VERANO12

Un juego de odio y destreza

“Allá lejos y hace tiempo”, de Guillermo Enrique Hudson

 Por Rodolfo Rabanal

Incurro acaso en el desliz consciente de considerar a Guillermo Enrique Hudson un escritor argentino. La discordia que puede suscitar esta apropiación no es menor: Hudson, nacido en Quilmes de padres norteamericanos, fue educado en inglés y escribió en ese idioma. Las razones de mi argumento tampoco son desdeñables: hasta los 34 años de su edad vivió a caballo entre los gauchos, conoció las duras tareas del campo y la soledad legendaria del arriero, primero en la provincia de Buenos Aires, después en la Patagonia y más tarde en el Uruguay. Naturalista y escritor, amó los pájaros, la extensión vertiginosa de la pampa y el arte de narrar.

Su primera novela, La tierra púrpura, permite a Borges la sospecha de que quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca la aventaje. Más decisivo, Ezequiel Martínez Estrada elimina el adverbio de duda y apuesta de manera absoluta a la superioridad de ese libro sobre cualquier otro de la misma especie.

Prefiero ahora, por razones de espacio y tema, saltear esa mínima discusión nunca agotada y abordar el espíritu de una escena cuya impresión perdura en mí desde su primera lectura hace ya muchos años. En el capítulo tres de Allá lejos y hace tiempo –libro que vuelvo a elegir con insistencia afectiva– Hudson encara el problema de la muerte a partir de un momento, en su temprana adolescencia cuando, por primera vez, el sentimiento del final de los seres vivos lo acomete con toda su carga luctuosa. El de-sarrollo de esas reflexiones –extenso y diverso– nunca se presenta sin el pie en el acontecimiento que lo suscita, Hudson elige los hechos, o las circunstancias, y las narra a fin de que el pensamiento se apoye en el suceso. Es así que, después de algunas breves anécdotas, el interés del autor focaliza una escena privilegiada y la planta en todo su espanto. Análogo por su espíritu a El Matadero de Echeverría pero distinto, este relato desnuda desconcertantes aspectos de la barbarie criolla en estado puro, hasta tal punto lo hace que no deja de adivinarse en él un aire primario, casi homérico. La escena da cuenta de la matanza del ganado como si ésta fuera un juego de odio y destreza llevado a cabo por unos pocos peones que enlazan al animal mientras otro desnuda un cuchillo y le corta los tendones de las patas traseras. Esto ocurre en Chascomús hacia 1853 y Hudson, de trece años, está allí para dar testimonio, lleno de terror. Lo que sigue es la reproducción de ese momento.

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