señala, por ejemplo, que una pianola apareció en el Museo Histórico de Bahía Blanca.
Un lugar en el mundo
Un hotel de la belle epoque y 14.000 hectáreas de bosque serrano. Ése era el paisaje a comienzos de los años ‘40, cuando el ex Club Hotel empieza su largo declive. Después del ‘39, las tierras comienzan a parcelarse y la familia Salerno son de los primeros en adquirirlas. “Nuestra casa se hizo en el ‘47 –cuenta Quito Salerno, hijo de los pioneros de Villa Ventana y delegado municipal en los ‘80–. Pero ya trabajábamos la tierra desde 1939. Sembrábamos avena, maíz, trigo. Teníamos hacienda también. Mis padres eran arrendatarios, y cuando empezó el loteo se hicieron propietarios. El parcelado empezó en la parte de la hostería. Allí estaban los Shulte, los Rurf, los De la Torre y los Salerno. De la Torre tenía carnicería, y abastecía al parque provincial, a Las Vertientes y al Club Hotel. En el hotel vivían cuatro familias, eran empleados del parque provincial.” Don Salerno habla de su padre, hombre de a caballo y gorra vasca, radical de pura cepa, que educó a sus once hijos con maestros domiciliarios que recorrían las estancias cada tres meses y les dejaban a los chicos tarea para hacer hasta la vuelta. Trabajaban la lana en parcelas arrendadas y una vez, en la década del ‘20, tuvieron que enfrentar un desalojo de la guardia nacional.
Shulte, dueño de la hostería La Península, es de familia alemana y llegó a la Argentina en 1932 con sus padres y un hermano. Hasta 1942 vivieron en Sierra de la Ventana y entonces se mudaron a la hostería, perdida en medio del campo, que sería la primera edificación pública de Villa Ventana. “Todo esto era campo pelado. Mi padre puso la hostería. Venía gente de Bahía Blanca. No había turismo como ahora. Se quedaban una semana, tres días. Los trabajadores de las estancias venían al bar. Mi padre empezó con esto y yo lo continué. Falleció en el ‘50 y me hice cargo de todo a los dieciocho años. La ruta pasaba acá, por la puerta. Venía de Tornquist, bajaba por la loma. La actual la hicieron en el cincuenta y pico.” Shulte bromea con que ellos no son de Villa Ventana: “Cuando pusieron el agua corriente de la ruta para allá les dije por qué no hacen un cruce de caño y me dan el agua a mí también. Y me dicen sí, pero usted no pertenece a la Villa. Y les dije cualquier cosa menos bonito”.

Los alemanes
del Graf Spee
A fines de 1939, en aguas del Río de la Plata, tuvo lugar una de las batallas navales más resonantes de la historia, entre el crucero alemán Graf Spee y los británicos Exeter, Achilles y Ajax. Desde Montevideo pudo observarse la agonía del barco germano. El 18 de diciembre, los 1500 sobrevivientes del Graf Spee llegan al puerto de Buenos Aires y son alojados en el Hotel de Inmigrantes y el Taller de la Marina. El capitán de navío Hans Langsdorff entierra a los muertos y el día 20 se suicida. El decreto 50.826 dispone “la internación del contingente de la tripulación en cualquiera de los lugares del país que estime conveniente el Ministerio del Interior”, quedando la Argentina, país neutral, a cargo de la custodia. 100 hombres van a Mendoza, 250 a Córdoba, 200 a Santa Fe y 50 a San Juan. La oficialidad y 150 soldados de tropa son destinados a la Isla Martín García, pero diversos intentos de fuga y, según otra versión, el reclamo de los propios alemanes por la incomodidad en que vivían, deciden el traslado de este grupo más otros demorados en Capital y alrededores, a fines de 1943, al “Ex Club Hotel Sierra de la Ventana”.
El contingente utilizó un tren especial hasta Pringles y, desde allí, camiones del Ejército Argentino lo condujeron hasta el Club Hotel. Los alemanes encontraron el lugar abandonado y sucio, pero se sorprendieron del lujo. De inmediato, limpiaron y ordenaron. Hicieron reparaciones en la toma de agua, en la usina y se dieron a la conservación de los jardines. Habían decidido mantener las oficios y las jerarquías navales, de modo que distribuyeron las tareas entre los mozos, cocineros, leñeros, jardineros y músicos del barco. Los provisiones llegaban de Buenos Aires, pero también hacían compras en la zona. Vivían de un subsidio del gobierno argentino, pagado a su vez por Alemania.
“Un buen día llamaron y dijeron que venían para acá –recuerda Shulte–. Se internaron ahí, en el hotel viejo. Ellos eran asilados políticos. Y lo arreglaron para vivir ellos. Propusieron repararlo a cero pero les dijeron que no, que si querían lo hicieran por su cuenta. Tenían sastrería, peluquería y mecánicos que atendían la usina. La mayoría rondaba los cuarenta años, aunque la oficialidad era mayor. Los sábados, los de la banda del barco daban conciertos. Y dos veces por semana, cine. Pasaban documentales de Alemania. Era interesante, venían de todos los pueblos. Había 150 soldados del Ejército Argentino, que los custodiaban. Pero vivían aparte. Incluso los alemanes les daban órdenes a ellos (se ríe). El capitán argentino vivía acá, en la hostería, con su familia y otros tres jefes, porque en el hotel no le permitían. Eran amigos de los oficiales alemanes. Iban a carnear a la estancia y se mandaban unos asados...” Dicen que nunca se tomó tanta cerveza en la comarca como entonces. “Los alemanes venían al bar en grupo –cuenta Shulte–. Eso sí, no andaban con uniforme.”
La banda del almirantazgo alemán se hizo famosa. Hacían presentaciones en Tornquist y Coronel Suárez, a beneficio de entidades alemana. Lo mismo los arreglos artesanales en madera que hacían con el motivo de la fachada del hotel. Muchos de ellos conocieron mujeres argentinas y formaron familias allí. Sin embargo, un día tuvieron que partir. En febrero de 1946, el gobierno inglés peticionó la partida y el regreso a Alemania. La guerra había terminado y los asilados se convirtieron en prisioneros. “Ellos estaban bombeando agua –dice Shulte–, y yo justamente estaba en la toma de agua cuando llamaron por teléfono avisando que pararan las máquinas porque los llevaban a Buenos Aires. Tuvieron que colgar los tubos ahí, y dejaron los dos motores, que eran de ellos. Hubo bronca, porque les habían prometido que los casados se quedaban en Argentina. Nadie llevó a las mujeres, y allá los tuvieron un año detenidos. Habían perdido la guerra, y estuvieron pasando hambre. Al año los largaron. Era gente deoficio. Algunos habían dejado hijos, y volvieron. En Sierra había dos, en Bahía Blanca tres o cuatro, y otros se fueron repartiendo por La Pampa.”
Salesianos, universitarios
y militares
A lo largo del siglo, la historia del Club Hotel es atravesada por la tensión entre devolverlo a su esplendor original o darle otro destino. En paralelo, o por debajo de esa tensión, lo consumió la decadencia y el saqueo.
“Todo el mundo sabe lo que ocurrió, pero ignora por qué ocurrió y cómo pudo ocurrir (...) Se escuchan expresiones similares: la vajilla fue vista en el Hotel Provincial del Abra o en el Provincial de Mar del Plata (...) Funcionarios de todos los niveles se fueron llevando las cosas”, dice La Nueva Provincia de Bahía Blanca en 1979. “La parte de atrás del hotel, donde estaba el salón de actos, el teatro, la usaban de corral para la hacienda –señala Quito Salerno–, para hacer la yerra. Eran animales del intendente Ruspel, vos viste cómo son los políticos. Primero el parque provincial funcionó ahí. Hacían trabajos de vivero. No estaban para cuidar del hotel. Esa gente pasó toda al parque provincial. En el ‘52, ‘53. Nosotros, como vecinos antiguos del hotel, no tenemos nada de lo que había adentro, no nos quedamos con nada. Nadie vino a hacer patria, todos sacaron provecho. ¿Sabés dónde estaban los muebles? En Las Flores. Hubo momentos en que estuvo solo. Qué cuidador, no había nada. Se llevaban muebles, espejos, luces. Sacaban las cañerías de los baños...”
En 1961, el gobierno provincial otorga temporariamente la concesión del hotel a la Congregación Salesiana, quien hace arreglos para utilizarlo como centro recreativo infantil en temporada estival. Los salesianos hicieron funcionar todo. El agua, la luz. Las habitaciones se conservaban. “Venía el padre Guevara y usaba el spiedo, que funcionaba –dice Salerno—. Nosotros veníamos a comer con los curas. En el año 63, el padre Vera estaba solo. Ya entonces venían los militares a hacer maniobras”. La orden religiosa quería instalar allí una escuela de agricultura, pero la suspensión del permiso los llevó a abandonarlo. Pasó entonces a manos del Instituto de Ordenamiento de Vertientes e Ingeniería Postal Florentino Ameghino, dependiente de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de La Plata. Los técnicos refaccionaron la parte central, apuntalaron los techos. Se alojaban en el primer piso y destinaban una de las alas para los estudiantes y el comedor, y otra como aulas. “Cuando llovía mucho, ponían en funcionamiento una volanta de las originales, que quedaba en el hotel –dice Salerno–. El camino era intransitable. Tenían unos camiones azules de la universidad, pero como llovía venían a caballo”. En esa época, se oye hablar de una remodelación definitiva. Se elaboran planes y hasta se convoca a una licitación para adjudicar las obras, pero nada se concreta. Al tiempo, la universidad se va y el abandono vuelve.
En los ‘70, el hotel y el predio son utilizados por el comando del V Cuerpo del Ejército para ejercicios militares. Se limpian las habitaciones y el ámbito recupera cierta habitabilidad. En 1974, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Victorio Calabró, anuncia que el Club Hotel entrará en convenio con las municipalidades de Tornquist y Bahía Blanca, y será utilizado para obras sociales de sindicatos. Tampoco prospera.
En 1978, el subsecretario de Asuntos Agrarios de la provincia, ingeniero Alberto Salas, informa que se ha resuelto la demolición del edificio, porque su mantenimiento es injustificado. “Además, pienso –dice Salas– que históricamente el edificio no tiene ningún valor. No creo que haya concurrido allí ninguna personalidad.”
En 1979, se desata un escándalo por la tala indiscriminada de árboles, que, en sucesivos artículos, denuncia La Nueva Provincia. El tema se impone fuertemente en la opinión pública regional. Cinco mil ejemplares de ligustro son derribados, y están amenazados mil doscientos pinos yveintiocho cipreses. La provincia convalida la tala en una licitación destinada a la producción maderera, por valor de 950 millones de pesos. El mismo ingeniero Salas declara: “Se sabe que un árbol cumple determinado ciclo y cuando está viejo hay que cortarlo, porque si no después se lo comen los insectos, se pudre y se depreda”. Respecto de los rumores de demolición, la propia familia Tornquist se queja ante el gobierno provincial porque han sido vistos operarios que ataban alambres a las paredes y los tiraban de camiones municipales, y exige la inmediata suspensión. La respuesta oficial es que, ante la depredación de la que ha sido objeto el Club Hotel, la mejor solución es acabar con todo de una vez.

El Titanic, de regreso
La polémica se zanjó el 2 de febrero de 1980 mediante la venta del hotel y 120 hectáreas linderas, por parte del Ministerio de Economía provincial, al Frigorífico Guaraní, de acuerdo a la ley 9.487. El empresario Horacio Gonzalo Pallas manifestó su entusiasmo ante la historia y la perspectiva que tenía el Club Hotel, y se comprometió públicamente a recuperar el esplendor original, reponiendo los auténticos mármoles y maderas, empleados primitivamente, y a preservar la masa forestal. En cinco años, según un proyecto realizado por un estudio platense, el complejo hotelero estaría listo, con una inversión del orden de los cinco millones de dólares. El plan director pretendía instalar en la planta baja un paseo de compras, restaurante y auditorio, y en el primer piso, casino, boite, y salones de convenciones y entretenimientos. Por su parte, el predio tendría un camping, canchas de tenis, piletas de natación y una zona destinada a la construcción de un country club. “A fines de 1979, nosotros vinimos para acá –dice Héctor Félix Zárate, quien todavía cuida el lugar–. Cuando le dan la concesión al Frigorífico Guaraní, mi padre queda como encargado. Yo tenía trece años. Empezaron a trabajar albañiles. Vivían todos en el hotel. No quedaba nada, pero estaba habitable. Estaban los techos, las paredes, las puertas. Ya faltaban cosas. Detrás de las palmeras, donde estaba el teatro, quedaban los cimientos nomás. Estaba la usina, pero sin los motores”. El 7 de mayo, Horacio Pallas solicita la rehabilitación del casino para el hotel, y recibe la negativa del Ministerio de Bienestar Social de la Nación, “por estar en plena vigencia las políticas que en materia de juego aprobara el PEN, las cuales determinan no innovar sobre el juego ya oficializado, lo que implica no aceptar su incremento”. Entre las obras que, de todos modos, llevó a cabo el frigorífico, se cuentan la renovación de revoques y desagües, restauraciones de carpintería y el avance en la conclusión de una sala para restaurante.
En la madrugada del 8 de julio de 1983, sin embargo, un poderoso incendio destruyó por completo las instalaciones del Club Hotel, y en pocas horas no quedó nada. “Yo vivía en la escuela –recuerda Salerno, quien fue delegado municipal de Villa Ventana de 1981 a 1989–, y vino el mayordomo de la estancia Cerros Colorados a avisar que se estaba prendiendo el hotel. Eso fue antes de las dos de la mañana. Me levanté rápido y salimos en el auto hasta allá. No había forma de apagarlo. Ni cien bomberos lo apagaban. Nos pusimos a mirar el hotel y lloramos. No nos quedaba otra cosa. Caía una pequeña llovizna muy finita que no hacía nada. Se nota que había sido prendido todo, toda la vuelta. Las llamas salían por las ventanas”. Por su parte, Shulte dice: “Me acuerdo que sonó la sirena de bomberos, acá, y se levantó mi yerno. Fue hasta la delegación y le dijeron ‘Se está quemando el Club Hotel’. Cuando llegaron ya se había caído la torre. Bien regadito, calculo yo, porque si no no se pueden quemar tan rápido trescientos y pico de metros de edificio. Ahora, quién lo quemó, no se sabe”. Héctor Félix Zárate, en cambio, señala: “Ese día yo estaba trabajando en el frigorífico en Coronel Suárez. A mí me mandanallá. Y me entero porque suena la sirena de los bomberos en Suárez. Mi padre tampoco estaba porque justo ese día lo mandan a cobrar el sueldo a Suárez. En el hotel estaba mi mamá con un hermano de ella, los dos solos. Y unos albañiles, que trabajaban allí. Se sospecha que fue intencional. Mi madre dice que cuando la despertaron estaba prendido fuego íntegro. Lo único que faltaba quemarse era la habitación en la que estaba ella. El humo avanzaba por los pasillos. Ella sale disparando para avisar en la estancia y, a poco de andar, se da vuelta y ve desplomarse la torre”.
“Y lo han rociado –agrega Quito Salerno–. Era imposible apagarlo. Había madera de setenta, ochenta años estacionada, y la madera que tenían la azotea, los pisos, las estanterías. Lo rociaron con querosene. Empezaron a caer las chapas, después se cayó la torre, la torre principal. Estábamos ahí. En unas horas no quedó nada, sólo las vigas, que eran de hierro. Fue una pena. Y yo digo hay que cuidarlo. Decían que a lo mejor esa gente tenía un seguro bueno. Esa gente no apareció más. Frigorífico Guaraní desapareció después. Ellos vinieron para refaccionarlo, algo así, y no pasó nada. Mal manejado.”

Paredón y después
A principios de los ‘90, el Banco de Italia sacó a remate el hotel para cobrarse deudas tomadas por Pallas, que lo había puesto como garantía. La fiscalía del estado provincial impide la transacción por iniciativa de la diputada provincial Marisa Kluger. Ya había sido comprado por Colsicor S.A. por $ 57.500, y el gobierno tuvo que devolver el dinero. El 21 de diciembre de 1995, la fiscalía toma posesión mediante un acta firmada en el lugar por oficiales de justicia y en presencia de pobladores de la zona como testigos. En 1998, se anunciaba la inminente escrituración por la provincia, pero los abogados participantes, al no cobrar sus honorarios, interpusieron recursos de amparo que frenaron el traspaso, que debía culminar a favor del municipio de Tornquist, para que la comunidad local tomara en sus manos ese pasado y ese presente y resolviera qué hacer con él. Todavía esperan.
En Villa Ventana, la mayoría quiere hacer un museo que evoque y homenajee la profusión de hechos y protagonistas, y esté destinado al turismo de una localidad que hoy se ha convertido en una atractiva comunidad de artesanos y residentes temporarios. La gente del CEPT (Centro Educativo para la Producción Total), escuela secundaria rural, tiene proyectos de desarrollos agrarios y cooperativos de sus alumnos, que podrían llevarse a cabo en el predio. Un pequeño y entrañable museo, inaugurado este invierno por Mercedes Salerno, da cuenta de lo aquí apenas se esboza.
Para llegar a las ruinas del Club Hotel hay que hacer más de tres kilómetros desde la ruta 46, o cruzar Villa Ventana, hasta el diquecito. Allí, hay que pasar una tranquera, que aún indica el carácter privado del lugar, y avanzar hasta el célebre claro entre las sierras. Lo que se ve son paredes derruidas, vigas con óxido, escaleras interrumpidas y pasillos espectrales cuyas ventanas, en días de cielo abierto, son perforados por los rayos como un colador gigantesco. Puede observarse la forma original y los restos de numerosas construcciones que lo circundaban. Es un esqueleto roto, que oculta bajo ese gran silencio una fuente inagotable de relatos.

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“Antes de las dos de la mañana, vino el mayordomo de la estancia Cerros Colorados a avisar que se estaba prendiendo el hotel. Me levanté rápido y salimos en el auto hasta allá. No había forma de apagarlo. Ni cien bomberos lo apagaban. Nos pusimos a mirar el hotel y lloramos. No nos quedaba otra cosa. Caía una pequeña llovizna muy finita que no hacía nada. Se notaba que había sido prendido todo.” Quito Salerno
 
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