Uno. La literatura ‑el concepto no me pertenece‑ sirve para presentar ante el lector ciertos destinos. La literatura, desde cierta perspectiva, también se asocia al concepto de ficción y ficción nos remite a fingimiento, engaño, cuento. Nada en la literatura es estrictamente cierto, al menos en principio. Todo hecho literario, es decir, todo destino escrito, estría contaminado por imposturas, por falsedades. "De todas las mentiras, la literatura es mi preferida".

Sim embargo, a poco de avanzar en este territorio encontraremos una serie de paradojas y contradicciones, que tal vez alcancen para corregir la idea de que lo escrito ‑el relato‑ es invento, falacia, engaño o embuste. Por empezar, la ficción no es contraria a la verdad. La ficción no es otra cosa que un abordaje turbulento de lo que llamamos verdad. Una forma de entenderla sin caer en simplificaciones o empobrecimientos. La búsqueda de una verdad menos rudimentaria. Estas ideas tampoco me pertenecen.

Tal vez por esta naturaleza de las cosas nos resulte, alguna vez y ya pasado cierto tiempo, difícil de entender y de creer que nosotros, tan jóvenes, seamos esos de las fotos grisáceas y en papel brillante, o ese mismo de las anécdotas de nuestros antiguos compañeros de la primaria. A este fenómeno contribuye, posiblemente, la memoria, que como todos saben, no sirve para recordar, sino más bien paraolvidar.

Dos. Si concedemos al cogito cartesiano y la muerte de Dios el nacimiento de la literatura fantástica, y concebimos que ésta, junto a la revolución industrial, permitió el auge de la literatura de ciencia ficción, podremos vislumbrar porqué, durante el siglo pasado, hubo tanta buena literatura distópica. Un par de ejemplos: La compra de la República (Gog, mil novecientos treinta y uno, Giovanni Papini) o, digamos (para no mencionar los clásicos Mil novecientos ochenta y cuatro o Un mundo feliz) digamos, repito, Los mercaderes del espacio (1952, Frederick Pohl y Ciryl Klombuth). En el primer caso, la extraña novela de Papini está compuesta, no por capítulos, sino por cartas, donde una de ellas explica, como indica su título, cómo se compra una República. "La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días", dice Papini, y continúa: "El Presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el 'clan' que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución". Continúa relatando cómo ha comprado la voluntad del gobierno, que ha puesto, como garantía del dinero que ha inyectado el comprador, sus aduanas y monopolios (¿le suena parecido a algo?), insiste el autor en la divertida situación de la falacia republicana, dado que tiene el poder de cerrar el parlamento o declarar la guerra cuando quiera, o expulsar a los inmigrantes o aumentar los impuestos a su antojo, sin que nadie sepa quién es el que ordena tales cosas, ya que la apariencia de republicanismo se mantiene solamente por la voluntad del dueño del país, que puede, si su humor lo requiere, revelar el secreto y legal convenio. 

Para mayor estupor, este pequeño relato es sumamente escueto pero fatalmente verosímil. Léanlo, por favor. El amable mr. Google lo tiene a mano.

Tres. Los Mercaderes del espacio. Una de la mejores novelas distópicas. Y también una de las más inquietantes. El sistema económico ha devorado al político y las grandes empresas ejercen el dominio del mundo sin intermediarios. Los cuerpos colegiados ya no representan a los ciudadanos, sino a las corporaciones. Ya no hay ciudadanos. Hay consumidores. En el pináculo del poder se encuentran los empresarios, y sus mejores hombres son los publicistas. ¿Le parece un disparate? Piense de nuevo.

Cuatro. Otro sí digo sobre Los mercaderes del espacio: en esta sociedad es más fácil y barato conseguir bienes de lujo que artículos de primera necesidad.

Cinco. El concepto de ficción está ligado íntimamente al de mímesis. La literatura ‑en un primer acercamiento‑ busca explicar el Universo copiándolo. Se nutre de él. Los textos ficcionales proponen una lógica y unas leyes internas que nos permiten suspender el juicio de verdad y creer que la realidad es eso que leemos, que es cierto que hay una isla donde Morel ensaya la inmortalidad, que es cierto que la belleza de una mujer es capaz de desatar una guerra. Schliemann encontró las ruinas de Troya persiguiendo esta sensación de veracidad. Borges propone que el recuerdo de un umbral o de un cementerio antiguo sostiene la existencia física del primero y el hallazgo de orfebrería y joyas en el segundo. El olvido es inexistencia. Saer especula que el rechazo de todo elemento ficticio no implica verdad ‑la verdad es una sustancia indócil‑. ¿Sucedieron, efectivamente, como lo cuenta Walsh los fusilamientos de José León Suárez? La realidad, dicen por ahí, tiene la misma estructura que la ficción y los límites entre ambas son lábiles. Para eso, tal vez, convenga apelar a la filosofía, cuyo grado de ficción debería ser semejante a cero, según algunos ingenuos. La filosofía ha matado a Dios (es decir, al Autor), pero cree en la Gramática. Los problemas de la filosofía son los problemas del lenguaje. Un lenguaje pobre, que a duras penas puede llegar al fin de una oración (no digamos un párrafo), es evidencia de un pensamiento pobre y débil. La ficción literaria nos presenta nuestros destinos posibles. De eso se trata.