El Teatro Regio impulsó el año pasado el ciclo Mercurio, una apuesta a desarrollar propuestas experimentales en un escenario público y de grandes dimensiones como el de la avenida Córdoba, al que asiste, en su mayoría, una audiencia poco acostumbrada a creaciones más ligadas al circuito independiente. Allí se estrenaron Un mechón de tu pelo, de Luis Cano, Nacionales d Cristian Palacios, Rabia roja de Maruja Bustamante y ¡Camuflaje!, de Enrique Federman. Esta última sigue en cartel los miércoles a las 20.30 en La Carpintería Teatro (Jean Jaurès 858). Es una obra intimista, desconcertante, con un humor extraño que escapa a los lugares comunes, un tempo calmo y una atmósfera enrarecida que captura la platea.

Maestro, actor y director, Federman se destaca en el terreno del humor: fue clown y creó piezas de una comicidad atípica como No me dejes así –que arrasó con los premios en la Fiesta Nacional del Teatro 2005–  y Perras, que también acumuló reconocimientos y se mantuvo durante más de nueve temporadas. La gestualidad, los silencios, lo no dicho, el susurro, las mínimas expresiones corporales adquieren relevancia sobre la palabra, generando tensiones, sorpresas, hallazgos. 

¡Camuflaje! se inserta en esta tendencia de un humor trabajado y misterioso; también es una creación colectiva que reúne a varios de los actores con los que el director suele trabajar, como Eugenia Guerty y Néstor Caniglia, además de Germán Rodríguez, Lisandro Fiks y Soledad Bautista. Un elenco sólido en el que cada intérprete da vida a una criatura singular, potente, que encierra algún tipo de rareza.

La trama se desarrolla en un parque nacional del sur argentino, donde confluyen dos guardaparques, un supervisor y dos mujeres que están parando por un tiempo. Como las partidas presupuestarias no llegan, los guardaparques alquilan las camas a los turistas ocasionales como si fuera un refugio. Pero toda referencia naturalista a una postal de la Patagonia se descarta enseguida: uno de los guardaparques es totalmente impávido y lento; el otro es maquinal y en los momentos de soledad ensaya una gestualidad cual actor o  político frente a las masas. 

Las mujeres, por el contrario, son explosivas: vomitan los motivos que las hicieron llegar hasta allí; están más cerca del impulso que de la reflexión, se contradicen, son torpes y adorables. La acción avanza a través de escenas breves con apagones y música incidental de Pablo Martín. 

Por momentos flota un aire a Twin Peaks, por otros un clima absurdo y bizarro. Las voces, los silencios, los susurros, las miradas, los cuerpos van delineando enigmas y revelando necesidades y deseos, como sanar una relación tortuosa o modificar el propio destino. Los cuatro personajes se enredan en juegos, alcohol, diálogos y acercamientos hasta la llegada de un supervisor que acaso esté tan perdido como ellos. Pero subsiste una sensación de rareza, de no saber del todo lo que está pasando, como si hubiera una capa que lo atraviesa todo y que no terminara de hacer sentido. Hasta que uno de los guardaparques sugiere una propuesta que tiene que ver con el título de la obra, con la opacidad de la realidad. 

El espectador se mueve entonces entre la diversión y la inquietud, sin instalarse en una situación de comodidad, atento a los guiños que van apareciendo y construyendo activamente posibles sentidos. Es de esperar que en el 2018, el ciclo Mercurio –en alusión múltiples al planeta más cercano al sol, al mensajero de los dioses, y a Mercuccio, el amigo libre y audaz de Romeo en el drama shakespereano– siga vigente y depare más sorpresas.