radar

Domingo, 28 de septiembre de 2003

NOTA DE TAPA

Bésame mucho

Viajero y políglota, autor del afiche de 8 y 1/2 de Fellini, director de Ciao Manhattan (clásico del underground pop sobre Edie Sedgwick, icono absoluto de los años Warhol) y productor de Naked Tango (una accidentada recreación norteamericana de la mala vida porteña en los años veinte), el norteamericano David Weisman es más conocido como el hombre que hizo posible El beso de la mujer araña, el film de Héctor Babenco basado en la novela de Manuel Puig, un experimento multicultural que hace veinte años abrió la brecha de lo que hoy se conoce como “cine independiente”. De paso por Buenos Aires, donde estuvo entrevistando a familiares y amigos de Puig para un documental en proceso, Weisman evocó para Radar su relación con el escritor argentino, lanzó una inesperada primicia y reconstruyó largamente el backstage de una película mítica, capaz de flirtear dos años con la catástrofe, sobrevivir a todo y hasta llevarse un Oscar de la Academia.

POR ALAN PAULS

Se podrían haber conocido en 1962, en Roma, adonde habían ido a parar llevados por el cine y donde coincidieron –ignorándose– durante un mes entero. Manuel Puig era un treintañero que de día languidecía estudiando cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia y de noche, recluido en un cuarto alquilado de la calle Amerigo Vespucci, renegaba con uno de los tantos guiones que dejaría inconclusos, la historia de una neurótica fascinante que enamora a un hombre débil y lo hace polvo. Muy cerca de allí, David Weisman, ex estudiante de artes de la universidad de Syracuse, rendía examen en los estudios de Cinecittà ante un jurado compuesto por una sola persona –la única, por lo demás, por la que estaba dispuesto a darlo absolutamente todo: Federico Fellini. El joven Weisman había comprendido que tenía que ir a Roma apenas vio en el cineclub de la universidad las primeras imágenes de La dolce vita, que lo encandilaron y –milagro– le inocularon de manera instantánea un dominio pasmoso del italiano, el mismo que le inoculó con respecto al francés Et Dieu créa la femme, el clásico de Roger Vadim y Brigitte Bardot que le tocó ver a bordo del barco que lo llevaba de Canadá a Dinamarca, por aquel entonces la manera más barata que tenían los estudiantes norteamericanos de viajar a Europa y que Weisman, de todos modos, se las había ingeniado para sofisticar llevándose a bordo el Triumph convertible –réplica del que maneja Marcello Mastroianni en La dolce vita– que se había comprado con el dinero ganado haciendo caricaturas en Québec. Así que para demostrar sus habilidades gráficas, Weisman –mientras Puig bostezaba en el Centro Sperimentale– tenía que retratar a Fellini ahí mismo, a mano alzada, y soportar que Fellini, despuntando un vicio de juventud que nunca lo abandonó, lo caricaturizara a su vez a él. Duelo o examen, Weisman lo ganó, lo aprobó y consiguió su primer trabajo en cine: diseñar el poster de 8 y 1/2, la película que Fellini acababa de terminar de rodar.
Tampoco se conocieron al año siguiente, cuando Weisman, nómade precoz pero ya incurable, recaló en Buenos Aires, donde tenía familia –en los veinte, un tío materno, Pinchos Borenstein, pariente de Tato Bores, había sido cantor en la sinagoga de la calle Paso–, y se entretuvo caminando por la calle Florida, la misma donde Pinchos había caído muerto en 1955, víctima de un infarto, mientras la Fuerza Aérea bombardeaba la Plaza de Mayo. Puig no estaba en Buenos Aires sino en Nueva York, trabajando en el counter de Air France.
Pero lo que ni la swinging Roma del ‘62 ni la Buenos Aires del ‘63 consiguieron lo consiguió veinte años más tarde, en septiembre de 1983, la salvaje y monstruosa San Pablo. Fue ahí, en la suite del hotel Maksoud Plaza que usaba a modo de oficina, donde Héctor Babenco presentó por fin a Manuel Puig y a David Weisman, y terminó de sellar la alianza que alumbraría una bella amistad y una película atípica, ajena a todos los moldes de producción de la época, que orilló la catástrofe durante más de dos años y sobrevivió y triunfó, y hoy ya es un clásico: El beso de la mujer araña.

En rigor, cuando Weisman entró a la suite del Maksoud Plaza y sorprendió a Puig (no a Babenco) mostrándole a Sonia Braga cómo tenía que interpretar a Leni, la cantante de la película nazi incluida en El beso... (“Le decía que llevara las manos al costado de la cabeza y pensara en un dolor de hígado”), el film recién estaba en proceso de preproducción, pero llevaba ya más de un año tratando de nacer, período a lo largo del cual había acumulado tantos vaivenes y contratiempos que ya parecía viejo. Y Weisman, que era su productor, los había vivido todos.
El director brasileño Arnaldo Jabor le había presentado a Babenco a principios de 1982, en Los Angeles, donde Babenco, aprovechando un tour de promoción de Pixote, que acababa de ganar el Premio de la Crítica de Nueva York, intentaba vender algunos proyectos. Uno era una película deaventuras en el Amazonas a fines del siglo XIX, basada en una novela de Marcio Souza. El otro, una adaptación de la novela de Puig, El beso de la mujer araña, publicada en España en 1976 y traducida al inglés en 1979. El problema, dijo Babenco, era que Puig se negaba a vender los derechos. Weisman, que paliaba el déficit de anglofonía de Babenco con un impecable portugués aprendido de algún clásico del cine brasileño, había oído hablar de Puig, pero no había leído la novela. Escuchó con atención el “resumen perfecto” que le recitó Babenco y de puro porfiado le preguntó a qué actores veía en esos dos personajes que Puig había decidido encerrar en la misma celda, Molina (el homosexual) y Valentín (el guerrillero). “Burt Lancaster y Richard Gere”, contestó Babenco.
Ésos fueron los nombres que Weisman, después de repetir la sinopsis de la novela, tiró “un poco para bluffear, al estilo vendedor de autos”, en una reunión con George Burn y Ben Benjamin, los ejecutivos de una agencia de Hollywood que aspiraba a representar a Babenco. “Y Benjamin –un señor elegante, de pelo plateado, muy vieja guardia– dice: ‘Qué interesante: yo soy el agente de Burt Lancaster, y sé que Burt lleva años buscando un papel como éste. ¿Por qué no me alcanzan la novela?’. Dos días más tarde me llama su secretaria y me pregunta si podemos reunirnos con él y con Lancaster el sábado a la mañana. Guau. Vamos. Nos atiende Lancaster eufórico, con la novela en la mano, toda subrayada, y dice: ‘Esto es una obra maestra’.”
Con la conformidad de un peso pesado como Lancaster, pensaba Babenco, Puig tendría que rever su posición. Gere, que gozaba entonces de la fama de American Gigoló, cayó en la red pocos días después. Weisman había organizado una cena para que Babenco conociera a Leonard Schrader, el guionista que había elegido para el proyecto. Comían en un restaurante cuando apareció Paul Schrader, hermano de Leonard y director de American Gigoló, que cenaba con Gere en el restaurante de al lado. “Parece que Gere se enteró de que estábamos todos ahí y se puso a gritar: ‘I wanna meet Babenco! I wanna meet Babenco!’. Por ese entonces tenía una novia brasileña, una pintora llamada Silvia Martínez, y acababa de llegar de Brasil, donde había conocido a todos los cineastas menos a Héctor. Así que Paul, que estaba muy borracho, le dice a Leonard que le pregunte a Babenco si quiere conocer a Richard Gere. Y Babenco dice: ‘Me están jodiendo. ¿Qué es esta joda?’. ‘No, en serio: está acá, en el baño del restaurante.’ Paul lo tenía escondido: quería cerciorarse primero de que Babenco aceptaría verlo. Así que vino a nuestra mesa y, al cabo de un par de horas de conversación, Gere ya estaba adentro de la película.”

Puig depuso su reticencia y vendió los derechos de El beso de la mujer araña. Azar o necesidad –en todo caso justicia poética inobjetable–, Weisman sacó el dinero para comprárselos de las lejanas arcas del pop art, la revolución plástica que Puig había sido uno de los primeros en trasplantar al lenguaje de la literatura. En 1972, Weisman había codirigido con John Palmer, un discípulo de Andy Warhol, Ciao Manhattan, una crónica à clef sobre (y protagonizada por) Edie Sedgwick, icono de los años sesenta y sacerdotisa suprema de la factoría Warhol. La película no pasó de ser una joya de culto del underground neoyorquino (“Nunca nadie vio una película underground, pero no había nadie que no hablara de ellas”), hasta que, diez años más tarde, una biografía de Jean Stein y George Plimpton exhumó la figura de Sedgwick y la consagró chica del año, “mucho más incluso que en 1965, cuando Edie –María Magdalena– y Warhol -San Pablo– decretaron que la cultura de la celebridad reemplazaría a la religión y la educación”. La resurrección de Sedgwick decidió a Weisman a desempolvar su vieja cult movie y a reestrenarla. Estuvo cuatro meses en cartel en el Quad Cinema de Nueva York; de la recaudación salieron los fondos que formalizaron definitivamente la existencia de un proyectollamado El beso de la mujer araña. Weisman destinó una parte a comprarle a Puig la opción de la novela, y otra a financiar el guión que Leonard Schrader empezó a escribir en 1982.

Hélàs, no sería el único. Además de ser la primera producción independiente que ganó un Oscar de la Academia, El beso... pasaría a la historia como la película de los cuatro guiones... simultáneos. El primero, el “oficial”, era el de Schrader, cerebral, meticuloso y sobre todo lentísimo (catorce meses), escrito a cuatro manos en el departamento de Weisman: el calvinista Schrader pensaba, pensaba, pensaba y escribía después –a mano– un puñado de renglones que Weisman procedía a pasar a máquina. Pero cada sábado, cuando tocaba el timbre de la casa de Lancaster con el raquítico fajo de páginas en la mano, el productor tropezaba con el mismo extraño espectáculo: un Lancaster irreconocible, fuera de sí, que enarbolaba su ejemplar anotado de El beso de la mujer araña y le aullaba en la cara: “Schrader no es un escritor: ¡es un dactilógrafo!”; o bien: “¡No tenés nada! ¡Ni director, ni guionista, ni nada! Lo único que tenés es esto (primer plano del ejemplar de la novela): ¡Puig, Puig, Puig!”. Del segundo guión, pues, se encargó el mismo Lancaster, manteniéndolo en secreto hasta el final, hasta que fue demasiado tarde. Un tercero, mientras tanto, iba escribiéndose en las oficinas de Babenco en San Pablo, también a cuatro manos, entre el director y Jorge Durán, su coguionista en Pixote: era el back-up que Babenco había decidido asegurarse por si el veto de Lancaster contra Schrader pasaba a mayores o si se desmoronaba el andamiaje de la producción que Weisman intentaba emplazar en los Estados Unidos. Y el cuarto, que alimentaba de a rachas el de Babenco, era el del propio Puig, que desconfiaba de todos los demás y tomaba como punto de partida la versión teatral que él mismo había escrito en 1981.
“Todo era muy complicado –recuerda Weisman–. Schrader estaba contratado, pero sin Lancaster la película no se hacía. (En el ínterin ya habíamos perdido a Gere: venía de hacer de argentino en El cónsul honorario, y el personaje de Valentín de El beso... le parecía un poco redundante para su carrera.) Y Babenco, a su vez, pensaba que si todo se caía, siempre podía hacer la película en Brasil, llevándose a Lancaster o usando el elenco que había trabajado en la obra de teatro. En un momento dado, la actitud de Lancaster se hizo tan hostil que tuvimos que meter a Schrader en el closet y fingir ante Lancaster que el que escribía era Babenco, en portugués, y yo el que traducía al inglés.”
La simulación se prolongó hasta principios de 1983. Y en abril, de golpe, dejó de ser necesaria. “Un día, ¡pip!: el timbre suena. Llega un mensajero con un sobre: el guión de Burt Lancaster. Babenco estaba en Los Angeles, así que lo llamo a Leonard y nos reunimos. Tengo una imagen muy fuerte de esa tarde: los tres en lo de Leonard, yo sentado en el piso, leyendo el guión y traduciéndolo para Héctor, hasta que al cabo de, no sé, unas muy pocas páginas, todos empezamos a reír, a reír sin parar, y en un momento ya no sabemos si nos reímos o estamos llorando. Lo cierto es que nunca terminamos de leerlo. Creo que incluso nunca llegó a manos de Manuel. Era un guión imposible. Un chiste. Lancaster había escrito... La jaula de las locas.”

Weisman sostiene que, por extraño que parezca, El beso de la mujer araña nunca fue considerada una película gay. The Advocate, el house organ nacional de la comunidad homosexual, cubrió el estreno con una reseña incisiva y algunos artículos de apoyo, entre ellos una larga entrevista con Manuel Puig, pero eso fue todo. Y a principios de los noventa, cuando lanzó su número especial dedicado a Lo Gay en Hollywood (temas y personajes homosexuales retratados en la pantalla a lo largo de la historia de la industria cinematográfica), El beso de la mujer arañabrillaba por su ausencia en la lista de los cien casos más memorables. “Sin embargo –dice Weisman–, el viernes de julio de 1985 en que se estrenó, en que literalmente estalló ante el público, todos los diarios de los Estados Unidos lucían en sus primeras planas el mismo titular: ‘Agoniza Rock Hudson’. El último papel que le tocó a Hudson en la vida fue el de mártir gay, el mismo que le toca desempeñar a Molina en la película (aunque Puig escribió su novela a mediados de los años setenta, cuando el sida ni siquiera era una profecía paranoica). Ese día, a las once de la mañana, todas las señoras del East Side parecían haberse reunido allí, en esa larga cola que salía de la boletería del cine, con las bolsas de Bloomingdales colgadas de un brazo y el diario plegado debajo del otro, esperando el comienzo de la primera función, enfermas de preocupación por la suerte de sus hijos gays. Pero, ¿quién podía conocer la conexión entre El beso de la mujer araña y la agonía de Rock Hudson? Sólo el zeitgeist.”

Todo se caía a pedazos. Babenco volvió a Brasil furioso, maldiciendo a los Estados Unidos por el año de vida que había perdido. Lo único que quedaba en pie, a esa altura del partido, eran las 118 páginas del meticuloso guión de Schrader (en las que Puig, por otra parte, no veía la hora de meter mano) y el entusiasmo con que las había leído Raúl Juliá, por entonces más un actor de teatro que de cine, en quien Babenco había pensado para reemplazar a Gere y, sobre todo, harto de la cacofonía anglófona, “para tener a alguien latino con quien poder hablar”. Y fue esa nueva “pata latina” del proyecto la que –inesperadamente– lo hizo resucitar. Confirmando la tesis conspirativa según la cual la secta que decide todos los negocios de Hollywood no es la de los productores sino la de los representantes, en marzo –cuando Lancaster aún no había expuesto su peculiar interpretación de la novela de Puig–, el agente de Juliá le había pasado el guión a su socio armenio, Gene Parseghian, y le había contagiado el entusiasmo de su cliente. Parseghian lo leyó, llamó a Weisman y, después de confesarle que era el mejor guión que había leído en los últimos diez años, le ofreció uno de los clientes más encumbrados de su cartera: William Hurt. Weisman rechazó cortésmente la oferta: Lancaster seguía en el proyecto y el perfil de Hurt, que con Cuerpos ardientes, la opera prima de Lawrence Kasdan, acababa de revelarse como el nuevo duro sexy de Hollywood, no parecía muy en sincro con las delicadezas del personaje de Molina. “Pero David –había objetado Babenco al enterarse del ofrecimiento–, ¡Hurt es un jugador de fútbol!”
Una vez descartado Lancaster, sin embargo, Weisman levantó el teléfono y descubrió que la oferta de Parseghian seguía en pie. Hurt recibió el guión en Londres, donde terminaba de filmar Gorky Park. “En la entrevista que le hice para el DVD de El beso..., Parseghian me cuenta que Hurt lo llamó tres días después y le dijo que estaba dispuesto a ponerse de rodillas con tal de conseguir el papel de Molina.” Weisman habló con Babenco: “Tengo una novedad –le dijo–. ¿Te acordás de William Hurt?”. “Basta, David -dijo Babenco–. ¿Otra vez con eso?” “No tenemos nada que perder. Probemos”, contestó Weisman. Y el 4 de julio de 1983, Hurt, Juliá, Weisman, Babenco y una trajeada legión de abogados y agentes se reunían en Nueva York para firmar los contratos. Las condiciones eran francamente excepcionales. Hurt y Juliá cobrarían el mínimo fijado por el sindicato de actores: 1080 dólares por semana. Y Hurt, el actor-consuelo, el “futbolista”, el ersatz irrisorio de Burt Lancaster, terminaría siendo una de las claves del éxito de la película.

El beso de la mujer araña fue la primera gran producción internacional montada con la estructura de una cooperativa. Hurt, Juliá, Babenco y Weisman aceptaron cobrar salarios ínfimos a cambio de una participación en los dividendos. Un tercio del presupuesto (la parte norteamericana)provino de dos amigos de Weisman, Jane Holzer (la Baby Jane de la Factory de Warhol, que también hacía un cameo en Ciao Manhattan) y Michael Maiello. La parte brasileña, en cruzeiros –moneda que en 1983 vivía las aventuras inflacionarias típicas de esa época en el Cono Sur–, salió del grupo de nueve inversores paulistas que reunió y formalizó legalmente el abogado Altamiro Boscoli. La mayoría eran coleccionistas de arte amigos de Babenco. “Algunos pensaban que el proyecto era un emprendimiento artístico que merecía apoyo; otros lo tomaron como una suerte de experimento financiero, para ver hasta qué punto era práctico invertir en costos de producción locales, en cruzeiros, a cambio de acciones que más tarde cotizarían en dólares. En otras palabras: invertir en El beso... era una manera legal de exportar dinero. El costo final de la película –incluidos todos sus excesos, que no fueron pocos– alcanzó el millón 400 mil dólares, dos o tres veces el presupuesto de una producción brasileña standard de la época.” Dado que la tendencia indie recién despuntaba, las recaudaciones, aunque significativas, no reflejan del todo el impacto que produjo la película. Apenas siete años más tarde, cuando el cine independiente ya empezaba a afirmarse como una alternativa al mainstream, un film como El juego de las lágrimas de Neil Jordan triplicaba la taquilla norteamericana del film de Babenco: 17,5 millones entre julio de 1985 y marzo de 1986, una semana después de los Oscar, cuando –a raíz de un litigio entre la industria del video doméstico y los exhibidores, que denunciaban la competencia desigual entre la exhibición en cines y la reproducción en video– fue retirada de las 400 salas del país que la exhibían. “La película desapareció en un agujero negro –recuerda Weisman con amargura–, y recién volvió a proyectarse en el 2001, en un evento especial organizado en el Lincoln Center de Nueva York.”

La filmación arrancó en septiembre de 1983, en San Pablo, mientras el guión seguía reclamando transformaciones. Algunas obedecían a razones estrictamente legales: la Universal vetó el uso de las imágenes de La mujer pantera, el clásico de Jacques Tourneur con el que Molina hechiza a Valentín en la celda, y hubo que circunscribir el efecto cine-dentro-del-cine a la película nazi. “Schrader viajó a San Pablo, pero ya estaba destruido: era como un veterano de guerra que ha pasado demasiado tiempo en combate. Sólo pensaba en preservar su trabajo, cuando lo que el guión necesitaba era una reestructuración masiva. Y a la vez, su hermano Paul lo reclamaba desde Tokio, donde empezaba la preproducción de Mishima, un proyecto que llevaban años preparando juntos. (Mishima compartía con El beso... un inversor, la compañía japonesa Filmlink, y también coincidieron, después, en la misma edición del Festival de Cannes; pero mientras la película de Schrader era tratada como ‘la prima rica de la ciudad’, a la nuestra la trataban como ‘la prima pobre del campo’).”
De modo que al poco tiempo, cuando la partida de Schrader a Tokio era inminente, Puig, desde su casa de Ipanema, en Río de Janeiro, vio la oportunidad de entrar en acción y no la desaprovechó. Nunca fue al rodaje, pero trabajó en el guión a lo largo de todo el proceso, de septiembre a noviembre, devolviéndole algo del humor, la elasticidad y la carne que Schrader, austero y racionalista, había reprimido. “Manuel reescribía y bordaba: estaba fresco, lleno de energía y de ideas, y tenía un ingenio encantador. Aprovechando el puente aéreo entre Río y San Pablo, venía dos o tres veces por semana y se quedaba en mi cuarto en el Maksoud Plaza, cumpliendo con una rutina inflexible: escribía, nadaba, almorzaba, dormía una siesta y volvía a escribir. Pero en el hotel vivíamos todos, Leonard incluido, y cuando se fue a Tokio, dos semanas después de que Manuel empezara a trabajar en el guión, era evidente que estaba muy molesto: sentía que yo lo había traicionado, y creo que nunca me lo perdonó.” Cada mañana, Weisman sorprendía a Babenco con las nuevas páginas que Puig había puesto a punto la víspera. Solían llevárselas al set, juntos, pero también, a menudo, a su departamento, a veces a las 6 de la mañana, antes incluso de que Babenco estuviera lo suficientemente despierto como para leerlas. “En la entrevista que le hice para el DVD, Babenco comenta que se sentía como ‘bajo un régimen tipo Gestapo, con Weisman y Puig ahí, esperando en un sillón de mi living, sin darme tiempo siquiera a hacer el primer pis de la mañana’.” Otro damnificado por el asedio de Puig y Weisman era Hurt, que llegaba al set con sus partes bien ensayadas y poco antes de que la cámara se pusiera en marcha descubría que las escenas que tenía que actuar eran otras. “¿Qué es esto? –gritaba irritado–. ¿Una película o una telenovela?”

Según Weisman, la gran carrera de El beso de la mujer araña empezó en mayo de 1985, cuando Hurt ganó el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes. “Ese antecedente fue decisivo para que los críticos de Nueva York aprobaran su trabajo. Porque hasta ese momento nadie sabía muy bien cómo iba a caer. La de Hurt era una actuación sin medias tintas: o te la tragabas, o no. Y se la tragaron. Y el premio hizo que la fecha de estreno de la película se adelantara de septiembre a julio.” Fue el viernes 26 de julio, en Nueva York, en una sola sala, la Cinema One de la Tercera Avenida. “Estamos a mediados de 1985: casi no había SoHo, no existían ni Miramax ni el cine independiente. Y la película fue un fenómeno. La primera función era al mediodía. La sala tenía 800 butacas. Con mucha suerte, una buena primera función podía reunir unos cien espectadores. Pues bien: ese viernes, a las diez y media de la mañana, ya estaba todo vendido. No me preguntes por qué: era el zeitgeist. El clima de la época. Había algo en el aire. Poco tiempo antes, Time había dedicado su tapa al fenómeno yuppie, igual que en 1967 había dedicado una al hippismo. Y los yuppies eran gente que quería algo más: buena cocina, no hamburguesas; un buen vino, no Coca-Cola; y películas que no fueran Rambo III y toda esa mierda de Hollywood. Cine independiente, bah. Porque el cine independiente es un invento yuppie. (No la cinefilia, que para mí es algo eterno.) Había un mercado yuppie que buscaba cosas diferentes, y El beso de la mujer araña era diferente. Unica. No era americana, no era extranjera: era un híbrido, y no tenía antecedentes. La primera semana hizo 108 mil dólares, cuando el record del Cinema One era como de 91 mil y en una semana de Navidad, con un estreno supercomercial como En la laguna dorada, con todos los Fonda en el elenco. La segunda semana hizo 98 mil. Y así fue en todas partes: Boston, Chicago, Los Angeles... Siempre en un solo cine.”

Catorce parece haber sido la cifra de la pesadilla para El beso de la mujer araña. Catorce meses duró el calvario del guión, y catorce, también, el otro via crucis que casi acaba con todo y con todos: la etapa del montaje. El rodaje en San Pablo había devorado prácticamente todo el dinero. Quedaba cash para dos meses de trabajo; el resto dependía de los malabarismos que improvisaran la lengua y las tarjetas de crédito de Weisman. El material de la película, por otra parte, aunque artísticamente muy estimulante, era de una pasmosa fragilidad: “Era delicado como una telaraña: un paso en falso y todo colapsaba”. Para colmo, promediando la edición, en agosto de 1984, dos golpes casi simultáneos hicieron temblar la diezmada vitalidad de la tripulación. Los miembros del comité de selección del Festival de Cine de Nueva York abandonaron en masa la sala cuando recién se habían proyectado cuatro de los 17 rollos de la película, que por entonces –era un montaje provisorio, armado para el festival– duraba dos exigentes horas y 43 minutos. Y una semana después, Weisman, en Los Angeles, recibe una llamada de Brasil informándole que acaban dediagnosticarle a Babenco un cáncer linfático. “Héctor es pura energía, una verdadera fuerza de la naturaleza, pero eso era mucho más de lo que cualquiera podía soportar. Así que la edición quedó en mis manos.” Weisman no estaba del todo solo. Leonard Schrader, que acababa de volver de Japón de la experiencia Mishima, se le unió en la sala de montaje, pero, como el productor no tardó en descubrir, menos con la intención de colaborar que de restablecer la lógica de su guión original, que la mano de Puig había “pervertido”. “La última etapa de la posproducción fue demencial: tuvimos que hacer el 75 por ciento del doblaje y la mezcla al mismo tiempo que reducíamos el metraje total de la película en 40 minutos. La receta perfecta del desastre.”

Pero lo que los franceses metaforizan con la meteorología –après la pluie le beau temps–, Hollywood prefiere traducirlo a la jerga bíblica del apocalipsis y la salvación. Como lo demuestra la cascada de premios que El beso de la mujer araña recibió en 1985, la catástrofe suele ser la medida heroica y sacrificial de la proeza. Además de ganar en Cannes, William Hurt –ya un ex futbolista, definitivamente– se alzó con el Oscar a mejor actor, el David de Donatello italiano y el premio máximo de la Academia Británica de Cine y TV. Y la película tuvo además dos nominaciones al Oscar (Babenco a mejor director, Schrader a mejor guión) y cuatro a los Golden Globes. Sin embargo ahora, cuando Weisman retrocede hasta 1985, lo que más lo deslumbra de ese año glorioso es la presencia de Manuel Puig en Los Angeles. “Estar en Hollywood era un poco el sueño de la vida de Manuel, pero al mismo tiempo no se hacía muchas ilusiones. Era alguien que lo veía todo, como uno de esos Papas de los Borgia capaces de dominar con una mirada todo el tablero. Formábamos una especie de equipo, y estábamos todo el tiempo en movimiento. Él era el que animaba el show, aunque creaba una fachada elaboradísima para dar la impresión de que yo era el que tenía el control de la situación. Ibamos de reunión en reunión, y siempre era Manuel el que marcaba el paso. Más que cualquier otra cosa, creo, Manuel era un entertainer. Y ahí estaba, en el templo mundial del entretenimiento, totalmente cautivante, encantador, seduciendo a todo el mundo. Cenamos con Madonna en el Muse, que entonces era su restaurante favorito, y todavía recuerdo cómo Sean Penn se mantuvo en silencio hasta que se levantó y se fue, y recién volvió cuatro horas más tarde a llevársela, y cómo se irritaba cuando Madonna trataba de arrancarle a Manuel una anécdota más. Y al día siguiente estábamos en casa de Bette Midler, que nos recibía en camisón y pantuflas, con ruleros, y con Manuel se quedaban horas hablando de los peinados de los clásicos del cine. Y la noche después estábamos en Helena’s, el club de Jack Nicholson, y Warren Beatty dejaba su mesa atiborrada de estrellitas para venir a sentarse a la nuestra y charlar un poco con Manuel. En realidad, más que la realización de un sueño, estar en Hollywood era para él una oportunidad de oro. Había estado escribiendo guiones à la Hollywood desde mediados de los cincuenta, desde la época del Centro Sperimentale, y había acumulado un enorme archivo de ideas y proyectos. Ahora, con el éxito de El beso de la mujer araña –un éxito que lo regocijaba, aun cuando la película no hubiera ‘tomado’, como decía, ‘el camino que yo hubiera querido’–, sentía que tendría la oportunidad de realizarlos. Fue una verdadera lástima que se fuera tan pronto: en Hollywood, saber esperar es la clave de todo.”
Entre el rodaje de El beso... en San Pablo, en 1983, y la inesperada muerte de Puig, a mediados de 1990, el “equipo” desarrolló tres proyectos para cine: Siete pecados tropicales, Chica Boom y Madrid 37. Ninguno llegó a ver la luz. Chica Boom, cuya idea original era de Weisman, era una comedia atemporal “muy divertida, basada en la premisa de que Carmen Miranda no era brasileña sino una chica judía de Brooklyn, un chiste que había circulado mucho en los años cuarenta y que Manuel adoraba. Levendimos la idea a United Artists, pero creo que nunca hicieron nada con ella”. Madrid 37 era el guión en el que Puig estaba trabajando en julio de 1990, cuando se sometió en Cuernavaca (México) a la operación que le costó la vida. La película sería dirigida por Milena Canonero, una notable diseñadora de vestuario que, además, había coproducido con Weisman Naked Tango. “Milena y yo habíamos estado colaborando largamente con Manuel por teléfono, y se suponía que pasaríamos juntos todo el mes de agosto en la casa nueva de Manuel en Cuernavaca, terminando el guión. No pasa un año sin que Milena me pregunte con tono de lamento: ‘¿Seguro, David, que no hay manera de encontrar el borrador del guión de Manuel?’.”

Puede que no, puede que el manuscrito de Madrid 37 se haya perdido para siempre. Pero cuando Weisman dejó Buenos Aires a principios de septiembre, se llevó en sus valijas un jugoso lote de papeles, notas, apuntes y bocetos de Puig, contribución de Carlos –hermano del escritor– al documental con el que Weisman se propone reconstruir algo así como la biografía de una novela. Esos papeles son las primeras señales de vida que dio El beso de la mujer araña: hay varias entrevistas de 1973 en las que una serie de presos políticos liberados por Cámpora narran las condiciones de su confinamiento, hay diagramas de celdas y mapas de cárceles, y hasta hay un primer borrador, escrito a mano, salpicado de correcciones hechas por Puig, de la novela. “Para mí fue como un descubrimiento arqueológico. Ahora tenemos la posibilidad de trazar la evolución y el viaje de la metáfora de Puig –la mujer araña– a través de tres décadas y todos los formatos artísticos: de la novela a la pieza teatral, a la película, al musical de Broadway... Hay pocas ficciones que hayan tenido tantas encarnaciones. Me vienen a la mente Los miserables y El fantasma de la Opera. Pero El beso... es el único caso ‘posmoderno’. Hacer un documental sobre la vida de Manuel sin Manuel sería demasiado para mí. Me parece que contar su vida a través del prisma de esa única metáfora es un proyecto más adecuado y manejable.”
En rigor, el documental es un desprendimiento de la investigación que Weisman emprendió hace un tiempo para alimentar el capítulo “Making of” de la edición DVD de El beso de la mujer araña, que saldrá al mercado el año que viene. Allí, además de incluir materiales propios (horas de video sobre la vida de Puig en Río a mediados de los ochenta), Weisman entrevistó a las piezas clave de la película (Babenco, Hurt, Sonia Braga) y de la versión musical de Broadway (el director/productor Harold Prince, los autores de las canciones John Kander y Fred Ebb, el libretista Terrence McNally, la actriz Chita Rivera, etc.), y a partir de ahí la red de contactos empezó a extenderse por todo el planeta: Mario Fenelli (el gran amigo de Puig de la época del Centro Sperimentale), a los 78 años, en Roma; Guillermo Cabrera Infante en Londres; Pepe Martin (el primer actor que hizo de Molina en teatro) en Madrid; Italo Manzi (como Puig, un coleccionista fanático de oldies cinematográficos) en París... “También en Buenos Aires entrevisté a mucha gente: a su hermano Carlos, claro, y a amigos de Manuel, conocidos, gente cercana. Pude conocer a Male, su madre, que tiene 97 años, y visité el departamento de Charcas donde Manuel vivió y escribió. Y un día, mientras grababa la entrevista con Carlos, el teléfono se puso a sonar y yo me quedé en silencio, y Carlos me miró y me dijo que ése era el mismo teléfono en el que Manuel había recibido la amenaza de muerte de la Triple A con la que decidió irse de la Argentina.”
Era diciembre de 1974, y el mensaje lo recibió Carlos: Puig llevaba ya un año en México, adonde lo habían empujado un clima político hostil y, en particular, la prohibición de su última novela, The Buenos Aires Affair, un inflamable cóctel de sexo y política que narraba a su modo –con la minuciosidad de una lengua de burócrata– una historia de amor, la historia de Gladys y Leo, la historia de una neurótica fascinante queenamora a un hombre débil y lo hace polvo. La historia que Puig intentaba escribir en Roma en 1962, cuando el azar quiso que no se conociera con Weisman, y cuyos derechos Weisman acaba de comprar en Buenos Aires para llevarla al cine.

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Puig y Sonia Braga.
 

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