VERANO12 › POR JOSé PABLO FEINMANN

Cuatro cuentos

El estruendo del sexo

Tanto festejó ese orgasmo que él no le creyó.

“Sos una hipócrita”, dijo. “Me conozco. Sé lo que valgo en la cama. Y está lejos de eso.”

“No seas loco. ¿Por qué te iba a mentir? Me gustó mucho y punto. Lo festejé. Deberías estar orgulloso y feliz.”

“Nada de eso. Decime: ¿en qué piso estamos?”

“Noveno.”

“Cuántos departamentos hay por piso.”

“Dos. Son semipisos, querido. Me gusta vivir bien.”

“¿Quién vive en el otro piso?”

“¿Qué te importa?”

“Me importa. Es una mujer. Gritaste para que te oyera bien. Para quemarle la vida con la envidia. Para que escuche los espléndidos orgasmos que tenés. Gritaste para ella. No por mí.”

“Estás loco. Es horrible. Mirá si me voy a preocupar por algo semejante.”

“No me equivoqué entonces. Vive una mujer en el otro departamento.”

“Una mujer, no. Un monstruo.”

“Esperame. Voy a averiguarlo.”

“¡Es un monstruo, te digo!”

Se vistió levemente. Una camiseta, un calzoncillo y unas pantuflas.

“¿Así vas a ir? ¡Ni se te ocurra volver!”

Saltó de la cama y cerró la puerta con dos vueltas de llave. A él no le importó. Atravesó el pasillo. El otro departamento era el B. Tocó el timbre. Abrió una mujer hermosa. Que dijo:

“¿Podrías decirle a la yegua ésa que no chille tanto por cada orgasmo que tiene? Parece una gallina que puso tres docenas de huevos de golpe. Que sepa que me arruina el trabajo. Necesito silencio.”

“¿Para qué?”

“Soy escritora. Y mañana tengo que entregar un cuento en una editorial. Un cuento es un cuento. Hace falta concentrarse. Y una necesita serenidad, paz. ¡Silencio! Así es mi trabajo.”

“¿No querés arruinarle el trabajo a ella?”

“No sé de qué trabaja.”

“De tener los mejores orgasmos del mundo. Ser superada la mataría. ¿No querés matarla?”

“Pasá.”

Si fue sincera o no, él jamás podría saberlo. Pero sus éxitos ya le estaban gustando. Tanto festejó la escritora sus orgasmos encadenados que su vecina, la del departamento A, se tiró por el balcón.

Al rato, un policía timbreaba en el departamento de la escritora. Ella lo recibió vestida con un ascetismo cercano a la reclusión definitiva en algún monasterio remoto.

“Su vecina se tiró por el balcón. ¿La conocía?”

“Poco.”

“¿Eran amigas?”

“Nadie es amigo de alguien a quien apenas conoce. Supongo que puede entenderlo.”

“Desde luego. Qué se piensa. Soy un policía culto. ¿Usted es escritora, no?”

“Soy escritora.”

“¿No me firmaría uno de sus libros? Para mi señora.”

“¿Para usted no? Dijo que era un policía culto.”

“Ni se imagina cuánto. Uno para mí también.”

“No tengo dos libros míos en casa. Ni siquiera uno. Al menos hoy. Otra vez será.”

“Sí, otra vez será.”

“Así me visita de nuevo.”

“¿Qué bueno, no?”

“¿Cómo quedó ella?”

“Vea, para serle franco: tirarse de un noveno piso y caer sobre el pavimento a nadie lo deja bien. Está más líquida que sólida. Creo que eso lo explica adecuadamente.”

“Ya lo creo. Dígame, ¿se tiró o la tiraron?”

“¿Un asesinato, dice usted?”

“Un asesinato.”

“Imposible. La puerta estaba cerrada por dentro. Y con dos vueltas de llave.”

“El detective de una novela de John Dickson Carr no quedaría satisfecho con eso.”

“¿Quién es ese John Dick...? Lo que sea.”

“Dijo que era un policía culto.”

“Parece que no tanto.”

“Es el maestro del crimen en el cuarto cerrado.”

“Vea, señora, esta no es una novela policial. Es la simple vida. Esa desdichada se zambulló por la ventana. Tuvimos que tirar la puerta abajo para entrar. No había nadie. Tampoco había otro modo de salir.”

“Gracias, oficial. No se olvide de volver por los libros.”

Cerró la puerta. Entró en el dormitorio. El estaba tirado sobre la cama, laxo. Ella se quitó toda esa ropa austera, monacal, que se había echado encima. El la miró codicioso.

“Sigamos”, dijo.

“Tenías razón –dijo ella mientras se calzaba un jean–. No pudo tolerar que mis orgasmos fueran más intensos y numerosos que los suyos.

Lo miró fijamente. Le clavó la mirada:

“Supongo que lo sabrás: la matamos. Vos y yo. La tiramos por el balcón.” Se puso una blusa leve, se sentó ante la computadora y siguió escribiendo.

“Vestite y andate. Cerrá la puerta con infinita suavidad –dijo–. Tengo lo que quería. Silencio. Y eso no te incluye.”

El se vistió, salió y cerró la puerta.

Con infinita suavidad.


Un final formidable

Una agente literaria llega a Buenos Aires. Se entrevista con veinte escritores. Cada uno le cuenta la novela que está escribiendo. Son todas malas, previsibles. “Odio lo previsible”, dice ella. Hasta que llega uno que le dice que ha concluido su novela, pero –por ahora– en su mente febril. Que es un texto sorprendente. Y, sobre todo, por completo imprevisible. Ella, fascinada por la posible historia y por el autor, le permite subir a su departamento. Ahí, el joven le cuenta:

Una agente literaria llega a Buenos Aires. Se entrevista con veinte escritores. Todos le cuentan la novela que están escribiendo. Son todas malas, previsibles. “Odio lo previsible”, dice ella. Hasta que llega uno que le dice que ha concluido su novela, pero –por ahora– en su mente febril. Que es un texto sorprendente. Y, sobre todo, por completo imprevisible. Ella, fascinada por la posible historia y por el autor, le permite subir a su departamento. El, apasionadamente, le cuenta su novela-freak. Ella se disgusta. Dice que es horrible. Que no tiene un buen final. Que no hay nada sorpresivo. Nada imprevisible.

El, con una navaja destellante, le tajea el cuello de lado a lado. Ella cae.

–¿Y este final? ¿Qué le parece?

–Formidable –dice ella.

Y muere.

El limpia la navaja y se va.

“Necesito otro agente”, piensa.


La máscara del Doctor Muerte

El Doctor Muerte tiene una máscara y esa máscara es terrorífica. Nadie se ha atrevido a quitársela porque se teme, conociendo la naturaleza cruel del Doctor Muerte, que su rostro sea aún más terrorífico que su máscara. Cierta vez un filósofo conjeturó que la apariencia es la verdad y que el rostro del Doctor Muerte no podía ser peor que su máscara sino igual. Otro filósofo –un francés posmoderno– dijo que la máscara del Doctor Muerte era un simulacro y que detrás de ella no se escondía la “verdad”, sino que ella era, sin más, la “verdad”. Sólo una versión algo más sofisticada que la anterior, perteneciente a un fenomenólogo tardío.

Lotte Arévalo, que estudiaba posestructuralismo con Francisco Hartmann, propuso a su maestro desenmascarar al Doctor Muerte y resolver, en el áspero campo de los hechos, ese problema filosófico. Hartmann aceptó, pero no veía, dijo, cómo llegar hasta el Doctor Muerte, hasta, dijo, su morada, pues daba por descontado que el Doctor Muerte debía existir en algún recóndito lugar del ser, de esos a los que se suele llamar “guaridas”, palabra, insistió, que une la estética gangsteril con los sótanos del horror á la Gaston Leroux. Lotte Arévalo, que además de estudiar postestructuralismo era top model de Armani, es decir, era bellísima, dijo, sin mayores rodeos, que apelando a su infinita belleza seduciría a uno de los hombres más cercanos del Doctor Muerte y, torturándolo por medio de técnicas sexuales agobiantes, le extraería la verdad: el paradero del Doctor Muerte. Su guarida.

El profesor Hartmann estuvo de acuerdo y le pidió demorar unos días pues se hallaba sumergido en unos pasajes oscurísimos de la Crítica del Juicio. Lotte le negó esos días: que él leyera esos pasajes kantianos; ella, entre tanto, haría su tarea. Averiguó, así, que Jacques Sernas, un rubio y cruel paracaidista francés que torturaba ahora talibanes en Afganistán y era hijo de Daniel Sernas, quien torturara argelinos en Argelia, era el hombre cercano, íntimo del Doctor Muerte. Lo buscó, lo sedujo, lo invitó a su departamento de la calle Arroyo y durante horas, orgasmo tras orgasmo, lo llevó a un estado paroxístico que determinó en Sernas un agotamiento de la voluntad, o, digamos, de sus controles racionales. Atardecía cuando Lotte le preguntó dónde podría encontrar al Doctor Muerte, y Sernas se lo dijo. Luego, no bien obtuviera su información, Lotte le hizo una vez más el amor y, con ese gozoso acto, le quitó la vida.

Días después, durante una noche agradable, en una fiesta serena, elegante, que se ofrecía en el departamento de un discípulo del profesor Hartmann, Lotte llegó, buscó un vaso de champagne, se acercó al Profesor y le dijo que tenía el secreto en sus manos, pero que, añadió, usted comprenderá, sólo en privado puede decírselo, Profesor. El Profesor dijo que sí, que había concluido sus arduas lecturas sobre la estética kantiana y andaba libre de tiempo y abierto a las más inesperadas aventuras, como ésa. Fueron al estudio del departamento, Lotte cerró la puerta y dijo al Profesor que el Doctor Muerte, tal como era previsible, es usted, Profesor, ya que nadie sino alguien con su inteligencia podría elaborar una leyenda tan impecable. Hartmann rió y preguntó si acaso su rostro era terrorífico. Lotte respondió que no, pero que no era ése su rostro sino el que estaba debajo, porque la máscara es su cara, la que yo, la que todos conocemos, y su cara verdadera es la que todos suponen es la máscara del Doctor Muerte. Sin vacilar, como un saludo a la inteligencia de su discípula, el Profesor Hartmann se quitó la máscara y apareció entonces el rostro del Doctor Muerte. “¿Y si también este rostro fuera una máscara?”, desafiante, preguntó. “Sí, lo es”, dijo Lotte, “es tan horrible que merece ser destruida”, pues no toleraba ver algo tan espantoso. Se arrojó sobre el Doctor Muerte y (Lotte tenía uñas largas y poderosas) lo despellejó por completo. Se detuvo cuando ya no hubo rostro (por terrible que fuera), sino apenas una calavera ensangrentada que era el límite de toda posible identidad. Se lavó las manos y abandonó la fiesta. Se dijo que necesitaría buscar un nuevo maestro de posestructuralismo o acaso dejar esa disciplina para siempre y dedicarse al expresionismo abstracto. Al llegar a su casa demoró en dormirse porque se entregó a la obstinada tarea de pintar otra vez sus uñas, infinitamente de negro. Sonó el timbre del teléfono. Prestó atención a la voz que surgía del contestador.

–Doctora Lotte Arévalo, soy el inspector Murray. ¿Podría atenderme?

Atendió.

–¿Qué pasa, inspector?

–Esto se complica y se agrava, doctora. El Doctor Muerte ha cometido otro asesinato.

–Imposible.

–Asesinó al Profesor Hartmann.

–No sea idiota, inspector. El Profesor Hartmann era el Doctor Muerte.

–¿Y quién lo mató?

–Un familiar de alguna de sus víctimas. ¿Recuerda a esa estudiante apasionada por el positivismo lógico?

–Fue la primera víctima del Doctor Muerte. La mató ante la vista del profesor Klimovsky, que nada pudo hacer.

–Estaría leyendo a Popper. Esa primera víctima, inspector, era mi hermana.

–Comprendo. Usted la vengó.

–Yo maté al Doctor Muerte. ¿Satisfecho ahora?

–Tendría que arrestarla, Lotte Arévalo. Pero no puedo. La amo.

–Todos los hombres me aman, inspector. Ninguno me tiene.

–Hagamos un trato. Yo cierro el caso. Pero usted me entrega su corazón y su cuerpo inigualable.

–Venga esta noche a mi casa.

–Una confidencia, Lotte Arévalo. Aún estoy preocupado. La figura del Doctor Muerte fue muy poderosa y sacudió al Buenos Aires culto. Usted sabe, mataba novelistas, plásticos, poetas, músicos. ¿Y si alguien siguiera sus pasos? ¿Si alguien quisiera reemplazarlo?

–Tendría que conocer sus métodos. Sólo un discípulo muy cercano podría conocerlos. Y el Profesor Hartmann no tenía discípulos. Sólo yo.

–Eso me tranquiliza. Deme su dirección.

Se la dio.

–A las nueve de la noche estaré ahí. ¿Me entregará su corazón y su cuerpo inigualable, Lotte Arévalo?

–Llegará usted al punto más fuerte del orgasmo. Ahí, donde se confunde con la muerte.

–Trataremos de evitar esos extremos.

–Si es posible, sí.

–¿Si no es posible?

–Déjeme sorprenderlo, inspector –dijo el Doctor Muerte.


Barbara, como Stanwyck

Estaba borracho en un bar. Entró una rubia. Era hermosa, como todas las rubias de las historias con detectives. “Sé que usted fue un grande”, dijo ella. “Lo necesito.” “Nada me hará volver”, dijo él. “¿Ni tres mil dólares en billetes nuevos?” Joe Carter liquidó su drink. “¿Qué hay que hacer?”, con la boca ladeada, dijo. “Creo que mi marido me engaña.” “Oiga, preciosa: estas historias son al revés. Es el marido el que llama al detective para que vigile a su esposa.” “No siempre.” “No pienso discutir eso.” “Carter, yo le traigo algo a su medida. Original. Nuevo.” “¿Qué hay que hacer?” “Ya preguntó eso.” “No esperes de mí palabras ni preguntas nuevas. No me quedan.” “Te diré qué hay que hacer. El me engaña con una rubia. Le ha comprado una mansión en las afueras de la ciudad.”

Le dijo la dirección exacta.

“¿Sabrás llegar?” “¿Qué hay que hacer?” “Tienen sexo salvaje. Beben, se drogan y se entrelazan sin pudor en una cama con sábanas de seda negra.” “Me dedicaré un rato a mirarlos.” “Pero evitarás masturbarte.” “Tal vez. ¿Qué hay que hacer?” “¿Qué supones?” “¿Le pego un tiro al maldito traidor?” “No, yo lo amo y él me ama.” “¿Te ama y te engaña?” “Tanto, que se ha elegido una amante igual a mí.” “¿Por qué tanto trabajo entonces? Ya te tenía a ti en casa.” “Algo tiene esa perra que yo no.” “Bien, mataré entonces al maldito traidor.” “No, no a él. A él, te lo he dicho, lo amo. Mátala a ella y lo tendré otra vez conmigo.” “Tienes un trato, nena.” “Me voy.” “¿Cuál es tu nombre?” “Barbara.” “¿Cómo Stanwyck?” “Como yo.” “Tienes tu orgullo.” “Algunos amigos suelen llamarme...” “Yo te llamaré Barbara. Como Stanwyck.”

Días después llegó a la mansión. Miró a través de un ventanal. Un hombre y una mujer tan rubia como hermosa tenían sexo salvaje. Le sobraba el tiempo. De modo que se masturbó con un goce prolongado, sereno. Luego le disparó a ella una sola bala. En medio de su frente se dibujó un orificio final, perfecto.

Estaba, ahora, otra vez en el bar. Alguien se sentó a su lado. Carter, sin mirarlo, dijo: “Eres el marido de Barbara y vienes a pedirme que, en venganza, la mate a ella. No pierdas tu tiempo.” “No pierdas tú el tuyo. No hagas lo que ya hiciste. Ya la mataste.” “Lo sospechaba. Era demasiado hermosa esa rubia que revolvía contigo esas sábanas negras. Sólo podía ser ella.” “Me sorprende que no la hayas reconocido.” “Fue por la masturbación. Me nubla la vista.” “Pero tu bala dio en el lugar exacto.” “No me masturbo cuando hago fuego. Oye, ¿por qué quiso ella morir?” “Estaba enferma. Y no tenía el coraje de suicidarse. ¿Entiendes?” “Entiendo.” “¿Puedo beber contigo? Estoy muy triste.”

Carter pidió un par de gimlets. Alzó apenas su vaso y dijo:

–Por Barbara.

Bebieron.

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