Esta semana, Netflix anunció que los episodios de la segunda temporada de 13 Reasons Why serán precedidos por un clip en el que los actores y actrices de la serie advierten sobre las consecuencias del acoso escolar y a quién se puede recurrir en caso de tener pensamientos cada vez más oscuros, que coqueteen con la idea de quitarse la vida. La decisión se tomó en base a un estudio que encargó la plataforma de streaming, y que reveló que el 71 por ciento de los adolescentes que vieron la triste historia del suicidio de Hannah Baker se sintieron identificados con lo que sucedía en pantalla, y que el 50 por ciento de los encuestados incluso buscó disculparse con personas a las que ofendió o hirió de algún modo u otro en las aulas.

En toda advertencia hay una raíz. Bueno, quizá no en todas: cuando nuestros padres soltaban que si no tomábamos toda la maldita sopa de zapallo iba a venir el hombre de la bolsa lograban asustarnos, pero no tardamos en descubrir que no había tal hombre de la bolsa. O, como definió de manera célebre Marcos Mundstock en Hacen Muchas Gracias de Nada: ¿Y si el hombre de la bolsa tampoco quiere tomar la sopa? Si hay algo que llama la atención en las series y películas de época –caramba, ahora le decimos “de época” a ficciones ambientadas en los ‘60 o ‘70– es que parecen transcurrir en una era de pre–advertencia con respecto a varias cosas. Los personajes de Mad Men fuman como escuerzos y beben como cosacos incluso en horas de (y en la) oficina; en The Deuce, James Franco enciende un faso atrás de otro y tiene sexo casual con su empleada sobre una mesa de pool sin molestarse en buscar un preservativo. Cada quien puede encontrar sus propios ejemplos. Los atados de cigarrillos no presentaban imágenes de los efectos de las sustancias cancerígenas que contiene cada tubito de papel relleno; las etiquetas de bourbon no pedían al público usuario “beber con moderación”, y ciertamente no había estallado la epidemia de hiv que modificó las costumbres sexuales de la humanidad.

No es que en el pasado no existiera la advertencia. Vamos, que la Biblia misma, escrita hace un tiempito, es un pesado compendio de admoniciones y amenazas sobre las funestas consecuencias que entraña no contemplar ciertas reglas. Pero el siglo XXI nos tiene rodeados de advertencias multiplicadas y omnipresentes gracias a la vida digital y la hiperinformación. Cuando apretamos la tecla para subir el volumen, nuestros teléfonos “inteligentes” nos advierten que la prolongada exposición a ciertos niveles de audio puede afectar esos huesecillos que tenemos adentro del oído. Ya lo sabíamos, pero lo subimos igual, como vamos a un show de El Perrodiablo o Potemkin y salimos con los oídos zumbando. Lo interesante es la proliferación de nuevas advertencias, surgidas al calor de la época. Las redes sociales nos informan debidamente de todas las reglas de convivencia que no deben vulnerarse, aunque después haya que mandar quichicientos mensajes a sus responsables –advertencias nuestras, contraadvertencias– para conseguir que le suspendan la cuenta a un profeta del odio, mientras basta que en Facebook se entrevea una teta para que el mismísimo Mark Zuckerberg tome cartas en el asunto. Cierto, el Sr. Z nos avisó a la hora de abrir la cuenta que podía hacer diversos usos de la información, pero aun así en estos días anda pidiendo disculpas.

Claro que vivimos y nos comportamos de acuerdo a una serie de acuerdos básicos (el contrato social y esas cosas), actitudes que sabemos que no es conveniente concretar por diferentes motivos. Algunos parecen necesitar que se les repita que no debe cruzarse un semáforo en rojo o mirar el whatsapp mientras se maneja, pero en general hacemos caso de ciertas advertencias ineludibles. Lo que pasa es que ciertas advertencias chocan de frente con el pensamiento lógico o con algunas convicciones que se tienen con respecto al prójimo. Los colectivos de Buenos Aires advierten que está prohibido usar la SUBE para nada que no sea el propio pasaje, clausurando la posibilidad de ayudar al que se quedó sin saldo a las dos de la mañana o sacarle boleto al hijo de cuatro años. Es que, si desde el momento en que le sacamos el DNI el niño ya tiene su número de CUIT, más le vale que lleve su propia SUBE y sepa utilizarla. O cosas terribles pueden ocurrirle.

Entonces, subidos al tren de la ilógica –cada uno con su SUBE, por favor–, puede dejarse volar la imaginación, abrir la caja de Pandora de las Advertencias, darle un giro afable a la existencia hiperadvertida. El supermercado de la esquina es un parque de diversiones del colesterol, la descalcificación, la hiperglucemia y la hipertensión, pero solo algunos alimentos tienen leyenda de advertencia; por qué no imaginar que ese paquete de bizcochos grasientos pero ideales para el mate venga algún día con la frase “Cuidado: compartir este producto regularmente con sus compañeros del trabajo puede llevarlo a tener la apariencia de una marsopa”. O que esa deliciosa bebida con publicidades protagonizadas por gente en ropa deportiva y al aire libre avise que “Esta botella contiene solo un 2 por ciento de jugo natural, y una concentración de azúcar similar a tres ingenios Ledesma”. O que el tetra brick de aquel estante informe “Beber con moderación, este líquido solo posee una lejana semejanza con el vino”. Las posibilidades abundan. La película Crazy People (1990), con Dudley Moore como un publicista jugado a la honestidad brutal, era muy gráfica al respecto.

Si vamos a vivir conscientes de los múltiples riesgos que nos rodean, pues que nada detenga al arte de la advertencia (¿artentencia?). Que los programas de Majul, Fantino, Lanata o Del Moro sean precedidos por una placa de “Se informa al público usuario que el consumo no irónico de este producto audiovisual puede producir una idea absolutamente distorsionada de la realidad”. Que los informes del IMMdec señalen que “Este reporte estadístico no está regido por ninguna ley matemático–científica plausible”. Que algunos libros “de investigación” incluyan el mensaje de que “más del 70 por ciento de los datos incluidos en estas páginas no fue ni remotamente chequeado”. Que algunas series señalen que “este producto audiovisual puede contener algunas escenas plagiadas de Game of Thrones” o “Cuidado, el actor / la actriz principal presenta la gestualidad de un banco de iglesia”. Que las entradas para shows de raperos latinos autotuneados adviertan que “es posible que el / la artista no cante en vivo una sola nota”, y que ciertos grupos de rock avisen que “este concierto / este disco puede incluir largos pasajes tomados casi literalmente de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. Que el movimiento Ni Una Menos al fin consiga que ciertos machos tengan un mensaje indeleble sobre su tendencia a levantar una mano pesada (el estilo Lisbeth Salander en La chica del dragón tatuado), pero que también haya muchachitas fatales con un aviso de su irrefrenable pasión por romper el corazón de quien las corteja. Que los programas de pastores brasileños de la medianoche sean precedidos por una simple y gráfica palabra de rotunda advertencia: “SARASA”. Otra vez, las posibilidades son infinitas. Cada lector podrá encontrar su propia variante, la experiencia propia siempre aporta.

La misma razón nos lo advierte: Cuidado, todos vamos a morir. Entonces seamos realistas, advirtamos lo imposible.

[email protected]