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Domingo, 27 de marzo de 2005

La dinomanía

Por F. K.

Los dinosaurios se extinguieron dos veces. La primera, hace 65 millones de años: fue la carnicería más grande de la historia. No quedó ni uno solo. Los siglos pasaron; nació, murió y volvió a nacer gente y los dinosaurios se las arreglaron para volver a hacer su entrada triunfal al mundo con la misma furia y ferocidad de siempre. Y entraron de lleno: el cine los recibió con los brazos abiertos. Su nueva casa los volvió estrellas. Los dinosaurios, al fin y al cabo, compartieron cartel a lo largo de la primera parte del siglo XX con las femmes fatales del momento: Bessie Love en El mundo perdido de Harry Hoyt, 1925; Fay Wray en King Kong, 1933; Paula Raymond en The Beast from 20.000 Fathoms (1953), para luego codearse ni más ni menos que con Raquel Welch en Hace un millón de años (1966) de Don Chaffey.
Por entonces, los dinosaurios tenían al mundo bajo sus garras; al fin y al cabo, hasta se desarrolló en su honor una técnica cinematográfica: la animación “stop motion” (que consistía en fotografiar –casi siempre de manera tosca– cuadro por cuadro un monstruo de juguete para dar la impresión de movimiento). En otras ocasiones, la maqueta dejaba el lugar frente a cámaras a auténticas iguanas filmadas en primeros planos que una vez superpuestas en la secuencia convertía a los reptiles (deformados) en amos y señores del espanto.
Pero como les pasó a Mickey Rourke y a Christopher Lambert, a los dinosaurios también se les terminó el cuarto de hora de fama. Sin verlo venir, sus servicios fueron cada vez menos requeridos. Los reemplazaron criaturas no menos monstruosas, pero monumentales al fin, como arañas peludas (en The Incredible Shrinking Man, 1957) y una mujer enorme al borde de un ataque de nervios (Attack of the Fifty Foot Woman, 1958).
Hasta que en 1993 Michael Crichton –una mezcla devaluada entre Agatha Christie y el paleontólogo Stephen Jay Gould– y Steven Spielberg los metieron bajo el desfibrilador y les dieron corriente.
El inglés Richard Owen (1804-1892) habrá inventado en 1840 la palabra “dinosaurio”, pero fueron Crichton y Spielberg quienes les devolvieron a estos animales del pasado (la mayoría lentos, pesados y estúpidos gigantes, y que dominaron el planeta durante 150 millones de años) su pedestal –en este caso, simbólico– de reyes del planeta Tierra. Ni siquiera con King Kong y la saga japonesa de Godzilla estas grandes bestias ocuparon el rol cultural de ídolos o celebridades como para salir sonriendo en las tapas de revistas. Prácticamente, nadie conocía mucho de su pasado y a pocos les importaba: sus nombres eran difíciles y lo único que quedaban de ellos eran huesos escuálidos guardados en las frías y polvorosas salas de los museos. Hasta que apareció en los cines Jurassic Park (1993) y tal indiferencia cayó rendida a las plantas de la “dinomanía”. El argumento no era muy complicado: un viejito ricachón llamado John Hammond construye un megaparque temático cerca de Costa Rica con dinosaurios vivos recreados a partir del ADN de la sangre –justamente– de dinosaurios conservada en el interior de mosquitos sepultados en ámbar fósil. Hasta ahí pura tranquilidad que se vuelve caos cuando los animales se ponen fieros y se complica todo (para los visitantes, entre ellos el paleontólogo Alan Grant y el matemático “caótico” Ian Malcolm). La idea original de Crichton, en un principio, no era nada descabellada. Algo por el estilo había estado rondado por los laboratorios de paleontología desde hacía rato y hasta se publicaron en las revistas Science (el 25 de septiembre de 1992) y Nature (10 de junio de 1993) dos informes de extracción exitosa de pequeños fragmentos genéticos de insectos conservados en ámbar de hasta 130 millones de años de antigüedad. Así y todo, Jurassic Park no deja de ser ciencia ficción. La razón es sencilla: hasta ahora el estudio más completo y pormenorizado de ADN fósil (la secuenciación de un gen de una hoja de magnolio de hace 20 millones de años) no encontró ningún ADN nuclear, que es un compuesto geológicamente inestable y frágil, pero el peor problema de la película (que a fin de cuentas es ficción) no es ése, sino éste: sólo dos de los dinosaurios que aparecen en Jurassic Park vivieron en el período Jurásico: el gigante saurópodo Brachiosaurus y el Dilophosaurus. El resto habitó durante el período que le sigue, el Cretácico. Quizá Cretaceous Park no habría vendido tanto. Nadie lo sabe.

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