rosario

Miércoles, 19 de septiembre de 2012

CONTRATAPA

EL AGUARIBAY FLORECIDO

 Por Jorge Isaías

a Mario Compañy

Cuando con Miguel Corea descubrimos El Eternauta, con su nieve cayendo sobre Buenos Aires, teníamos catorce años y no imaginamos ni siquiera en alguna pesadilla que un día sería ese héroe tan amado, puesto en tela de juicio por políticos de cuarta.

Como él tenía hermanos mayores probablemente le comprarían la revista que la escasez de mis bolsillos no me permitiría. Es decir que yo leía las aventuras de Juan Salvo, de prestado, como correspondía a aquellos tiempos solidarios.

Y ya que estamos con el tiempo, que según Isidoro Blaisten lo único que hace es pasar, yo le agregaría que siempre deja al rescoldo, como si fuera una brasa oculta por cenizas su cuota de afectividad que se debe resguardar aún bajo tormentas y aún bajo temporales que no dejan de acosar.

Por eso, cuando Mario Compañy me llama por teléfono para recordar el aguaribay de mi casa paterna, la mención al poema de Juanele es obvia. Y también, me dice "las calandrias que enseñorean sobre los fresnos". Y yo le agrego: las cotorras nuevas sobre la higuera tan vieja que ya no da higos.

Cuando mi madre vivía todo era distinto porque la casa tenía su música particular.

De ella no tengo una sola imagen, sino muchas y a veces se superpone entre ellas y hasta con las imágenes suyas que me visitan en los sueños. Como esa donde ella atraviesa el patio con un plato en la mano, de regreso seguramente del gallinero donde llevó las sobras del almuerzo a las gallinas. Lo curioso es que tengo una foto de ella con su plato y su batón celeste. Lo que me hace pensar que tal vez fue esa foto vista tantas veces hasta que por una fuerza extraña o incompresible terminara instalándose en el sueño.

O cuando con gran amorosidad recogía los pollitos recién nacidos que podían morir ahogados en los temporales y los depositaba en una canasta, envuelta en un pulóver de lana en desuso cerca de la cocina económica para que recibiera todo ese calor. Y más de una vez, alguno se resistía a salir del huevo, que abrían con sus piquitos, muy despacio. De sólo animarlo al calor, en un par de días salía caminando con sus numerosos hermanitos y pronto era tan vivaz como cualquiera de ellos.

Alguna vez escribí que ella vivía en un reino de cebollas, y tal vez pretendí metaforizar que ella reinaba en la cocina. Y era verdad. Pero una verdad, si bien importante, no se conciliaba con la estricta realidad.

Porque ella lo hacía todo dentro de la casa y también en lo exterior. Cuidaba a los animales domésticos pero además hacía la quinta, salvo puntearla que lo hacía mi padre hasta que fui adolescente. Y esa fue mi tarea y también la del viejo. Ella allí estaba a sus anchas, sembraba papas, cebollas, tomates (que en verdad se transplantaban en plantines de dos centímetros más o menos) zapallos, calabazas, y hasta algunos surcos de maíz que luego se comían como choclos de los cuales ella era devota. Al mediodía hervía una olla y luego de la siesta comía algunos antes del mate. Cuando nos ofrecía algunos a nosotros, mi padre siempre contestaba lo mismo:

-No soy caballo para comer maíz.

Lo mismo decía cuando mi madre pretendía que comiera la lechuga o la rúcula de su quinta.

Mi padre era un ser absolutamente carnívoro, lo era de manera excluyente y militante. Y me consta que nunca le vi tomar una taza de leche que no usaba ni para "cortar" el café.

-Quiero café negro, le decía a mi madre luego de almorzar.

Pero de noche no tomaba porque decía que no podía dormir, que lo desvelaba. Y ella, mi madre, entonces le hacía un té de tilo porque decía que lo tranquilizaba. No sé si era cierto, pero ellos lo creían.

Todo aquello que estaba bajo el control de mi madre servía para cumplir en la cocina, y tenía mucha experiencia porque a los ocho años mi abuela la puso sobre un banquito y le ordenó cocinar para la docena de juntadores de maíz que iban invierno tras invierno a esa chacra que arrendaban y que apenas les permitían comer y vestirse pobremente.

Y en esas tareas de juntadora la vi ayudándole a mi padre.

Domingo Clérici me ponía sobre la chata tirada por cuatro caballos y que se usaba para recoger las bolsas llenas y entrábamos al rastrojo que era un mar amarillo, y yo soñaba que navegaba en el mar de Sandokan.

Entonces me decía, desafiándome:

-A ver, adonde están tus viejos...

Y yo al descubrirles gritaba señalándolos.

Y allí estaba el rostro moreno de mi madre, con un sombrero que le protegía del sol y con su sonrisa que era también un sol para mis cuatro años felices e inocentes.

Que se quedaron allí como una moneda que no deja de brillar.

Compartir: 

Twitter

 
ROSARIO12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.