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Domingo, 29 de julio de 2007

La vieja costumbre de matar

 Por Vicente Battista

Todo asesinato precisa de una víctima y, claro está, de un asesino. Encontrarlo es el desafío. En esa búsqueda invariablemente se revive la vieja pugna entre el bien y el mal. El bien descansa en el muerto; el mal, en quien lo haya matado. Por consiguiente, resulta de buen gusto que el bien triunfe sobre el mal: recompensa para uno, castigo para el otro. Una consigna algo maniquea que, por fortuna, no siempre se cumple.

En la extensa cadena de asesinatos que registra Occidente, destaca uno del que aún se sigue hablando: Abel muerto por Caín. Tal como leemos en Génesis, el propio Dios se ocupó de pescar al culpable. Una acción que careció de suspenso: fue resuelta en tres o cuatro líneas por una criatura que, según nos han dicho, posee la virtud de estar en todas partes y ver hasta el último rincón. Casi un trámite burocrático. ¿Entonces por qué Caín y Abel no han perdido vigencia? Pienso que no es por el crimen en sí (a lo largo de los años nos hemos encargado de superarlo con creces) sino por el castigo que ese crimen mereció. Dios fue magnánimo con el asesino: expulsó a Caín de sus tierras (“Aunque labres el suelo, no te dará más sus frutos”), pero le perdonó la vida, incluso le brindó protección (“Y Jehová puso una señal en Caín para que nadie que lo encontrase le atacara”) y, por lo que se sabe, el fratricida se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén. Allí formó una familia y engendró un buen número de hijos; en fin, una vida sin sobresaltos.

Para descubrir al asesino de Abel, a Dios sólo le bastó con ser el que es. Nosotros, los mortales, necesitamos más atributos. A fines del 1800 y fiel al positivismo de su época, el médico italiano Cesare Lombroso decidió que asesino se nace. Un ingrato desorden genético te lleva a matar. Para descubrir a ese criminal en ciernes, bastaba observarlo con atención: determinadas formas de su mandíbula, de sus orejas, de sus arcos superciliares, lo condenaban sin remedio. Para esa condena, Lombroso era menos magnánimo que Dios, aseguraba: “Para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos”. Hoy las teorías de Lombroso pertenecen al museo de la curiosidad. Sin embargo, a la hora de resolver un crimen, la ciencia continúa siendo una pieza insoslayable. Las crónicas policiales que leemos en los diarios del mundo y las series de TV dan buena cuenta de ello. Ahí están los Detectives Médicos o CSI, en cualquiera de sus tres versiones (Las Vegas, New York o Miami), para disipar la menor sombra de duda. Provistos de la última tecnología, en menos de una hora resuelven el caso y atrapan al asesino.

En cambio nosotros, que nos proclamamos posmodernos, en el fondo de nuestra alma seguimos siendo lombrosianos: un morocho villero siempre será infinitamente más sospechoso que un rubio de Recoleta. En cuanto a la escena del crimen, tenemos el hábito de destruirla antes de que llegue la policía científica. Ser fieles a Lombroso puede atribuirse a una decadente razón ideológica: los ejemplos abundan. Destruir la escena del crimen debe atribuirse a razones más oscuras. Sirvan como muestra dos asesinatos aún no resueltos: el de María Marta García Belsunce y el de Nora Dalmasso.

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