Mi amigo El Guante Cattaneo amó los autos desde el día que nació, pero a su padre le parecía mal. El padre del Guante era el primer médico de Bariloche; caminabas por la calle con él y te iba diciendo por lo bajo, de cada uno que lo saludaba: “A ése le saqué el apéndice”, “A aquél le salvé un dedo que se cortó con la motosierra”, “A ése lo traje al mundo”. Nadie en Bariloche se animaba a cuestionar una decisión del padre del Guante, pero cada vez que un auto o un camión se quedaba empantanado mal, iban a golpearle la puerta y le pedían: “¿Nos presta un rato al nene, doctor?”, porque ya a los once años El Guante era capaz de cualquier cosa al volante.

A escondidas de su padre empezó a correr en kárting. Un mecánico que lo tenía de mascota en su taller fue su primer sponsor. Antes tuvo que ir al consultorio del doctor Cattaneo, enfrentarlo con la cabeza gacha y decir: “El pibe tiene un talento especial, doctor. Dele la oportunidad”. El doctor dio su visto bueno, yo creo, porque El Guante era el menor de los hermanos: tenía dos varones arriba, y uno ya estaba estudiando medicina. La cuestión es que dio el permiso y El Guante ganó todo lo que se podía ganar en el circuito kárting patagónico y entró becado a la escuelita de pilotos que tenía el ACA en aquellos tiempos. Dejó el secundario sin terminar, viajó a Buenos Aires, siguió corriendo, siguió ganando, y el ACA lo mandó a correr en Fórmula Ford en Inglaterra todo un invierno. Así eran los semilleros de pilotos en esa época: de aquellos jovencitos anónimos que convivían en un galpón durante la semana y corrían cada sábado en distintos circuitos provinciales de Inglaterra, salían las futuras estrellas de Fórmula Uno.

Al final de la temporada, sólo dos pilotos de aquella camada recibieron invitación a correr en Fórmula 3 al año siguiente: un brasileño y El Guante. El brasileño se llamaba Ayrton Senna. Era enero de 1982. El Guante volvió feliz a la Argentina. YPF aceptó ser su sponsor, con apoyo del ACA. Le dijeron que se fuera a Bariloche a descansar; desde allá se fue enterando de que todo iba sobre ruedas: la escudería inglesa, el patrocinio de YPF. Lo citaron para la firma del contrato: el 1 de abril con YPF en Buenos Aires y, dos días después, en Londres, con los ingleses. No llegó a viajar siquiera. Varado en Ezeiza se enteró de que estábamos en guerra por Malvinas.

Unos meses después, El Guante dejó embarazada a su novia, se casaron y tuvieron un hijo, y El Guante empezó a trabajar en carpintería, porque siempre había tenido buena mano con la madera, pero era tan perfeccionista que entregaba invariablamente tarde los pedidos. Cuando su mujer estaba embarazada del segundo hijo le pidió una escalera decente en su casa para subir al dormitorio; terminó mudándose al piso de abajo, desde ahí vio crecer e irse de la casa a sus hijos, mientras la escalera avanzaba lenta, imperceptiblemente. Un día, hace poco, estuvo terminada, y es la mejor escalera del mundo, puedo dar fe: casi no te das cuenta si vas subiendo o bajando los escalones, como en la famosa foto del chileno Larraín.

En las visitas que le fui haciendo a lo largo de los años descubrí que ya nadie en Bariloche le decía El Guante: ahora era, para todos, El Conde. Le pusieron así porque es la encarnación perfecta del noble arruinado: sin una moneda en el bolsillo pero siempre impecable, siempre digno. Nunca, nunca, logró tener un buen auto; pero cuando ibas con él a bordo de su Renault 4L, su Fiat 147, su Fiorino o el utilitario de segunda mano que hubiera conseguido, sentías que ibas en un auto de alta gama: así manejaba El Guante. Era capaz de frenar de golpe y hacer que el auto girara 180 grados sin que tu nuca se despegara del apoyacabezas. Te llevaba por el ripio como si fueras por un green de golf.

Durante todos esos años, El Guante tenía una ceremonia con su hermano mayor: el que se recibió de médico y después emigró a Estados Unidos y allá se había convertido en un cirujano millonario. Cada domingo, desde Seattle, ese hermano llamaba al Guante a Bariloche y miraban y comentaban el Gran Premio de Fórmula Uno que cada uno estaba viendo por tele en su casa. Una carrera de Fórmula Uno dura más de tres horas, imaginen todos los domingos así durante años. Entonces El Guante cumplió cincuenta y el hermano le hizo un regalo increíble: un fin de semana probando un auto en el circuito de Indianápolis, la meca del automovilismo. Irían juntos, tres días, el cirujano desde Seattle y El Guante desde Bariloche.

Dicen que era conmovedor verlo entrenando, en los meses previos: se inventó ejercicios especiales para afinar la coordinación, los reflejos, el desarrollo de la mirada periférica, la resistencia a la vibración, te podía describir al tacto cómo era el sistema de comandos de un bólido Indy. Llegó a Indianápolis con su parsimonia de siempre, escuchó todas las indicaciones que le dieron los mecánicos, se calzó su viejo buzo antiflama y por fin salió a la pista. Tenía todo el sábado y el domingo pago. Dedicó unas vueltas a familiarizarse con el circuito, otras vueltas para entender bien al auto, un regocijo casi olvidado le volvió al cuerpo, entró a boxes para avisar que estaba todo ok y volvió a la pista. A unos metros de distancia estaba la escudería Andretti probando sus autos. El hermano cirujano cuenta que de pronto los mecánicos de ambos coches empiezan a hacerse señas entre sí: El Guante ha hecho un tiempo mejor que el piloto que está probando el Andretti. El Guante está encendido, maneja con el tercer ojo, es un deleite mirarlo. 

Hasta que, al salir de una curva, el auto no da más: se desinfla en una humareda y deja al Guante de a pie. Los mecánicos murmuran: “Demasiado piloto para tan poco auto” y le informan al hermano cirujano que lo lamentan mucho pero la experiencia ha terminado. No es ni mediodía del sábado, y El Guante y su hermano están en la cafetería del circuito mirándose las caras mientras afuera rugen obscenamente los bólidos, cuando se les acerca el manager del equipo Andretti, pregunta si puede sentarse y les dice que, si tienen cinco millones de dólares para poner, la escudería ofrece que corra para ellos la siguiente temporada. 

El hermano cirujano no tenía ni ahí esos cinco millones y nadie en su sano juicio iba a apostar semejante cifra por un piloto cincuentón desconocido, obviamente. La historia no pasa por ahí, y no por nada El Guante era un conde: fue el primero en entenderlo, y disfrutarlo. Volvió lo más pancho a Bariloche, terminó por fin la dichosa escalera de su casa y hoy tiene con su hijo mayor un par de combis con las que pasean turistas. Dicen que recorrer Llao-Llao en la combi del Guante es como ir en alfombra mágica. Pero él sería el primero en replicar que el chamuyo es la principal herramienta de turismo en Bariloche.