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Miércoles, 3 de junio de 2015

CONTRATAPA

Verdor en Villaguay

 Por Jorge Isaías

En el sueño, como todo seño que se precie, los padres eran muy jóvenes, los árboles tenían sus hojas muy verdes, pero de un verde claro, con el sol que le daba un color especial a las ramas tan jóvenes.

En ese mismo sueño me alegraba de haber tenido padres que me enseñaron a amar los árboles que acarician las brisas y los vientos hamacan y las tormentas sacuden y los altos ramajes que sólo saben resistir con esa elástica fortaleza que es todo su esplendor y defensa.

Recuerdo aquellos textos señeros W.H Hudson, el primero que vio tal vez la gloria de Dios por estas tierras y amó el viento en los matorrales y admiró los últimos pájaros libres del mundo y supo como nadie de aquellos árboles que rodeaban su casa de los "Veinticinco ombúes". Pero eran cosas como de principios del mundo y aunque él ya se sabía el último testigo de aquella gran maravilla que abrazaba los amaneceres y derribaba los crepúsculos más bellos, fragantes y arrullados por todos los pájaros que ya no volverían.

Con esa lúcida conciencia que usó hasta el final nos dejó páginas memorables que podemos recordar porque en el recuerdo también mora el amor, y esa es la única arma que se puede esgrimir contra el dolor, el desasosiego y la pena que siempre insiste en ponernos de rodillas.

Es decir que todo este amor por los árboles fue inducido por la pasión de nuestros padres, y con mi hermano hemos agradecido siempre todo aquello que nos hunde en esa naturaleza propicia de verdes, de pájaros, de vuelos libres de las abejas y las mariposas.

A la propuesta de mi amigo, el poeta entrerriano Miguel Angel Federik, sobre el destino final de las nubes de mariposas en la infancia ya lejana, no supe responder, en nuestras charlas memoriosas, gratas y fraternas en su hospitalaria casa de Villaguay, donde vive bajo la mirada discreta y amorosa de María, su mujer.

Las charlas de esos días inolvidables, se sucedieron con pasión sobre los poetas amados por nosotros y en la unción conque repasábamos esos versos que ya están en el fluir hondo de la sangre.

El primero, como es obvio, fue aquel entrerriano universal que se llamó Juan Laurentino Ortiz, quien según mi amigo Miguel, derribó todos los tabúes de la lengua y nos dejara a nosotros un campo limpio para que armáramos lisamente "en la lengua", según su expresión un campo de entera libertad para que lo usáramos con toda libertad.

Se cambiaron anécdotas amables, risueñas y reflexivas, siempre hondas de ese hombre que nos dio más de una lección de vida con su valentía y resistencia en la soledad y su entrega de amor a la gente que habitaba su paisaje, y lo hizo con humildad y su pasión conmovida.

También recorrimos las colinas que él puso en la poesía argentina para siempre.

La erudita pasión de mi amigo nos llevó por los senderos de la historia de su provincia, que es donde amaneció la Patria, en su sentido más fundacional. Y me parece oír la voz del gran Juanele cuando relataba como si lo hubiese visto o hubiera sido testigo de las caballadas de los ejércitos de Artigas, con esos desarrapados que lo seguían en la victoria o en todas las derrotas, en el albor primero y lejano donde se desangraron estas crueles provincia.

Y también de las tragedias recuerda Miguel, de sus grandes caudillos todos muertos asesinados. Porque Ramírez, Urquiza y Ricardo López Jordán, no se fueron de este mundo desde una cama, sino bajo la crueldad de las balas y los cuchillos.

Estas cosas y muchas otras charlamos en su casa de Villaguay, con Miguel y escuchamos música, leyendo nuestros poetas queridos, dando cuenta de nuestros afectos, de nuestras coincidencias mientras el vino oscuro bajaba en las gargantas, y todo alumbrado con sus reflexiones justas y apasionadas, sobre esa materia viva que es la lengua y sobre todo la poesía.

Creo no caer en un lugar común si digo que Miguel Federik, mi amigo, es un libro abierto que se ofrece a la amistad y a la poesía, como un pan caliente que se corta sobre una mesa de madera.

A orillas del río Uruguay, con María y con Miguel vimos navegar unos barquitos lejanos, bajo el sol que inundaba las colinas tan verdes y no pude dejar de citar ese bello poema de Juan Gelman, que dice: "Quién paga los derechos del velero que escribe adiós en la tarde desierta".

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