Un artista que el Partido Comunista Italiano –sección Venecia– había cedido temporalmente a la República Democrática Alemana creó en la capital de la RDA una escultura singular, en metal pintado de blanco y rosa: el joven Marx a la edad de, quizá, veinticinco años y completamente desnudo. En aquellos días tampoco llevaba barba. Se parecía a un oficial de los húsares de Bonaparte al que en 1812 los partisanos rusos habían despojado del uniforme. Desnudo y rosado se alzaba en la nieve de uno de los patios de la Academia de Bellas Artes.

Si un rótulo no lo hubiese aclarado, podría haber pasado inadvertido, pues nadie habría sospechado que esa estatua era la del fundador del método materialista-dialéctico. Tenía, sin duda alguna, un aire «moderno» que no se parecía en nada a un desnudo de la Antigüedad. Con todo, a los funcionarios del Departamento de Cultura del Comité Central les daba vergüenza. Ellos sí sabían a quién representaba esa obra de arte. Mandaron cubrir el trasto en cuanto el maestro italiano regresó a su país. Y así seguía, tapado, cuando, a finales de 1990, los liquidadores de la Agencia fiduciaria tuvieron que tomar una decisión sobre su destino. Sólo tomaron en cuenta el valor del metal –tampoco sabían quién era el de la escultura– y el cachivache terminó en una fundición. 

Un cuarto de siglo de vida, siempre cubierto, y después convertido en un montón de metal. Para los chatarreros, demasiado poco metal; no despertó interés. No hay en el mundo una sola imagen de juventud del autor de los Cuadernos de París. Desde que esos textos se descubrieron a principios de la década de 1930, tampoco se leyeron lo suficiente. Ni siquiera mil seiscientos sesenta y cinco años de investigaciones en Harvard podrían servir de contrapeso a su ímpetu. El cuerpo que había creado el artista italiano combinaba belleza y elegancia. El socialismo podría haberse ganado las simpatías de toda una generación si se hubiera exhibido a Marx así, al desnudo y en público, en el momento oportuno. 

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¿Qué es un “grupo en fusión”?
Rosa Luxemburgo y la revolución de 1905

El “grupo en fusión” es el elemento de todas las revoluciones. Los hombres se unen. Sin saberlo, sus atributos se fusionan de manera no deliberada formando algo totalmente nuevo en relación con la vida que llevaron hasta ese momento. Ignorando su fuerza de voluntad, bajo la presión de la agitación que se ha apoderado de la ciudad, en virtud de su capacidad de intuición y su energía. Llegan refuerzos desde el campo. Se incorporan. El “nuevo hombre revolucionario” (elemento inestable al principio) no lo forman personas, los hombres viejos propiamente dichos; antes bien, surge entre ellos, de los huecos que los separaban en la vida cotidiana.

En Kiev, un carterista se topó con un grupo en fusión que se dirigía a la estación central con la intención de tomarla. La guardia zarista intentó frenar a la multitud. Al ladrón lo había tentado la ocasión, pero se olvidó de su negocio y acabó siendo uno de los exploradores que reconocía, para los manifestantes, el camino que debían seguir, por las calles laterales hasta la plaza de la estación central. El joven pasó varias horas sin robar nada. Por la noche le entró hambre. Ese día sólo tuvo su fervor. 

Un abogado al que su tiempo siempre le había parecido precioso (los abogados prestan servicios) se había introducido por error en el mismo grupo. Atravesó la ciudad junto con los revolucionarios (condenando, en su fuero interno, tumultos como ése, contrarios a la ley); mezclándose con la masa, reforzó, sin querer, la violencia del ataque contra los cordones policiales. Estuvo andando por la ciudad hasta el anochecer.

Rosa Luxemburgo, que al enterarse del estallido de la revolución había acudido desde Berlín, llegó demasiado tarde e intentó reconstruir la experiencia de los primeros días de la revolución. Recopiló informes. Todas las noticias coincidían en un punto, a saber, que en el momento del estallido, los avisos, las ideas, el impulso a actuar se propagaban entre la gente más rápido de lo que podían hacerlo valiéndose de la telegrafía o los medios de transporte. Tuvo la impresión, y así lo puso  por escrito, no sin cierta grandilocuencia, en sus artículos para el Leipziger Volkszeitung, de que ahí actuaba UN SOLO SER VIVO, UN TRABAJADOR COLECTIVO REVOLUCIONARIO. Al cabo de apenas unos días, esa impresión sólo fue un recuerdo. El “gigante” sobre el que había escrito parecía haberse desmoronado poco tiempo después. 

En contraposición a una persona, escribió Rosa Luxemburgo, que al venir al mundo es un fardo diminuto y va creciendo hasta llegar a adulto, la revolución nace como un cuerpo gigantesco, como una SOCIEDAD NUEVA, y necesita tiempo para volver a transformarse en los individuos que la componen. Ésta le pareció la cuestión decisiva que la ocupó hasta el final de su vida: cómo mantener viva, cómo alimentar y arropar durante las primeras semanas, y sobre todo luego, durante los primeros siglos, ese BEBÉ GIGANTE LLAMADO REVOLUCIÓN. Rosa Luxemburgo creía haber visto durante unos días, tras su llegada a Kiev, a ese SER VIVO ESPECIAL. No se conocía medio alguno que hubiese permitido salvar a lo largo del tiempo una FUSIÓN semejante bajo las condiciones de la jornada de producción o del ámbito privado de la familia. En una vida falsa no prospera ninguna revolución. SIN REVOLUCIÓN NO HAY VIDA VERDADERA. 

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La metáfora de la ACUMULACIÓN ORIGINARIA (según Marx) 
De cómo se supone que surgió la disciplina industrial 

¿Considera usted que Karl Marx fue un poeta?

–Un poeta con mucho talento.

¿Sentado en la biblioteca más imponente de Londres, hace extractos de libros de Historia y escribe una historia en torno a esos núcleos imaginarios?

–Es el rasgo que atraviesa toda su teoría.

¿No es injusto con él cuando degrada a la categoría de poeta a un materialista científico? 

–¿Degradar? Una metáfora poética es la forma más elevada del entendimiento. En el siglo XVI, en las colinas de Gran Bretaña se prendía fuego a las casas de los campesinos, y a ellos les expropiaron las tierras que después se deslindaron para convertirlas en pastizales. Donde antes vivían personas, empezaron a pastar rebaños de ovejas. Así lo describe Marx.

¿Ésa es la “acumulación originaria”? 

–El suelo sólo es útil cuando se destina al pastoreo de ovejas cuya lana se utiliza en Holanda, donde florece el capital.

Eso trae agua de menguante.

–Para que se ponga en marcha el proceso de intercambio, primero hay que acumular un patrimonio que pueda expresarse en dinero. Puede conseguirse incendiando casas de labor, obteniendo beneficios del 2000% en el comercio de opio con China, mediante el tráfico de esclavos o, sencillamente, robando. Algún tipo de APROPIACIÓN ORIGINARIA tiene que haber.

Provoca sufrimiento.

–Y el sufrimiento es la madre de la invención. La gente a la que le quemaron las casas, los expropiados, acuden en tropel a Londres. A los vagos, o a los que quieren salir adelante robando, les espera la horca. Los otros, a partir del sufrimiento desarrollan una gran inventiva. Empiezan a trabajar. Es decir, en las tierras de su buena voluntad aran un ámbito de la disposición a trabajar que genera capacidades especiales (a la manera de un invernadero).

–¿Un tesoro en el interior de los seres humanos? 

–Creo que eso es lo que hemos de entender en Marx.

Traducción de Daniel Najmías