VERANO12 › PATRICIO PRON

Uno de esos padres

1. Una tarde en la que estábamos echados en la cama y no teníamos mucho que hacer, mi esposa y yo decidimos las siguientes cosas: que nunca tendríamos un automóvil, que dejaríamos de ir juntos al cine, que ya no compraríamos comida en los supermercados, que jamás viviríamos en las afueras de la ciudad, que tendríamos un hijo. Quizá no fui yo quien decidió esto último, pero eso pareció carecer de importancia mientras cumplíamos los propósitos de la que imaginábamos que sería una vida nueva y mejor para ambos. No compramos un automóvil, en esas semanas ni en las siguientes; alquilamos un departamento en el centro de la ciudad, dejé de acompañar a mi esposa al cine, ella comenzó a llenar la casa de productos comprados en pequeños negocios naturistas; fuimos felices y responsables como los padres de los anuncios de comida para perros, que siempre son todo sonrisas y esmalte dental.

2. Mi esposa trajo de una de esas visitas suyas a los negocios de naturistas unas bayas de Goji que según ella nos aportarían los nutrientes necesarios para cumplir nuestro propósito de concebir, y las probamos y no nos gustaron y nos olvidamos de ellas. Algún tiempo después, la casa estaba repleta de unas pequeñas mariposas grises: volaban por la cocina como si fueran bombarderos estadounidenses y desquiciaban a nuestro gato, que las perseguía y se daba golpes contra las ventanas, desgarraba las cortinas, arrojaba objetos al suelo celebrando la recuperación de un instinto depredador que nosotros creíamos inexistente. Nos pasamos toda una tarde procurando ignorar al gato y hurgando entre los productos de nuestra ya por entonces muy naturista cocina y dimos con el origen de las mariposas: provenían de las bayas de Goji, esos diablitos rojos que nos habían prometido una enorme cantidad de nutrientes y que nunca habíamos llegado a probar en serio. Arrojamos la bolsa de bayas a la basura de inmediato; las mariposas acabaron por desaparecer de nuestra cocina y el gato recuperó la calma. Naturalmente, nos olvidamos del asunto de inmediato.

3. Quizá no sea posible realmente ser felices y responsables como en los anuncios de comida para perros. Algo parecía no estar bien con nosotros y con nuestro propósito de tener un hijo, algo vinculado con una compatibilidad de alguna índole que nos hizo visitar a varios especialistas y hacernos análisis que nos resultaban incomprensibles y esperar durante horas en pasillos estrechos que parecían el interior de esos aviones de los filmes que yo ya no veía con mi esposa, esos aviones en los que los paracaidistas esperan antes de iniciar una misión. Nosotros éramos como esos paracaidistas: alguien decía nuestro nombre, nosotros nos poníamos de pie y al ingresar en el consultorio saltábamos al vacío.

4. Entonces el techo de nuestra cocina comenzó a llenarse de unos gusanos blancos del tamaño de un garbanzo. Ahora que conozco sus hábitos, puedo resumirlos: les gustaba arrastrarse hacia la luz de una ventana, pero –ya fuera porque su sentido de la orientación no era bueno, ya porque la ventana no los atraía con suficiente fuerza– caían mucho antes de llegar a ella, generalmente sobre nuestros platos, lo que hacía dar un grito a mi esposa y a mí me estropeaba la comida; si nuestros hábitos se vieron modificados por la presencia de los gusanos –cuando caían sobre nosotros durante el almuerzo yo tenía que subirme a una silla, agarrarlos y tratar de matarlos de algún modo o de lo contrario mi esposa no volvería a sentarse a la mesa–, también los del gato sufrieron cambios: por alguna razón, parecía convencido de que podía capturar una mariposilla al vuelo, pero cazar un gusano estaba más allá de sus posibilidades. No salía de debajo de la mesa, donde había encontrado un refugio seguro que le disputábamos en ocasiones.

5. A veces, cuando los gusanos se arrojaban desde el techo –y si mi esposa no estaba allí para observarme–, yo me detenía a mirarlos: sus pequeñas cabezas calvas eran como las de los monjes budistas que habitan la región de la que vienen las bayas que les habían dado origen y que yo había visto en otro de esos documentales concebidos para conciliar el sueño; cuando los observaba, imaginaba que los gusanos me miraban también como si estudiaran al responsable de su fortuna y suponía que lo hacían alegremente, con la sonrisa pacífica de un Buda infantil: todo iluminación garantizada para los desesperados y los afligidos.

6. Quizás hubiera podido dedicar el resto de mis días a estudiar las evoluciones de los gusanos tibetanos en nuestro techo y las de mi esposa procurando exterminarlos con venenos –compró todos los posibles: a ella le dejaban las manos rojas y una ronquera de varias horas; a los gusanos, sin embargo, no les hacían nada–, pero mi mujer y yo teníamos el propósito de tener un niño. Quiero decir: yo tenía el propósito de tener un niño y mi mujer tenía el propósito de exterminar a los gusanos y tener un niño, y el orden de sus propósitos era inamovible: primero mi esposa exterminaría a los gusanos y después tendríamos un niño, como si el ciclo de destrucción y creación que está en el fondo de las enseñanzas de los monjes que habitan en la región de las bayas se le hubiera contagiado a mi esposa mediante su ingesta o como si ella tuviese un instinto depredador similar al de nuestro gato y desconocido incluso para ella misma, una alegría feroz y un deseo de muerte que brillaban en sus ojos mientras perseguía a los gusanos y se daba golpes contra las ventanas, desgarraba las cortinas, arrojaba objetos al suelo celebrando la recuperación de sus instintos.

7. Una noche, cuando la enorme cantidad de variables de las que, según los médicos, dependía la concepción parecían ser por fin las adecuadas, yo simplemente no pude hacerlo. ¿Qué te pasa? preguntó mi esposa, y yo le respondí –y sólo lo entendí cuando formulé la respuesta– que no podía hacerlo más, que esos gusanos parecían mis bebés, extraviados y confundidos, y que ella sólo pensaba en matarlos. Mi mujer se dio la vuelta en la cama y no dijo nada. Al día siguiente, sin embargo, me vi sentado al borde de la misma cama en la que habíamos formulado los propósitos de nuestra inminente vida de padres felices a pesar de tener el camión de mudanzas de las preocupaciones estacionado permanentemente frente a nuestra puerta, que es lo que sucede siempre con los padres. Mi mujer se había ido a trabajar y yo me iba a levantar e iba a rociar a los gusanos con el veneno y después iba a preñar a mi esposa e iba a ser un buen padre para mi hijo, un padre responsable de esos que aparecían en los filmes que mi esposa y yo ya no veíamos juntos en nuestras visitas al cine, pero no me podía poner de pie: pensaba ahora te vas a levantar y vas a actuar como un hombre, pero no me podía levantar de aquella cama.

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Imagen: ernardino Avila
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