rosario

Jueves, 30 de octubre de 2008

CONTRATAPA

Gritos y susurros

 Por Luis Novaresio

No me caen bien los actores con micrófono. ¿Perdón? Que no me banco a los actores que usan micrófono en el teatro.

Cuando mi viejo me llevó por primera vez a ver una obra, me contaste, me sorprendí por el sonido de las voces. Era en el club Italiano, ahí en calle Buenos Aires, una puesta del italiano Luigi Pirandello y los actores hablaban en italiano. ¿Te conté que mi viejo era un inmigrante que vino a "hacer la América" después de la Segunda Guerra?. La tinaja (mi papá siempre dijo la "tinaca" y por eso prefería decir que habíamos ido a ver "la giara") cuenta la historia de un tipo malhumorado que lleva a arreglar una vasija grande a un experto que la rompe y que a su vez sueña con tener una tinaja inmensa para llenar de aceite de oliva. El maestro de los seis personajes que buscan autor, del relativismo mejor contado en la dramaturgia con "Así es si le parece", donde muestra todo lo que implica la subjetividad de un sentimiento, la ambición desmedida confundida con envidia, el rencor y la amistad, con una comedia que gira alrededor de esa genial tinaja. Eso lo entendí de grande, me dijiste. Cuando fui al club Italiano, de lo que más me acuerdo, es de las voces.

No hay violín que suene como una mujer que se ríe a tu lado. No hay bajo que golpee como el grito de un hombre que se queja en tu misma habitación. Te miré. La poesía nunca fue lo tuyo, pensé; pero no te lo dije. La voz humana suena mejor. Si es limpia, directa, sin micrófonos. Cuesta algún tiempo acostumbrarte. Algo menos, si podés disfrutar seguido de esa ceremonia casi eclesial de ir a una sala cercada de sillas que albergan almas que van a escuchar. Tu poesía, reconozco ahora, suena algo mejor.

La voz del actor del teatro, al comienzo, luce fingida. Será que son tiempos de tanta palabra pronunciada en la doméstica calle de todos los días, amortiguada por los ipods, en medio de los bailes soñados a los gritos de la tele, en medio de lo telegráfico del diálogo precedido por un "nada" fashion y de turno después del punto y seguido. Hoy, hablar como en el teatro, es lo raro. Trato de entenderte. Ir al teatro es ir a escuchar la pureza directa de la voz hecha palabra. Porque ir al teatro, vi que te posesionabas, es como ir a sentir misa o ceremonia al templo. Nadie osaría interrumpir al hombre que invoca su "baruch jatai adonnai" o un sabe que no es digno de entrar a la Casa pero una palabra de El bastará para sanarlo. Nadie. Ahí no hay cuchicheo, ahí no hay tos (de las toses, dejame que te hable en un rato), no hay casi movimiento en las butacas. Y así siento que es un actor con micrófono. Quise decirte que hoy lo curas usan micrófono. Pero me leíste el pensamiento diciendo que ellos también se habían perdido.

Y te doy algunos ejemplos. Primero fue Alfredo Alcón en el Círculo. ¿Hacía falta que "el" actor argentino y los no menos inmensos María Onetto y Diego Peretti tuvieran que decir su Willy Loman, su Linda y su Biff con micrófonos ambientes? ¿Es el mismo teatro en donde Enrico Carusso se preocupó por la acústica botona que mostraría cualquier defecto? ¿No puede Alcón con su vozarrón conmover hasta el paraíso cuando dice que es un buen tipo mezclado con cemento? Parece que no pudo, imaginé yo. Después fueron Betiana Blum y Luis Brandoni recitando la misma Yazmina Reza que pensó Art o la biografía de Sarkozy. Y otra vez. El Auditorio Fundación es más complicado con el rebote de la voz pero no como para que ellos prefieran un micrófono personal. Nadie puede creerse que un personaje piensa para sí que si el sexo es un hecho meramente animal habría que empezar a relacionarse con bichos domésticos en vez de complicadas mujeres que piensan y hablan después de hacer el amor. Un micrófono buchonea en tono botellero. Es la muerte de la intimidad. Y por fin, Oscar de la mano del "God bless you", la dama de las tablas hija de don doña María Robledo y don Pedro, hermana de María Vaner, todos paridos en el escenario, vuelta la burra al trigo con el amplificado electrónico. ¡Norma Aleandro con micrófono en el Círculo! ¡Dejate de embromar!

No reniego del avance tecnológico que hace que miles y miles puedan oír lo que antes podían unas decenas. Entiendo que un cantante ensamble sus instrumentos con la voz gracias al ecualizador y a todos esos chirimbolos. Pero que los actores se asimilen a los dirigentes que se esconden de la gente alejándose en palcos innecesarios que los protegen del miedo de los gobernados y los sermonean desde atriles custodiados por micrófonos, me suena innecesario. Al menos en esas maravillosas salas paridas para ver teatro, de oreja a boca, de pupila a pupila. En las mismas en donde dieron clases de voz teatral Norma Tiranni, Idilia Solari, Mirko Buchin, Luis Machín, los filodramáticos, Andrea Fiorino, Carlitos Caruso entres tantos y tantos grandes actores de esta ciudad privados de mucho dinero para sus montajes pero con tanto o más talento que cualquiera. De paso, ¿qué pasaría si un funcionario tuviera que criticar a quien sea delante de un centenar de conciudadanos que lo escuchan a tan pocos metros como el timbre de su voz alcance? ¿Habría tanto rigoreo o ironía descalificadora? ¿No habría menos alambique verbal si el que discursea sintiera el ritmo de la respiración del que oye y el que cuenta debiera esforzar su voz y no quebrarla con ayuda de un aparato?

Al teatro no se va a comentar con el contertulio sentado al lado sino a escuchar conmovidos, divertidos o asombrados. A escuchar. A sentir sin intermediaciones innecesarias ¡Si hasta para toser hay que tener ubicación!, me dijiste. Tu viejo, volvimos al recuerdo de Pirandello, nos enseñó que no se tose para no molestar a los actores, primero, y luego -luego﷓ en consideración a los otros espectadores. Si no te la aguantás, te vas afuera de la sala. ¿Capito? Y claro que se entendía. Antes. Entonces. Hoy, como el micrófono cubre (distorsiona) la compañía del eco del silencio, se tose, se estornuda y se atiende el impertinente celular, total los parlantes tapan todo. Me atrevo a decirte, te atreviste conmigo, que los celulares contribuyeron a la cobardía. Acá ya no hay poesía. Hay delirio, pensé. Si alguno tiene que decirte algo desagradable cuenta con la ventaja de encontrarte a cualquier hora en el teléfono portátil en vez de tener coraje de probar con el cara a cara. Me suena a que estás hablando de algo que no conozco, pensé. El micrófono es al teatro lo que celular a la falta de valentía.

En estos tiempos en donde mirarse es por MSN o por Facebook, conversar es chatear, saber del mundo es la pizarra electrónica del Dow Jones o la del riesgo país, escuchar es encerrarte en el auricular privado, que la voz desnuda se nos prive por capricho estético es no sólo innecesario sino como dice el gran dramaturgo siciliano una enorme pena. Nada más ni nada menos. Y yo no me atreví a levantar la voz. Ni a susurrar.

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