rosario

Miércoles, 14 de marzo de 2007

CONTRATAPA

66 fragmentarios 66

 Por Mario Alberto Perone

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¿Por qué el primer llanto no es la primera carcajada?

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Uso un pegamento siliconado para reparar una fisura en la mochila del inodoro. Abro el envase y leo las instrucciones. Nada difícil. Pero una llamada en recuadro reza: "Manténgase fuera del alcance de los niños". Y pienso: ¿por qué la leyenda no incluye a los adultos? ¿No hacemos, los adultos, estupideces mucho mayores que las que hacen los niños?

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El hombre está sentado en el umbral. Parece esperar algo. O alguien. Exactamente igual a lo que hacía muchísimo tiempo atrás. Cincuenta años. Tal vez más. Pero en otro lugar.

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El primer abandono es el que te infiere tu propia madre, cuando luego de haberte protegido de todo riesgo, te arroja al mundo. Es a partir de ese instante que ya tienes alojado, muy íntimamente, el germen de tu soledad. Cada vez que recuerdes tu niñez, aparecerá, debajo de ese recuerdo, esa terrible imagen, difusa, insistente, con los febriles agregados de tu imaginación. Nunca te han contado cómo viniste al mundo. Tampoco por qué.

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¿Por qué razón Carrascosa tiró el pituto al inodoro? ¿No sería lógico pensar que el pituto debía ser regresado a la biblioteca de la cual cayó? ¿A quién (que no fuera Carrascosa) se le ocurriría tirar al inodoro un objeto útil para mantener en su lugar un estante con libros?

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Llega un momento en el que uno se da cuenta de que el futuro se acorta en el mismo proceso en el que el pasado se alarga. Pero la vida, esa perplejidad entre dos acontecimientos inevitables para el sujeto, va desenrrollándose montada en una sucesión de instantes, casi independiente de nuestra voluntad, cuyos límites, infancia y vejez, se parecen mucho. Quizás demasiado. El pasado se va poblando, en una especie de compensación algo tardía, con antiguas situaciones, históricos sucesos y personas que alguna vez tuvieron existencia real y a las que habíamos olvidado por completo. Esto convierte al pasado en una fuente de alimentación de nuestra existencia, en tanto el presente se nos aparece vacío y terrible por su brevedad y por lo ineluctable y cada vez más próxima reducción a la nada. Es por eso que los viejos carecemos de temas para compartir con los jóvenes. Ellos viven en su mundo, en una forma incomprensible, inabordable, mientras quedamos afuera poco a poco de ese mundo, tan auténtico para ellos como lo fue, en su momento, nuestro mundo para nosotros. Entonces, comenzamos a repetirnos, a autoreferenciarnos, a contar nuestras pequeñas historias, que la imaginación trata de adornar, de pulir, de hacerlas más o menos interesantes sin lograrlo. Mientras, nos damos cuenta de que no interesan a nadie, sólo a nosotros y no siempre, ya que no tenemos tiempo ni ganas de agregar otras situaciones reales a nuestro modesto reservorio, en el que abrevamos en silencio y en la soledad más pura.

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En el edificio pegado al nuestro, a la misma altura que mi departamento, una pareja peleaba constantemente, a grito pelado, insultándose ferozmente con un vocabulario soez en grado máximo y amenazas de todo tipo incluyendo la de muerte. Cuando muchos vecinos ya esperaban que algún cuerpo cayera a la vereda desde ese tercer piso, ambos bajaban y se iban de compras al supermercado tomados de la mano. Luego, regresaban a la rutina de siempre. Desde hace algún tiempo, comenzó el silencio. La mujer se ha ido, y el hombre quedó en el departamento. En estos días, se ha mudado en el piso arriba del mío, una pareja joven, sin hijos. Se agreden e insultan tan ferozmente como los otros, pero su vocabulario es educado, sutil, y sus acusaciones recíprocas nunca pasan a los niveles escatológicos de los vecinos primeros. A medida que aparecen las jóvenes generaciones a ocupar sus lugares en la sociedad, su cultura modera su lenguaje y perfecciona sus modos de agredirse, sin caer en las vulgaridades obscenas que nos obsequiaban los otros. A juzgar por esto, la parejita del cuarto "B" tiene aspecto de universitarios exitosos.

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Cada vez que matan una niñita en cualquier lugar del mundo, florece una orquídea nueva que hasta ese momento no existía en ningún lugar del mundo.

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Una mesa de café. Un tipo sentado, solo. Llega otro, se sienta y le pregunta: "¿Estás solo?". El otro contesta: "Sí, hasta que vos llegaste, pero no nos engañemos: siempre estamos solos, aún cuando estemos acompañados". Yo escucho este diálogo desde la mesa de al lado, donde estoy sentado, solo.

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La vida y la muerte son una misma y sola cosa. Y sin embargo, la vida existe y la muerte no. ¿Alguien podría explicar ésto?

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En el café, hay parroquianos que usan diversas estrategias para acaparar los diarios más leídos. La primera, tomar uno y no soltarlo hasta terminar de leer los horóscopos, las necrológicas y los clasificados. (Tal vez debería incluirme en ésta). La otra es tomar dos o tres diarios a la vez y taparlos con el más grande. No hay más remedio que empezar la búsqueda. Algunos dejan asomar, sin querer, la esquina del diario que se reservan bajo una carpeta, mientras hablan por sus celulares teniendo otro diario en la otra mano. Es obvio que no lo están leyendo, y es lícito pedírselo. A veces, funciona. Otros tienen un diario demasiado abultado para que sea sólo uno, por lo que también cabe el reclamo, casi siempre con resultado positivo. Es interesante observar la cara inocente del acaparador, la excusa tonta que brinda y la sonrisa culposa que muestra al que lo ha descubierto en su patética trampa.

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¿Qué significa el obvio "dar un paso al costado" que esgrimen los funcionarios que se saben severamente cuestionados por la sociedad? ¿Un solo paso? ¿Es un modo de salirse pero poco? ¿Es quedarse por los alrededores cercanos de su cargo, por las dudas haya una triquiñuela política que los devuelva, triunfantes, al irresistible encanto del poder?

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Subo al 122. Hay un solo asiento vacío, al lado de una señora que ocupa la totalidad del suyo y la mitad del que yo me apuro a ocupar. Ocupar no sería la palabra ya que me siento a presión contra ese cuerpo inmenso y amenazante, que casi no me permite respirar. Desesperado, busco otro asiento, si es posible, en la fila de los asientos únicos. Advierto que se desocupa uno. Como puedo, me salgo del abrazo mortal, lo que me lleva cierto tiempo. Corro al asiento salvador, pero un joven que acaba de subir me lo roba. Sin esperanzas, me vuelvo al medio asiento que me dejaba la abundante señora, pero un hombre delgadito, esmirriado, ya lo ocupó, y veo que se siente muy cómodo allí. Yo quedo parado, mientras observo de reojo miradas y sonrisas socarronas de unos cuantos pasajeros, que disfrutan el viaje y la patética escena de la que soy protagonista.

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