¿Por qué el neoliberalismo argentino admira el modelo económico del tigreasiático, pero cuando llega el gobierno genera desindustrialización? Las respuestas a ese interrogante se resumen a continuación, a partir del capítulo sobre la economía en la península coreana, publicado en el libro Corea, dos caras extremas de una misma nación (editorial Continente), de los periodistas Julián Varsavsky y Daniel Wizenberg. El primero viajó a la cara sur de la península y el segundo a la del norte, para luego intercambiar miradas.

Sur

El relato épico surcoreano arranca con una frase efectista: “Al terminar la guerra civil en 1953, Corea del Sur era uno de los países más pobres de la tierra y ahora es la 11º potencia económica”. La retórica del “milagro coreano” continúa con una catarata de datos: entre 1963 y 1995 el PIB se multiplicó por 12; entre los años 1982 a 1997 la producción industrial aumentó 450 por ciento. Y en 30 años pasaron de ser un país agrario, a una potencia industrial que es la segunda constructora naval del mundo, la tercera en electrónica, la quinta en automóviles y la sexta en siderurgia. Fue uno de los procesos de desarrollo económico más acelerados que se conozcan y los datos son, por supuesto, exactos. Pero se los debería completar con otros: tanta hiperproducción y explotación generaron la tasa de suicidios más alta del mundo desarrollado (28,1 por cada 100.000 habitantes). Y muchos de quienes fueron la fuerza laboral del “milagro coreano” trabajando en condiciones cercanas a la esclavitud en los años 50 y 60, llegaron a la vejez en la miseria, dado que recién en los años 80 se creó un régimen jubilatorio.

Lo que omiten los números fríos es tan significativo como lo que afirman. El simplismo de la mirada conservadora señala un nexo unívoco entre el crecimiento económico y las dictaduras militares que gobernaron por décadas a Corea del Sur, masacrando a decenas de miles de personas por persecución política. Pero esos regímenes autoritarios no fueron la causa sino una condición necesaria, entre otras, para aplicar una fuerte política antisindical con tasas altísimas de explotación, que se repitieron en muchos otros países sin generar el mismo desarrollo económico. 

Al terminar la guerra intercoreana, el gobierno del sur tuvo que reconstruir el país casi desde cero. Con el golpe del general Park Chung Hee en 1961, comenzó una política económica proteccionista, impulsando a una burguesía que se desarrolló a la sombra del Estado para reactivar el mercado interno.

Geopolítica

Hasta 1961, Corea del Sur recibió en carácter de donación 3100 millones de dólares por parte de Estados Unidos, una cifra muy alta para la época, un privilegio por estar en la frontera más caliente de la Guerra Fría. Esta política de apoyo económico y militar extranjero siguió durante décadas –una prerrogativa compartida con Israel y Taiwán– con un criterio distinto al de los préstamos condicionantes que suelen ofrecer organismos como el Fondo Monetario Internacional: una parte importante del “milagro coreano” se explica por el excepcional valor geopolítico de la península. Si su contexto geopolítico hubiese sido otro, el destino surcoreano podría haberse parecido al de Indonesia, Filipinas o Tailandia, países con bajo desarrollo y altos niveles de pobreza.

El otro factor determinante en el tipo de relación económica con Estados Unidos fue el hecho de que Corea del Sur no es rica en reservas energéticas ni commodities que despertaran el interés extractivo de las trasnacionales: esto hizo que los norteamericanos les permitiesen cierto desarrollo económico independiente.

Las políticas de planificación surcoreana fueron lo opuesto, en varios aspectos, a la teoría neoliberal promovida hasta hoy por el Banco Mundial, con el cual Corea del Sur no se endeudó durante su despegue. Tampoco recurrieron a inversión extranjera. Se hizo una reforma agraria con expropiación sin indemnización de latifundios japoneses –los coreanos sí recibieron pago–, lo cual contrarrestó el reclamo de los comunistas sureños, que eran populares después de la guerra y fueron exterminados.

La tierra se repartió en pequeñas parcelas y el Estado exigía a los campesinos venderle parte de la producción a precio bajo –dejándolos en la pobreza–, otra intervención estatal apartada de la idea de una “mano invisible” del mercado.

Para impulsar el desarrollo, se aplicó una política de industrialización por sustitución de importaciones, cerrando el ingreso al país de toda clase de productos extranjeros, salvo materias primas. El general Park nacionalizó el sistema financiero para engrosar el poderoso brazo estatal, cuya intervención en la economía fue a través de planes quinquenales: 1) Entre 1962 y 1966 se impulsó el desarrollo energético, textil y cementero. 2) Entre 1967 y 1971 se enfocaron en fibras sintéticas, petroquímica y equipos eléctricos. 3) Entre 1972 y 1976 se hizo eje en siderurgia, transporte, electrodomésticos y construcción naval.

Chaeboles

La punta de lanza fueron los chaeboles, esos conglomerados familiares diversificados como Hyundai, Samsung y LG, que recibían incentivos estatales como desgravaciones impositivas, legalidad para su sistema de hiperexplotación y financiamiento barato o gratuito: la banca estatal facilitó la planificación de préstamos concentrados por rubro según cada plan quinquenal, y por grupo económico seleccionado para liderarlo. Estos pulpos diversificados desarrollaron una fuerte acción corruptora de los tres poderes republicanos y los militares, lo cual llevó en las últimas décadas a la mayoría de los líderes de los chaeboles a ser condenados por la justicia, aunque nunca cumplieron largos periodos de detención. El último de ellos fue Lee Jae-yong, Presidente de Samsung, cuyos nexos con la destituida presidenta Park Geun-hye, hija del general Park, los llevaron a la cárcel a los dos en 2017. El señor Lee fue liberado en febrero pasado, luego de pasar menos de un año preso.

En 1980 un obrero surcoreano cobraba el 10 por ciento que uno alemán y el 50 por ciento de un mexicano: la semana laboral era la más larga del mundo. Aún en los años 80, el Estado siguió interviniendo para desarrollar la industria automotriz con Hyundai a la cabeza, que comenzó a exportar a Estados Unidos. En 1997 la crisis asiática le puso techo a la economía local. Los pocos avances que había conseguido el movimiento sindical se derrumbaron con la aplicación de un paquete económico, esta vez sí, neoliberal a capa y espada: el PIB se derrumbó el 7 por ciento en un año. Los empresarios tuvieron otra vez las manos libres para despedir y bajar salarios, mientras el Estado se hacía cargo de la deuda privada de los conglomerados para convertirlas en un compromiso de todos.

América latina

Cuando el discurso del neoliberalismo pone de ejemplo para los países del Tercer Mundo al “modelo tigreasiático”, omite que aquellas políticas tuvieron poco de libremercadistas: eran más bien proteccionistas. Un ajuste neoliberal tradicional, por ejemplo, comienza con recortes al presupuesto educativo, mientras que en Corea del Sur los gobiernos financiaron la educación –que de todas formas no es gratuita y sí muy cara– para obtener mano de obra  calificada. Además aplicaron un estricto control de cambios para apreciar la moneda local y limitar la fuga de capitales.

Una vez que Corea del Sur tuvo una industria dominante en ciertos rubros, se abrió a las importaciones ya que esto no daña sus ventajas competitivas. Y promueve que los demás países hagan lo mismo, para exportarles sus productos Made in Korea. El sistema de flexibilización laboral con mínimos derechos para los trabajadores sí fue y es de corte neoliberal ortodoxo en Corea del Sur, y es lo único que realmente desean imitar los admiradores del modelo coreano en Sudamérica, generando aumento de la tasa de ganancia en distintos rubros de la economía, pero no industrialización.

En América Latina el neoliberalismo no genera los resultados de Corea del Sur, sino la contraria desindustrialización, tal como ocurrió durante la última dictadura militar argentina y los años del menemismo. Y esto resulta razonable, porque las políticas fueron muy distintas.

Proponer a un país el modelo coreano implica, entre otras cosas, altos niveles de autoritarismo, incompatibles con una verdadera democracia. Nuestro contexto geopolítico es distinto al de Corea del Sur: no hay un interés muy especial de Estados Unidos en la región sudamericana –salvo en Venezuela– y nuestra relación con los organismos financieros internacionales se plantea de forma distinta a la surcoreana. Para que el resultado de nuestro neoliberalismo pueda parecerse en algo a Corea del Sur, el primer paso serían políticas industrializadoras, nada menos que el eje central de aquel modelo. 

El “milagro coreano” certifica, una vez más que, tampoco en economía existen los milagros: es el resultado lógico de una confluencia de factores y políticas de Estado muy particulares, algunas de ellas factibles de reproducir en Sudamérica y otras no.