Desde Barcelona

UNO De un tiempo a esta parte, en la sanjuanina y/o fitzgeraldiana noche oscura del alma (léase: 3 de la mañana + insomnio) Rodríguez, en lugar de contar ovejas para recuperar el sueño o conciliar la pesadilla, se pone a imaginar apps que podrían hacerlo millonario, pero no. Y como cada vez duerme menos, ya son muchas las que se le ocurrieron partiendo de lo obvio y seguramente ya existente (como una app que critique y evalúe a las otras apps) hasta llegar a lo demencial (una app que detecte las erratas en los libros así como la falta de lógica y gracia en algunas tramas y proponga opciones mejores también aplicable a la esperpéntica línea argumental del Procés independentista). Está claro que Rodríguez no utiliza apps y que su conocimiento sobre el tema es de una nulidad muy contemporánea (ese falso conocimiento acerca de casi cualquier cosa que se obtiene de oídas y de miradas de costado a la pantallita de un extraño en metros y autobuses). Pero muy de tanto en tanto Rodríguez se imagina alguna app que le parece inspirada, práctica, y que le permite fantasear con todo aquello que haría/compraría de patentarla y convertirse en una de esas historias de desconocido que se hace ultra-rico de golpe y, no, no hay ninguna app que te ayude a conseguir eso.

DOS En cualquier caso, la app no soñada pero sí insomniada de esta noche se llama UpTree. O Up3. O Appbol. Algo así. El ingenio de Rodríguez es que la herramienta en cuestión permita fotografiar cualquier árbol frondoso y, en segundos, te proponga la ruta más rápida y segura para treparlo y convertirte en un experto Lord Tarzán Greystoke o Barón Cósimo Piovasco de Rondó. El éxito garantizado de la aplicación, se dice Rodríguez, pasa porque le arrancará y talará toda gracia a algo perfectamente natural y desenchufado desde hace milenios para hacerlo mutar en cuestión programada y eléctrica y que llevará a sus fans a otra variedad de ese mismo olvido que conduce al cementerio donde hoy yacen en calma pero no descansan en paz todos esos teléfonos y direcciones y cumpleaños y títulos de películas y de libros y de cuadros que alguna vez se supieron de memoria y por entonces no al alcance del dedo pero sí al alcance del cerebro. Todo lo que alguna vez se releía y se reescribía y se reveía y se recompaginaba y se remiraba y se repintaba hasta convertir lo ajeno en algo nada más que de uno y propio y por lo que se subía y bajaba, trepando con algo de sano de temor a caer, por donde se le daba la gana.

TRES Y uno de los más frecuentes ejercicios de Rodríguez (y no hay app que pueda realizarlo) es el de preguntarse y responderse, en la oscuridad desvelada, cómo fue que empezó a pensar en esto. Es decir: frenar una idea y dar marcha atrás y hacer del siempre hacia adelante libre flujo de conciencia un cautivo movimiento de razón. Un rewind mental. Y Rodríguez se pregunta cómo es que llegó a esa hipótesis de app arbórea y se responde que, claro, esa misma mañana leyó una noticia en cuanto a que la población mundial ya era de unos 7.457 millones de personas. Y que un grupo de investigadores –luego de analizar el parentesco de 86 millones de esas personas– había conseguido plantar el mayor árbol genealógico hasta la fecha. Un baobab genealógico que incluía a 13 millones de sujetos conectados entre ellos a lo largo de 11 generaciones –entre los años 1840 y 2000– y agrupados en 5,3 millones de familias distintas. El estudio de esta gente con buena financiación y mucho tiempo libre fue publicado por la respetable revista Science deparando conclusiones tan previsibles como inesperadas: que la mortalidad infantil se ha reducido mucho durante el siglo XX es de las primeras, que en los últimos siglos la mujer ha migrado más que el hombre (aunque recorriendo distancias más cortas) es de las segundas. Y tal vez lo más interesante y desilusionante de todo: los genes privilegiados que contribuyen a prolongar la vida la aumenta apenas en un promedio de cinco años.

Esta versión XXXL de aquello de los seis grados de separación ha actualizado esa gracia con modales macro, y los autores del estudio recordaron que ya en 2004 un grupo de científicos del MIT calcularon que, si nos remontamos 75 generaciones hacia el pasado, toda la humanidad está conectada a un mismo árbol genealógico (y que los pasos para encontrarse no son seis sino ciento cincuenta, porque aquí no valen las amistades, los conocidos, o alguien con el que nos cruzamos alguna vez). Un árbol, piensa Rodríguez, que no debe ser el árbol de la sabiduría.      

CUATRO Porque lo cierto es que detrás de buena parte de la curiosidad genealógica del ser humano no están las ganas de un futuro mejor sino el deseo de un pasado ilustre. De ahí viene el impulso que es el mismo de todos aquellos que creen en la reencarnación siempre y cuando sean los nuevos envases de Cleopatra o de Napoleón o de John Lennon. Convencerse con unas ganas más demenciales que locas de que uno proviene de algún lugar mítico y digno de esos diagramas dinásticos al comienzo de las cada vez más ininteligibles sagas fantasy. Descubrir que los antepasados propios viajaron en el Arca de Noé de los elegidos por Dios y no en la tercera clase de un Titanic de construcción imperfecta y pocos botes salvavidas. 

CINCO Y una cosa llevó a la otra y Rodríguez se acordó de aquella ilustración de Norman Rockwell que alguna vez recortó de una revista. Un árbol genealógico con ese trazo y esos colores que son el equivalente al cine de Frank Capra en lo que hace al retrato del american way of life y en cuyos bajos germinaba con la unión de una cautiva princesa española y un cautivador pirata para ir a dar, en lo más alto, luego de pasar por Guerra Civil y Lejano Oeste, a una pareja supuestamente perfecta pero ya sabemos que no y a un niño de rostro pícaro que aún no piensa en comprar fusil de asalto para darles una sorpresa inolvidable a sus compañeritos.

Y ya en los filos del amanecer, Rodríguez recordó aquella novela de Kurt Vonnegut (cuyos personajes son como los de Frank Capra, pero luego de haber caído en una marmita de psicotrópicos) que se tradujo como Payasadas. En su momento, 1976, a los críticos no les gustó nada y hasta el mismo Vonnegut la consideró retrospectivamente uno de sus puntos más bajos (la calificó con una D, la peor nota que concedió a uno de sus libros). Pero, ah, el punto más bajo de Vonnegut siempre da vértigo, piensa Rodríguez. Y la tesis del libro –por encima de su paisaje de farsa post-apocalíptica– era de meditar sobre la naturaleza de la proximidad entre todos y proponer, como utopía loca y plan antropológico, el ampliar las familias por instrucción y mandato gubernamental hasta alcanzar el punto de extirpar el tumor de la soledad y que, de algún modo, todos sean parientes de todos y se lo piensen un poco mejor antes de declarar guerras que masacren a alguno de sus millones de nietos en común. Así, aldeas expandidas y un estoy triste porque murió mi tío Stephen Hawking o un estoy indignado de que hayan vuelto a no darle el Oscar a mi primo Paul Thomas Anderson. Y todos retornando a aquellas comunidades primitivas donde todos serán padres e hijos de todos. Y ya no existirían fronteras ni delirios independentistas porque todos habrán abrazado la razón de la dependencia absoluta. Así, hasta conseguir junglas genealógicas desde la raíz, en las que todos compartirán y darán sus frutos, y ya no será un problema eso de irse por las ramas.

SEIS Y por fin (ya no pensando en el caso reciente de esa madrastra que asfixió a su hijastro en Almería, en todas las pantallas, a toda hora) Rodríguez se duerme como un tronco y el ruido de sus ronquidos es como el de un serrucho al que interrumpe ese despertador que lo obliga cordialmente a salir a unirse al resto de las desconocidas termitas rodeadas por el incendio forestal de otro día oscuro del alma.