• El Topo Carbone es un milagro de subsistencia y un generador de corrientes que simpatizan con su vida singular. Quien le brindara su amistad y tiempo fue un grande: Luis Alberto Spinetta. Tanto, que lo invitó a su casa en Buenos Aires cuando quisiera ir, allá en la calle Arribeños. Fui testigo del diálogo telefónico para concertar la visita y el Topo, incongruentemente, me invitó. Y yo, inconcientemente, acepté. Fuimos en tren.

    --¿Estás seguro de que no se enojará si voy yo?

    --No, para nada. No lo conocés a Luis -dijo mirando la noche por la ventanilla del tren. Arribamos a medio día y, al tocar el portero de Spinetta, tuve un mal pálpito.

    --Mejor te espero en el bar.

    ‑-No seas boludo, subí conmigo. Lo hicimos por escaleras y al abrirse la puerta y aparecer el Flaco, se confirmaron mis sospechas.

    -‑Hola Ricardo, pensé que ibas a venir solo -murmuró con naturalidad, pero aquello me sonó como un disparo. Retrocedí, pero Luis solo agregó:

    -‑Bueno, pasen los dos.

    Mi incomodidad manifiesta se notó tanto, que el tipo -un intuitivo sensible- estuvo toda la tarde dirigiéndose a mí para que no me sintiera mal. Me mostró su guitarra nueva, su hijito Dante -"Es un monstruito verde"-, sirvió café, y me refirió anécdotas y se interesó por mí, mi profesión, mi vida. Creo que con esta breve historia estoy contando de un modo sincero quien fue Luis Alberto Spinetta. Un alma de puertas abiertas.

     
  • Fue el Vasco Bigarrena un anexo, un lateral por dentro de la Trova que arribó a ella con su canción que hablaba de perdedores, defraudadores sentimentales, luchadores sin gloria. En mi barrio y Adoquines en tu cielo ‑donde escribe una sentida canción a Rosario‑ más La Rosa Fantasma ‑un escrito bellísimo acerca del Sida‑ le bastaron para situarlo como un expectante compositor foráneo, entendedor del alma rosarina y muy amigo nuestro. La infame década menemista y sus mandatos de muerte lo arruinaron y le fueron quitando el oxígeno. Andaba en la última parte de su camino con una soga de nylon dentro en su bolso, atreviendo a decir que con ella se iba a colgar, como efectivamente lo hizo en una madrugada en los bosques de Palermo, un 22 de febrero de 1993. Le hice una canción, Milonga vasca, donde escribo "...fundaste el Club del Olvido y ahora sos inolvidable". Como todos los locos, los videntes, los atropellados por el capitalismo, los intransigentes dejan al marcharse una estela de culpa y de verdad a gritos que tal vez no supimos escuchar. Y de haberlo hecho, seguramente no hubiésemos encontrado remedio. El Vasco estaba enojado con este tiempo y a él le dedicó, despreciándolo, lo que mejor tenía para ofrecer, además de su talento para componer: su propia muerte. Dejó dos discos maravillosos como solista: Viaje de Vida y Avión, más algunas frases: "Ustedes, los rosarinos, son un ejército que aún no se dió cuenta de todo su poder".

     
  • Hay en la Trova secretos inconfesables, accidentales ejercicios amorosos que no se dicen ni se han de decir jamás. Pero como muestra silenciosa se sabe que muchas de las canciones que algunos intérpretes arrojaron sobre los oídos de los escuchas hablando de amoríos y pérdidas sacramentales, muchas veces eran de alguna dama cercana a sus afectos. Y que el artista ignoraba. El autor confesaba un requiem, una historia donde se narraban los devaneos con algun corazón femenino, el mismo que el intérprete supo tener creyéndolo eterno y para sí, y al que le cantaba no sabiendo que las frases salieron de otro compañero que había amado lo mismo y escrito sobre el asunto. Nada cruel, ni pernicioso, ni sicópata. Es la vida nomás, es la vida. Que coloca al autor y al intérprete en la misma sintonía. Uno escribe, el otro canta. Y así se completa el círculo donde nada dice nada, no conviene porque se puede dañar la magia. Y el derecho de autor.

     
  • La zona sur de Buenos Aires, en el límite con La Pampa, es pródiga en gauchaje, gente de campo y señoras que van de un pueblo a otro, visitando parientes o mercando con alguna cosa. Era domingo a la mañana y con Goldín viajábamos en un micro de los lecheros, lento como un caracol. Como no había lugar detrás, nos sentaron en el cuarto asiento y desde la pantalla emergió una peli que narraba la pena de una madre con su hija que moriría indefectiblemente de cáncer. Nosotros, hombres superados, nos burlábamos de esas cuestiones. Pero suspendimos la charla y nos metimos en el film lacrimógeno y previsible. Como sea, la cuestión es que sobre el final ambos estábamos lagrimeando. Nos miramos sorprendidos y nos reímos. Cuando giramos la cabeza, todo el pasaje -compuesto mayormente por templados criollazos, fieros varones argentinos- también estaba llorando a moco tendido. "Alegrémonos -me susurró- todavía somos humanos".

     
  • Vivía el músico al lado de un templo parroquial donde se celebran esas misas sin rostro, donde todos cantan. Por las paredes surgían atemperados pero no por ello menos histéricas las voces como de ultratumba que lo incomodaban y no lo dejaban descansar, fundamentalmente los domingos temprano, horario que el tipo elegía para dormir luego de un fin de semana de giras o shows. Una mañana fue determinante: tanto se cansó que subiendo al techo que lindaba con la iglesia había una claraboya semiabierta y altísima. Llevó unos parlantes de gran potencia y poniendo un cd de The Who, se dedicó a entredormirse, mientras que la misa se suspendía por falta de garantías y le tocaban el timbre que el susodicho desconectó con esmero. El Demonio que acecha en todos lados se había aparecido en los oídos creyentes y encima, cantando en inglés y enganchado en el modo repeat.

     
  • Tenía oído absoluto y gozaba con poder ejercer el don de la lectura musical sin leer partituras: alguien canta o toca un instrumento y el otro en el suyo reproduce sin mirar lo que oye al instante. Esa mañana se encontraba en el lecho con una dama cuando sonó el timbre y ella, por el portero comprobó que era el novio quien la visitaba. Rápido se metió dentro de un armario y allí esperó que el visitante que hablaba en la cocina se fuera. Por suerte lo hizo rápidamente pero el músico jamás olvidó aquella voz. Luego la vida lo situó en un departamento donde compartiría las habitaciones comunes con un amigo y un conocido. Cuando arribó el tercero y saludó, inmediatamente recordó que "esa" voz era la misma que había oído desde dentro del mueble. Nunca, por respeto, le hizo saber al tercer integrante de la vivienda que lo había reconocido gracias a su oreja privilegiada. Y más aún cuando una noche de copas, el fulano confesó que había querido mucho a esa dama, pero sospechaba que lo engañaba con otro.

     
  • Los caminos para subsistir de la música suelen ser anchos,trabajosos, exóticos .Antonio Dalonso con su bandoneón, el Topo Carbone con su batería y Pedro Donadío con su violín conformaban un trío de musica "típica" destinada a alegrar los corazones de los suburbios con sus pasodobles, sus mambos, sus cumbias, sus cha cha cha.Un sábado los acompañé a un tablado de zona oeste y a partir de esa jornada me transformé en el presentador oficial del grupo.Como la noche se presentaba adversa en simpatías hacia la orquesta, decidí tomar el micrófono y empezé con  la arenga festiva que había aprendido a copiar de los inumerables locutores fantasmas que había visto a lo largo de noches y noches infantiles, allá en los encuentros bailables de mi barrio.La cuestión es que todo funcionó, la gente se animó más y me convertí por una suma módica en la cara visible de los escenarios por mucho tiempo.Empezé a usar saco, gomina y anillo en el meñique.Era un actor que propiciaba la alegría, algún que otro amorío y sucedió aquello que hasta un marido contrariado me quiso acuchillar. De vuelta sobre el amanecer, sentado atrás en el Falcon de Antonio entendí que la vida era absurda, hermosa y surrealista si uno se encontraba en el sitio exacto de la tormenta sicodélica. Por meses, gracias a ella, pude pagar la mensualidad de la pensión.Y hasta comprarme unos zapatos usados en una tienda. Marrones y blancos como usaban los cafiolos.

     
  • Fue elegido en reemplazo de otro músico como jurado de un concurso de bandas. Le estaba haciendo un favor a un colega impedido de ir, por ende arribó él a sentarse en la mesa de evaluaciones. Pensó que los participantes se jugaban el futuro y que subirían al estrado como quien va a trincheras; imaginó las familias anhelantes llenando de nervios los camarines , elucubró que significaba para ellos demasiado; como el Gran Penal de una final del mundo el estómago se le arrugó. Cuando llegó el turno de ir todos los del jurado hacia el teatro en la primera noche, ya hacía una hora que había abandonado el hotel sigilosamente y subido a un micro que lo llevaría lejos de la competencia, la complicidad de un crimen, la torpeza y la estupidez humana.

 

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