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El cuento por su autor

Tengo un amigo que cuidó durante más de cinco años a su abuela. Lo hizo con una convicción y un cariño conmovedores. En ese tiempo, aprendió palabras y procedimientos propios de la enfermería y de otros oficios similares. Nos contaba, con lujo de detalles, cada cosa que debía hacer para que su abuelita llevara una vida lo más digna posible. Algunas de esas cosas, las más complejas, me resultaban francamente irrealizables. Pero entonces recordé a mi abuelo materno. Mi abuelo había pasado ya por unas cuantas operaciones, un par a corazón abierto. De tantas dolencias que había superado, en la familia lo sentíamos inmortal. Incluso nos tomábamos un poco a la ligera sus mareos, sus temblores, y que fuera tan friolento cuando en el Chaco tenemos un invierno tan corto. Fue con uno de sus temblores que, literalmente, tuve que darle una mano. Por entonces yo era el único nieto varón en edad de atenderlo (aunque no por eso el más capaz). El abuelo estaba en el baño, en pleno ataque de temblores, y mi tía me pidió que lo ayudara, que con las mujeres le daba pudor. Me metí al baño: el pobre abuelo luchaba por desatarse el nudo de un pantalón pijama. Lo ayudé con eso y, una vez que pudo bajarse el pantalón, se largó a mear. No contamos, ni él ni yo (puede que él sí contara con eso, mi abuelo era un tipo muy jodón, jodón mal), con los sacudones de su cuerpo. La meada, larga y violenta, pegó primero en los azulejos del baño y después amenazó con desparramarse ya por cualquier lado. Vi que el abuelo ahora luchaba con su miembro, por darle una dirección correcta. No sé por qué oscuro sentido de responsabilidad me dejé llevar, pero lo único que se me ocurrió en ese momento fue tomar con mi mano derecha, por primera y única vez en mi vida –quizás exagero, quién recuerda todas sus borracheras–, el miembro de otro hombre, de mi abuelo en este caso. Lo sostuve y lo apunté, como era su deseo, al inodoro. Fue un movimiento absurdo, era tanto lo que el abuelo había meado por aquí y por allá que unas cuantas gotas ya no hacían diferencia. Lo cierto es que ni el abuelo ni yo hablamos nunca del tema. Qué nos íbamos a decir.

La idea original de este cuento iba más o menos por ese lado, por las ganas de homenajear a mi amigo y al zarpado de mi abuelo, pero al final ocurre lo de siempre: la historia se retuerce. Y ahí está el interior del Chaco –o como a mí me gusta imaginar el interior del Chaco–, un territorio hostil y salvaje, que aún no se abre ni se entrega a la conquista de la gente civilizada como usted o como yo.

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