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Domingo, 26 de enero de 2003

Hollywood me hizo así

Cine De series de televisión a superproducciones, pasando por obras magistrales como El tercer hombre, hilarantes como Nuestro hombre en La Habana y risibles como El cónsul honorario, las adaptaciones de novelas de Graham Greene ya casi han agotado la producción del escritor. Sin embargo, él aborreció prácticamente todas. La nueva adaptación de El americano impasible, escrita por Sydney Pollack y protagonizada por Michael Caine, es una excusa perfecta para recorrer los pliegues de esa tormentosa relación entre el escritor y el cine: las acusaciones de antinorteamericanismo, las nubes del macartismo, los manoseos ideológicos de algunos guiones y las escasas satisfacciones que Hollywood le deparó.

POR MARIANO KAIRUZ

“Mi conversación estaba llena de comentarios sobre la pobreza de la literatura norteamericana, los escándalos de la política norteamericana, la bestialidad de los niños norteamericanos. (...) Nada de lo que podían hacer los Estados Unidos me parecía bien.” Estas líneas pertenecen a la ficción de El americano impasible, pero en los años cincuenta (y tres décadas después también) los espías de Washington habrán estado bien dispuestos a relevarlas como una apreciación personal del propio Graham Greene. En la trama de El americano impasible se encuentran, de alguna manera, dos de los grandes objetos de las acusaciones públicas que atravesaron la vida y la obra del escritor: su condición de “católico agnóstico” (aunque fue su novela El poder y la gloria la que concentró la mayor cantidad de críticas eclesiásticas) y su manera demasiado frontal de exhibir su “antinorteamericanismo”.
Basta remitirse a los informes del servicio de espionaje desplegado por el FBI sobre Greene, abiertos a la opinión pública unos años atrás, después de su muerte en 1991. Hacia los sesenta, Washington ya observaba sin asombro, pero no por eso con mayor simpatía, el listado de amistades internacionales que se había ido forjando el escritor con el correr de los años, entre ellas la del “infame” doble agente Kim Philby, bajo cuyas órdenes había trabajado persiguiendo nazis en Portugal en 1943. Después de todo, eran los años más calientes de la Guerra Fría y Greene desvelaba a los atentos informantes del FBI, que deliraban hipótesis acerca de una larga trasnoche de conversaciones compartida por el escritor con Fidel Castro y Gabriel García Márquez en la capital cubana, hacia la época del rodaje de Nuestro hombre en La Habana.
EL AMERICANO IMPOSIBLE
Publicada en 1955, El americano impasible fue interpretada inmediatamente como una declaración política en el contexto del pánico rojo, aunque era fundamentalmente la historia de amor de dos hombres por una misma mujer en el Vietnam de 1952: la historia de Fowler, un periodista del London Times cuya corresponsalía acaba de ser cancelada y que se resiste a volver a Londres, temiendo perder a la joven Fuong a manos del correctísimo enviado de alguna comisión de difusos objetivos económicos, el norteamericano Alden Pyle. Recién llegado a la zona, Pyle corteja a la chica y a la vez busca la amistad del viejo, quien compite con una desventaja considerable: la certeza de que su esposa, católica, allá en Inglaterra, de ninguna manera le dará el divorcio. La resolución de la historia es impasible e incendiaria a la vez: el “inocente e idealista” Pyle se revela como el ejecutor de una monstruosa operación cuyo objetivo es instalar en Vietnam una “tercera fuerza” destinada a poner coto a una situación en la que ni franceses ni comunistas parecían poder ganar –un verdadero terrorista pavimentando el terreno para el ingreso norteamericano.
En su momento, el libro fue destrozado por la crítica del New York Times, interpretando que, para Greene, “los Estados Unidos, nación meramente materialista que no contempla otras culturas, deberían dejar que Asia resuelva su propio destino, incluso si esto significa la victoria del comunismo”. En 1958, Joseph L. Mankiewicz filmó una primera adaptación de la novela, la cual alteraba la historia de manera tal que prácticamente despojaba de su monstruosa ingenuidad al personaje del título. Tal vez, se dice, tuviera que ver con que la oscura nube del macartismo no se había disipado aún. Pero, más allá de que a Greene aparentemente no le gustaba ninguna de las adaptaciones cinematográficas que se habían hecho de su obra (ni las que se harían, totalizando hasta ahora más de 40 films sobre unos 35 del más de medio centenar de libros que llegó a publicar), la de El americano impasible sacaría de adentro suyo al inglés irascible. El ajuste de cuentas llegaría tarde, en el mejor de los casos, con El americano, flamante versión de The Quiet American interpretada por MichaelCaine y Brendan Fraser y que se estrena esta semana en Buenos Aires. Porque, hasta ahora, la de Mankiewicz no fue otra cosa que una verdadera piedra en la larga, algo conflictiva y no siempre fructífera relación de Greene con el cine.

LAS PELICULAS
Antes de escribir para el cine, Greene escribió sobre cine. Primero en el Oxford Outlook, donde pasaría sus años universitarios fogueándose en el periodismo, y luego en The Spectator, donde hizo cientos de críticas de libros y películas a lo largo de toda la década del treinta y principios de los cuarenta. Entre elogios a Ingrid Bergman y a Greta Garbo se ganaría también una demanda de la Fox por sus consideraciones sobre “los admiradores, hombres de mediana edad y clérigos”, del “cuerpo pequeño, bien torneado y deseable” de Shirley Temple. Así como no ocultaría la irritación que le producía el “inadecuado sentido de la realidad de Hitchcock”, a quien le negó su colaboración para resolver el guión de Mi secreto me condena (con el argumento de que sólo estaba interesado en adaptar sus propias historias) y más tarde le negaría los derechos para cine de Nuestro hombre en La Habana. Todavía se dedicaba asiduamente a la crítica cuando comenzaron a estrenarse las primeras películas basadas en sus libros, como Orient Express (1934) o en sus guiones, como The Green Cockatoo (1937), de William Cameron Menzies.
Para 1949, año de estreno de El tercer hombre, no sólo el propio Carol Reed ya había llevado El ídolo caído a la pantalla sobre un cuento de Greene sino que, a lo largo de toda la década, se habían realizado versiones de Brighton Rock (con guión de Greene sobre su propia novela y el debut de Richard Attenborough como actor), The Man Within (con Michael Redgrave); John Ford había filmado The Fugitive (en 1947, basado en El poder y la gloria) y Fritz Lang El ministerio del miedo, con Ray Milland. Todo esto entre adaptaciones del cuento “El teniente murió último”, de 21 días (con Vivian Leigh y Laurence Olivier) y de una divertida versión de Un arma en venta (sobre la novela This Gun for Sale), donde Alan Ladd hacía una suerte de presentación “estelar” como el asesino Raven y Veronica Lake se despachaba con un par de números musicales.
El tercer hombre, de Carol Reed, es, por supuesto, el film esencial de la filmografía Greene, no sólo por ser una obra maestra de su director sino también por haber sido concebida directamente para el cine, por encargo del productor Alexander Korda. La premisa: que la historia transcurriera en la Viena de posguerra, tironeada entre las cuatro fuerzas de ocupación: los aliados norteamericanos, ingleses, franceses y soviéticos. Aunque a Greene no le gustaba nada la escena de la vuelta al mundo con la que Harry Lime (un satánico Orson Welles, autor del agregado) volvía de la muerte ante su amigo Holly Martins (Joseph Cotten), alguna vez se confesó satisfecho con la película en general y escribió en sus memorias que era mejor que el original literario (que, aclaraba, “no se propuso ser otra cosa que material crudo para un film”). Reed y Greene viajaron a la capital austríaca, donde trabajaron juntos en el guión y en la continuidad de la historia, actuándose escenas el uno al otro. Sólo habían diferido seriamente en lo que hacía a la resolución: a Greene le parecía que “un entretenimiento tan ligero como es éste” no podía cargar con el infeliz final que Reed finalmente filmó para su película. Para Reed, la alternativa (es decir, que Anna –Alida Valli– se fuera con Holly casi pisoteando el cadáver aún tibio de Harry Lime, por muy detestable que fuera este personaje) resultaba sumamente “cínica”.
A fines de los cincuenta (cuando a la lista de Greene llevados al cine ya se habían sumado, entre otros, una remake de Un arma en venta dirigida por James Cagney; el Saint Joan de Otto Preminger y una primera versión de El fin de la aventura de Edward Dmytryk con Deborah Kerr y Van Johnson), Reed reincidió con Nuestro hombre en La Habana. Es decir: Alec Guinnessinterpretando con exacto sentido del humor a Jim Wormold, vendedor de aspiradoras hogareñas “atómicas” e improvisado agente del servicio británico. Concebida como una comedia desde un principio, La Habana resultaba para Greene perfecta, en virtud de “los absurdos de la Guerra Fría (¿quién puede aceptar la supervivencia del capitalismo occidental como una gran causa?)”. El rodaje fue en la Cuba de una revolución todavía humeante y Reed tuvo que lidiar con el censor oficial que acompañaba al equipo: “Querían asegurarse de que nuestra historia, que estaba ambientada en el viejo régimen, mostrara lo policíaco que era el Estado entonces. Hicimos eso con algunas escenas pequeñas y extrañas, y referencias a la tortura de prisioneros políticos. Las autoridades no querían que pareciera que nada de lo que ocurría bajo el régimen de Batista podía volver a ocurrir. Pero en su mayor parte era una comedia y no podíamos hacerlo demasiado pesado”.
En los sesenta y setenta proliferaron las versiones televisivas sobre la obra de Greene, aunque durante esa década y la siguiente serían llevadas al cine Inglaterra me hizo así, Viajes con mi tía (de George Cukor, con Maggie Smith), Los comediantes y hasta una remake turca de Un arma en venta (Yarali Kurt), además de El poder y la gloria (con Laurence Olivier y George C. Scott) y El tren de Estambul, basado en la primera novela escrita, según su autor, con fines descaradamente comerciales, entre ellos el de vender los derechos cinematográficos (sólo que les ganarían de mano, se lamentaba Greene, varias películas de espionaje y trenes, tales como El expreso de Shanghai, con Marlene Dietrich: “Mi película llegó tarde y fue por mucho la peor, aunque no tan mala como la posterior producción de la BBC”).
El factor humano, una gran película de Otto Preminger basada en la por entonces muy reciente novela homónima, con Nicol Williamson como el doble agente Maurice Castle, salvaría la pobre cosecha de films sobre Greene de los ochenta. Greene había querido escribir, “después de la guerra, una novela de espionaje libre de la violencia convencional, la cual no ha sido, a pesar de James Bond, una característica del Servicio Secreto Británico. Quería presentar al Servicio sin ningún romanticismo, como una forma de vida, hombres yendo a diario a sus oficinas a ganarse sus pensiones, como en cualquier otra profesión. Una rutina nada peligrosa. En mis épocas en el Servicio, durante la Segunda Guerra, primero en Africa y luego en Londres, yo mismo había encontrado muy poca excitación y melodrama”.
Entre las adaptaciones, en general televisivas, de los ochenta (El décimo hombre, con Anthony Hopkins y Kristin Scott Thomas; ¿Podría prestarnos a su marido?, con Dirk Bogarde; Monseñor Quijote, con Alec Guinness; El Dr. Fischer de Ginebra, con James Mason y Alan Bates) se destaca, por así decirlo, la poco feliz El cónsul honorario, de 1983, con Richard Gere como un médico anglo-paraguayo haciendo ya lo que haría hasta el fastidio (sonrisa, gesto único de preocupación), e insistiendo ante un oscuro policía correntino (Bob Hoskins con bigote) que no le interesa la política. Ambientada en la frontera argentino-paraguaya, pero rodada en México, El cónsul... comparte en lo cinematográfico dos aspectos con El americano: el conflicto de dos hombres enamorados de una misma mujer (nativa) y a Michael Caine como el mayor de ellos, el diplomático del título con cierta afición por el whisky. Con Greene ya muerto, en los noventa siguió escaseando la producción sobre su obra, aunque se recobró cierto prestigio gracias a la oscarizable versión de El fin de la aventura (acá estrenada con el título El ocaso de un amor), de Neil Jordan, con Ralph Fiennes, Julianne Moore y Stephen Rea.

AMERICAN PSYCHO
ATACA DE NUEVO
En su reseña para el semanario neoyorquino The Village Voice, el crítico J. Hoberman señala que el guión de laversión cinematográfica de El americano impasible de Mankiewicz había sido revisado por su director con asistencia de Edward C. Landsdale, el “chico maravilla” de la CIA sobre quien estaría modelado el personaje de Pyle, entonces encarnado por el veterano de guerra Audie Murphy, en lo que resultaba un verdadera “inversión de la ideología de la novela de Greene”. Hoberman encuentra “irónico” que el joven Jean-Luc Godard elogiara la película en la revista Cahiers por “mejorar” a su original literario, y la ubicara a la cabeza de sus diez favoritas de 1958, mientras se preguntaba con entusiasmo “qué film fantástico hubiera hecho Aldrich –por no mencionar a Welles– de este magnífico guión”. La respuesta de Greene a la película, en cambio, no fue en absoluto impasible: “Ésta es la primera vez –escribió en su artículo titulado La traición del Sr. Joseph L. Mankiewicz– que un director de cine ha usado su film como un arma para asesinar a su autor”.
Diez años les llevó a Sydney Pollack y al director australiano Philip Noyce (el de Terror a bordo y dos Tom Clancy: Juego de patriotas y Peligro inminente) poner a punto El americano. Y cuando finalmente estuvo lista para estrenarse, hacia fines del 2001, el horno no estaba para bollos (o al menos eso pensó Harvey Weinstein, de Miramax). La versión estrenada con un año de retraso puede tener algún que otro corte –se dice que desapareció alguna mención al “aventurismo americano”– pero, básicamente, puede funcionar como el ajuste de cuentas pendiente desde el ‘58. No tanto por la noción ya gastada y prescindible de fidelidad con la que se suelen juzgar las transposiciones de libros famosos al cine sino porque –si bien la película desaprovecha algunos diálogos que definen de un golpe seco y perfectamente cinematográfico (como cuando a Fowler le preguntan si se vuelve a su país y él contesta: “No. A Inglaterra”)– al menos queda saldada la traición a la que se refería Greene, en el sentido de que Pyle sí encarna esta vez al monstruo de la bondad y la ingenuidad. “Dios nos proteja de los buenos y los inocentes”, escribía Greene.
Del rodaje en Vietnam, nadie pareció volver con tanta energía como el siempre increíble Michael Caine, quien asume a Fowler, en sus propias palabras, como él lo vio siempre: como un “Mister Hyde para el Dr. Jekyll que era el propio Greene”. Caine conoció personalmente a Greene en 1983, en ocasión del rodaje de El cónsul honorario: “Se me presentó en un restaurante una noche y me dijo cuánto odiaba la película, en términos nada ambiguos”. Caine le explicó entonces que él no tenía nada que ver ni con la dirección ni con el guión (que era, en rigor, de Christopher Hampton, director de Carrington, y ahora coguionista de El americano). “De Greene –dice Caine, de vuelta de Vietnam– copié algunas cosas de su manera de hablar y de sus movimientos. Eran movimientos muy pequeños...” El resto de la vida de Fowler consistía en el opio (“el más feliz de mis recuerdos en los cuatro inviernos que pasé en Indochina”, escribió Greene en sus memorias) y Fuong, una chica joven y linda como tantas que, dice Caine, conoció en su paso por Vietnam: “Todos los días veía a estos Thomas Fowler que se sentaban por ahí, escribían algo y se hacían amigos de aquellas chicas. Sentí una tremenda tristeza por los tipos que no pueden lidiar con una mujer de su edad. Atravesé diferentes etapas: primero me pareció desagradable, luego gracioso y finalmente terriblemente triste. La que puse en pantalla es la última”.
Habría que ver, no obstante, qué opinaría Greene de la interpretación que hace Caine acerca de que su novela no es exactamente antinorteamericana sino que está en contra de “aquella gente que llevó a los norteamericanos a la guerra de Vietnam”. La película de Noyce extiende el final con una sucesión de recortes de periódicos que registran la escalada de la intervención norteamericana hasta el comienzo de la guerra, como reafirmando el carácter profético que se le adjudica casi sin discusión al libro. “Cada vez que le recuerdo a alguien –dice Caine– queal finalizar la guerra había 150 millones de personas manifestándose en las calles de Estados Unidos, la gente me pregunta: ‘¿’Y por qué fuimos entonces?’. Y yo les digo que es porque no leyeron El americano impasible.”.

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