Hay pocas cosas más extrañas que el talento arruinado: como si hubiera una continuidad natural entre tener algún don y desarrollarlo hasta alcanzar la plenitud en el rubro en cuestión, o eso mucho más importante que llaman “éxito”, las historias sobre alguien que tenía las condiciones para brillar y sin embargo no lo hizo son particularmente dolorosas. En ese sentido, el caso de Tonya Harding es resonante. Nacida en Portland en 1971, desde muy chica mostró una facilidad impresionante para el patinaje artístico, participó dos veces en los juegos olímpicos, ganó campeonatos nacionales y a los 23 se vio obligada a dejar de patinar para siempre. El caso fue escandaloso y le dio un nivel de visibilidad abrumador hasta que la hizo caer en el olvido: Tonya fue acusada de participar en un plan para lastimar a otra patinadora que se consideraba su rival, Nancy Kerrigan. Nunca se supo del todo hasta qué punto fue consciente Tonya Harding de lo que su ex marido estaba tramando junto con su guardaespaldas, pero lo cierto es que a Kerrigan le lesionaron la rodilla y a Tonya la expulsaron del mundo del patinaje artístico para siempre. 

La película de Craig Gillespie que reconstruye la historia lo hace, según declara desde un principio, a partir de entrevistas a los principales involucrados, y de hecho así lo atestiguan los fragmentos de esas entrevistas al final, donde lo que se ve es a una serie de personas mediocres disfrutando de los minutos de relevancia que les concede esa especie de reality. La película se relame con lo que ellos parecen ofrecer: la posibilidad de reponer la historia de Tonya Harding en clave de burla, apelando al humor negro y al lugar común de ser despiadado con la cultura white trash. Es que lo primero que se ve en esta especie de biopic que por momentos juega a ser un falso documental es la típica historia del pobre accediendo al mundo artístico, que es todo menos igualitario. La pequeña Tonya Harding ficcional tiene talento pero es una bruta, igual que su mamá, y disuena desde un principio en el universo femenino de las niñas más delicadas que se deslizan como bailarinas sobre el hielo. 

De adulta Tonya tendrá el cuerpo de Margot Robbie, algo afeado y con los modales de un leñador (de hecho ese es uno de los trabajos que hace el personaje mientras no entrena), y su madre el de Allison Janney, que acaba de ganar el Oscar a mejor actriz de reparto por encarnar a la madre más mala del mundo. I, Tonya se concentra en la secuencia de maltrato que lleva a su protagonista de padecer la tortura física y psicológica de su madre, que le grita porque afirma que enojada patina mejor, a padecer una violencia similar de parte del marido. Como la película decide desde el principio que todo lo que va a mostrar es divertido porque sus personajes pobres son graciosos, el repertorio de violencia en I, Tonya está mostrado con la misma levedad que los golpes en Los tres chiflados, solo que con mucho más realismo. Craig Gillespie parece mucho más interesado en probar hasta dónde se puede maltratar a su protagonista y que parezca gracioso que en darle a la patinadora otra dimensión más que la de víctima. Y es una lástima, porque cuando Tonya cobra vida propia y patina, sonríe triunfal o se pone nerviosa antes de entrar a la pista, la película brilla. Había una historia mucho más intensa para contar en la dificultad de esa nena de acceder a un mundo donde aparentemente bastaba con ser buenísima pero en realidad no; no hacía falta que fuera un cuento de Dickens, pero la verdad es que esta especie de bestia feroz que es Tonya Harding interpretada por Margot Robbie, una que lucha por su liberación y solo resplandece cuando patina, es una criatura inolvidable. La película a su alrededor, en cambio, más preocupada por ser canchera y explotar una y otra vez el mismo chiste de los blancos brutos, no le hace justicia. ~