El 12 de marzo de 1938 el ejército alemán invadió Austria. Al día siguiente el nuevo gobierno encabezado por el jefe de los austríacos nazis, Arthur Seyss-Inquart, anunció la unión de su país con Alemania (Anschluss). El 15 de marzo una multitud exultante recibió a Hitler en Viena.  Coronaba así la vieja aspiración de los nacionalistas pangermanos a ambos lados de los Alpes de crear un Estado que albergara a todos los alemanes étnicos, independientemente de su confesión y lugar de residencia. Con la anexión de Austria Hitler alcanzó la cima de su popularidad. Envalentonado, se lanzó sobre su próxima presa. En septiembre exigió al gobierno checoslovaco –único país de Europa centro-oriental que aún vivía bajo un régimen democrático– la entrega de los Sudetes, territorio fronterizo habitado por una importante minoría alemana y de importancia vital para la industria metalúrgica. Una vez más el canciller alemán recurrió a la intimidación a sabiendas que ni Gran Bretaña ni Francia se arriesgarían a una guerra por la independencia de un Estado que ellos mismos habían ayudado a crear en 1918. En la tristemente famosa Conferencia de Munich (30 de septiembre), los ministros Chamberlain y Daladier intentaron apaciguar la voracidad del líder nazi presionando al gobierno de Praga para que cediera la región en disputa. Chamberlain, artífice de la desdichada política de “apaciguamiento”, anunció a su regreso a Londres que se había logrado salvar la paz. Los meses siguientes se encargarían de demostrar cuán quiméricas resultaron esas esperanzas. 

El 9-10 de noviembre las huestes nazis desencadenaron el pogromo antijudío conocido como Kristallnacht, o “noche de los cristales rotos”, usando como pretexto el asesinato de un funcionario de la embajada alemana en París por un judío polaco. Fue el primer acto de violencia antijudía perpetrado a escala nacional y a la vista de todos. No hubo ciudad o pueblo del Gran Reich –incluida la anexada Austria– que escapara a la barbarie desatada contra personas y bienes judíos. El martirio no terminó allí porque el régimen impuso a la población judía –que desde la sanción de las Leyes de Nuremberg (1935) había perdido su ciudadanía alemana y vivía en un limbo legal cercano a una “muerte social”– una multa colectiva de un billón de marcos (unos 5,5 billones de dólares al valor actual). Además confiscó los cinco millones de marcos que las aseguradoras debían pagar a sus beneficiarios por los destrozos sufridos.

Además de satisfacer el objetivo de unir en un Gran Reich a todos los alemanes étnicos la anexión de Austria y los Sudetes estaba encaminada a acelerar los preparativos para una guerra de conquista. Los recursos militares que requería esa política excedieron las capacidades de la economía alemana, que desde la creación del Plan Cuatrienal en 1936 tenía como objetivo principal la preparación para la guerra. Para fines de 1937 este programa se reveló un fracaso ya que la industria pesada no pudo mantener los niveles de producción requeridos. Además, los desequilibrios en la inversión y el consumo comenzaron a generar descontento entre la población. Austria y los Sudetes, con sus yacimientos de hierro y plantas fabriles fueron la solución a ambos problemas. 

A partir de la Kristallnacht el objetivo fue hacer de Alemania una nación “libre de judíos” (judenfrei). Los actos de violencia del 9-10 de noviembre y el saqueo económico subsiguiente –la “arianización” de la propiedad– echaron por tierra las últimas ilusiones de aquellos que creían que semejante situación no podía durar. Para ese entonces, eran pocas las puertas que aún quedaban abiertas a la emigración, como quedó demostrado por los pobres resultados obtenidos en la Conferencia de Evian sobre los refugiados (julio de 1938). Los desacuerdos entre los países que podrían haber puesto un freno al torbellino nazi; el temor a que las fricciones con Hitler terminaran haciéndole el juego a Stalin; las restricciones presupuestarias que la Gran Depresión impuso al gasto militar en las democracias; el recuerdo de la gran matanza de 1914-1918, que en los sistemas parlamentarios dificultó la adopción de decisiones que pudiesen provocar un nuevo conflicto armado, y un gradualismo que llevó a ceder ante cada una de las exigencias del dictador de Berlín con el convencimiento de que en el fondo eran legítimas, o bien era poco lo que se podía hacer, todo ello despejó el camino hacia la catástrofe. 

* Profesor investigador, Departamento de Estudios Históricos y Sociales, Universidad Torcuato Di Tella