La cocina siempre tiene sus secretos. Una vez, ya avanzada la velada, en esa hora en que cierran la cocina pero el restaurante sigue abierto por un rato, un gastronómico veterano me dio dos consejos: nunca pedir fideos negros (la explicación era francamente escatológica) y no ir por mariscos en un restaurante clásico especializado en pastas y carnes. Y después de otra copa desestimó como una pavada eso de que no hay que entrar en un restaurante que está vacío. “Si nadie entra porque está vacío, nunca va a haber nadie”, sentenció. Lógica pura. La cocina está asociada al secreto, a lo que está detrás de escena. A lo que no se puede contar o mostrar del todo. Algo se está cocinando significa que algo se está macerando entre el secreto y la revelación ulterior, explosiva. Es una metáfora si se quiere,  ya instalada. Pero en 1957 se estrenó una pieza que se haría justamente famosa, La cocina, de Arnold Wesker, donde se mostraba lo que podría denominarse “la cocina de la cocina”: se exhibía en escena la vida interna y cotidiana de la cocina de un gran restaurante de Londres con sus cocineros, sus disputas, sus miserias, sus pequeñas leyendas y su épica alrededor de una gran olla a presión, es decir que desde la obra de Wesker quedó instalada la idea de que la cocina es una especie de teatro del mundo, algo que lo representa en una suerte de microcosmos. En los últimos años, los programas que muestran cocineros en acción combinan espectáculo, exhiben el arte culinario y revelan el secreto de las cocinas de los restaurantes, esos en los que no hay que pedir fideos negros ni de ningún otro color. Tenemos la idea de que ver cocinar en tele es algo sencillo, fresco y risueño. Esos cocineros no tienen tendinitis ni artrosis ni juanetes de cocinero. Un programa de cocina es todo lo contrario a lo que no se puede mostrar, lo que no se puede decir. Un programa de cocina, paradójicamente, no debería tener cocina. 

Cocineros argentinos, se sabe, tiene su impronta hace ya diez años: es popular, picante y entretenido. No importa a quién votó cada cocinero, pero es obvio que está más cerca del espíritu del Bicentenario que del programa de Andahazi. Y bien que hicieron las nuevas autoridades de mantenerlo en el aire. 

El episodio, se sabe, fue bien leve, bien menor, casi un suspiro: la banda sonora tocó unos acordes de la melodía del cantito futbolero de moda (taratatata tatarataratata) y siguiendo la tradición de que en un programa de cocina hay que explicar lo que se está haciendo, el cocinero Guillermo Calabrese acotó algo así como ah, el hit del verano, sin aludir al Presidente ni a nada más. El resto es conocido: indignación en redes sociales, qué hacen con nuestra plata en la TV pública, cuánto gana el gordo ehhhh, la cifra maldita que ya condenó a Nadia Zyncenko al ostracismo, ganan ciento ochenta mil pesos, la plata de los jubilados, etcétera. Hasta ahí nada nuevo. Y tampoco es que eludamos el debate de si en la televisión pública se puede permitir atacar la investidura presidencial. Lo curioso del caso es que en esa cocina no pasó nada. Nadie reveló un secreto de cocina, nadie mezcló mal los ingredientes ni intoxicaron a ningún comensal. Así y todo, al calor del bullicio de las redes, Hernán Lombardi habló de un hecho inadmisible e instó a que los gastronómicos hicieran una disculpa voluntaria. Lo que no tardó en producirse. Y así llegamos al meollo del asunto. Los cocineros presentes (Calabrese ausente por una hernia de disco luego se disculpó hasta el hartazgo por Twitter) dijeron que se habían desubicado y pidieron disculpas a la gente por esa desubicación, por traer cosas ajenas al mundo de la cocina, disculpas y mil disculpas. No es aquí cuestión de debatir cuán voluntarias fueron esas disculpas, el rol que cumplió la productora y si esas disculpas son sinceras de parte de Calabrese o, como se sospecha, no le queda otra. Pero sí interesa poner el dedo en la categoría disculpas aplicada a una situación tan curiosa, algo extraña y para nada grave. ¿No es un poquito medieval que los vasallos deban disculparse ante los dueños del canal, que venimos a ser todos nosotros, los que les pagamos con nuestros impuestos? ¿En verdad somos nosotros los dueños de la TV pública o ese es un chamuyo más? ¿No es humillante que las autoridades, en nuestro nombre, obliguen a los cocineros a disculparse por haber revelado secretitos de la cocina, en el mejor de los casos, o por haberse corrido un instante de la especificidad de su tarea? De donde se desprende que el cocinero es una persona que nos sirve la comida –en este caso también nos enseña a hacerla– pero siempre va a tener una posición subalterna respecto del dueño del restaurante y de los comensales, toda gente linda con tarjeta de crédito. 

Hasta donde yo sé no le pidieron disculpas a Nadia, quien acaba de contar en una entrevista televisiva con Chiche Gelblung que la echaron por ser una mujer mayor y que, de paso, el diario La Nación y Lombardi “revelaron” que ganaba ciento ochenta mil pesos –otra vez la cifra del escándalo ¡nuestra plata!–  algo que ella desmintió. Dijo que ganaba un tercio aproximadamente de esa cifra que tiraron, que fue un error de alguien que a ella le costó muy caro: no falta el vecino que la señale con el dedo; no faltaron amigos que la consultaron como diciendo, che, no es mucho. Dijo, Nadia, que la pusieron en el lugar de una corrupta cuando no lo es ni nunca lo fue. Y nadie le pidió disculpas. 

Obviamente que a los cocineros de los realities o a los que salían por Masterchef en todas las ediciones globales, incluida la argentina, nadie se atrevería a decirles nada. Es que ellos encarnan la otra figura clásica del cocinero que inclusive se suele ver en las publicidades: la del tirano que grita y da órdenes, el que sacude comandas atrasadas y maltrata a los peones de cocina. Ese sí, más cerca de la cocina de Wesker, de la cocina como teatro del mundo, nos merece respeto. Pero que un cocinero estatal, argentino, público y para colmo algo excedido de peso te llene la cocina de humo, ¡eso sí que no!