De las seis nominaciones al Oscar que tenía El hilo fantasma, el único que consiguió llevarse fue el de Mejor Vestuario. Será que para la Academia la nueva creación de Paul Thomas Anderson no es otra cosa que una película sobre moda, modistos y modelos. Algo de cierto hay. A diferencia de su filme anterior, plagado de personajes y situaciones que se derivaban alocadamente, en esta película todo se concentra en tres personajes centrales imbuidos en el universo de la alta costura y cierto aire de restricción, como un vestido demasiado entallado. 

Todo circunda alrededor de Reynolds Woodcock (el hermoso Daniel Day-Lewis, en un papel sosegado, por una vez) un exclusivo diseñador de alta costura, elegido para sus vestimentas por la familia Real y la alta sociedad a principios de los años 50. Woodcock vive y trabaja en su mansión rodeada de bosque donde funciona su firma de ropa: un ejército de suaves mujeres que trajinan con telas y agujas sosegadamente en un taller, comandadas por la severa Cyril, hermana de Reynolds y también administradora de su marca y de su tiempo. Todo funciona a la perfección: el diseñador se empeña día y noche en diseños cada vez más extraordinarios sin que nada más que eso ocupe su mente, los vestidos son despampanantes esculturas en movimiento, las clientas los idolatran y los visten para las más encumbradas ocasiones. Pero una mañana fría y neblinal, Woodcock decide ir a despejarse al campo. Allí conoce a Alma (Vicky Krieps), una bella y sagaz mesera, a quien adoptará inmediatamente tanto para su vida afectiva como profesional.

Según ha declarado Paul Thomas Anderson, la historia de El hilo fantasma está inspirada vagamente en la del diseñador de moda vasco Cristóbal Balenciaga: contemporáneo de Coco Chanel y Christian Dior, y uno de los creadores de la alta costura más importantes de todos los tiempos. Su figura es legendaria por sus diseños y su método de trabajo obsesivo. Con un dominio de la costura y un manejo de tejidos inusitado, era capaz de armar un vestido con un solo paño y sin usar la tijera, o de desarmarlo entero si no quedaba a su plena satisfacción. También fueron legendarios su carácter reservado y monástico: recibía a sus clientas mediante cita previa y realizaba únicamente desfiles privados. No le interesaba la vida mundana. Guardó su vida privada celosamente hasta el punto de no otorgar notas periodísticas. 

El hilo fantasma recoge el guante de esta vida misteriosa y brillante para delinear su hombre en cuestión. Claro que lo que le interesa no es ninguna clase de biopic, sino las tensiones que pudieron ocurrir puertas adentro, los secretos de esa obsesión. Desde el mismo día que la conoce, Alma se convierte en musa, modelo y amante de Woodcock. Su lugar en la casa se construye a fuerza de codazos sutiles y pequeños gestos disruptivos que logran instaurarse como nueva normalidad. Es una intrusa y al mismo tiempo una mujer que ama y cuida de su amado, aireando la asfixia en la que vive con su hermana y su oficio. Toda la disyuntiva de la película parece rondar alrededor de este vínculo, sus aristas y dificultades: la relación entre el genio y la musa, entre el hombre y la mujer (tal como se entendía en los años 50), entre el patrón y la empleada. 

El terreno de preguntas que abre es amplio e inquieta: ¿La obsesión de una persona por un trabajo en el que es realmente genial, debe ser interrumpida por el amor? Y en ese caso ¿Esto es bueno o malo para él? Los intentos de Alma por ocupar la atención de Woodcock y establecer una relación de igualdad en esa pareja no son escuchados, y debe tomar medidas extremas, cuestionables. Y esto continúa abriendo la discusión: ¿Los intentos de una subordinada –por su género, clase y oficio– por convertirse en dueña de sus acciones, deben ser cuestionadas por los métodos empleados?

Es curioso que el nombre de la mujer ubicada en semejante brete sea Alma: parece destinada a apelar a la esencia de las cosas y las personas, a lo invisible, lo carente de artificios; el opuesto exacto a Reynolds Woodcock cuyo oficio es deslizarse incansablemente por la superficie, la belleza, la exterioridad. “Si querés hacer un concurso de miradas fijas conmigo, vas a perder”, le dice ella la noche que se conocen. Entonces, modisto y modelo: ¿Quién mira a quien? Y en todo caso ¿Quién dice que el observado es el objeto, la cosa, el que no puede conocer el mundo ni a sí mismo? 

En este sentido la película es astuta, si bien la narradora es Alma, muchas veces el punto de vista es de Woodcock. Y así vamos, de ella a él y de él a ella. Viendo el proceso de su relación de Alma y el Woodcock –que no conviene revelar, porque hay algunas vueltas de tuerca inesperadas en la trama–,  podría decirse que la mirada que los une –genio y musa– es reversible. Y que es a través de esa mirada reversible que ambos logran reconocerse, aprehenderse, volverse sujetos e interpelarse como observadores del otro. 

Woodcock esconde la palabra Alma en sus trajes y vestidos, entre el forro y la tela. Guarda su nombre en secreto. Pero también podría pensarse al revés: que es su alma la que está en los vestidos, la que deja que se lleven, como pedazos de su interioridad, pero en cambio su cuerpo queda, para entregarse a la mujer que ama. Por último, también es a esa mujer, a Alma la que esconde entre los paños, en un bordado que no se ve, lo invisible, lo fantasma, lo ultraterreno, el hilo invisible que sostiene la vida.