La vida de Enrique Santos Discépolo es tan intensa y rica que cualquier mirada artística sobre ella necesariamente amerita un recorte. Si o si, sin atenuantes. El que eligió Luis Longhi, actor, escritor y bandoneonista, fue el Discepolín tardío. Aquel que, el 23 de diciembre de 1951, ofreció la última función teatral de su vida, cuando la muerte le picaba cerca. Y si cabe otro recorte dentro de tal recorte, éste se acota a los diez minutos que restan para que empiece esa última función. “Nuestra obra transcurre en el camarín, donde Discépolo estaba a punto de salir a escena, el último día de su vida”, ratifica Longhi, que expone la puesta de Enrique junto a Nicolás Cúcaro y Eleonora Dafcik, los domingos a las 18 en el Teatro de la Comedia (Rodríguez Peña 1062). “Arranca cuando aparece el ‘ChePibe’ del teatro a informarle a Discépolo que quedan diez minutos para empezar, y Enrique se las ingenia para eternizar esos diez minutos. El tiempo real deja de contar y en ese tiempo subjetivo se zambulle de cuerpo y alma a transmitirle a ese muchacho los registros, secretos y poéticas de la creación”, introduce el actor, a manera de sinopsis de la obra dirigida por Rubén Pires.

“De golpe, casi sin darse cuenta –retoma Longhi–, el pibe está componiendo un tango con el mismísimo Discepolín. Y a ese proceso creativo no le son ajenos los miedos y fantasmas de Enrique, que se van corporizando a través de máscaras, objetos, citas y apariciones. Inevitablemente, ambos personajes entran en ese laberinto de sensaciones encontradas, de caminos sin salida, al que, a veces, te lleva la búsqueda a través del arte”. Va de suyo, por tanto, que la obra (definida genéricamente como una comedia grotesca) no se restringe a la mera representación teatral, sino que es intervenida por músicas y objetos. “Los objetos cobran trascendencia teatral, ninguno es azaroso”, explica el actor nacido en La Plata. “Una pelota, un sifón, un teléfono, una aceituna y, por supuesto, el piano, se activan al tiempo que los actores interactúan de manera sorprendente. Esto liga con que Discepolín era un intuitivo de la música, como Gardel. Sus conocimientos musicales eran muy precarios, pero su instinto musical era monstruoso. Quizá pocas veces se preste atención a que él mismo fue el compositor de la mayoría de sus tangos… por eso el piano. Discepolín, en nuestra recreación, encuentra en ese instrumento el refugio adonde esconderse de la realidad, y escaparse cada vez que se topa con la mueca de la mentira, del desamor, del desencanto”.

–¿Por qué Discépolo hoy?... la decisión no huele en absoluto a contingencia

–Para nada. Discépolo, fue (es) un superhéroe de nuestra cultura, un luchador incansable, un artista inconmensurable, un tipo que entendió la función social del arte y salió, con las tripas al aire, a desplegar todo su talento entregando su vida por el arte y por el otro. Desgranó, bañado en lágrimas, en cada uno de los versos de sus tangos, las penurias del que sufre, del que lucha, del que llora. Precisamente, en esta Argentina neoliberal, fría y despiadada, si hay algo que no podemos ser los artistas es indiferentes. Ninguno de nosotros (la mayoría, en todo caso), está aquí solo para entretener. Hombres probos como Enrique nos enseñaron cómo debemos actuar los artistas ante el avasallamiento, ante la crueldad de la asquerosa oligarquía y sus secuaces.

De aquí, del Discépolo puesto en su verdadero talante (en su todo, y no en alguna de sus partes) se deduce que el fondo de la obra apunta al desclasado, al marginal, al cabecita negra. A todo aquel ser que el poder económico concentrado arrojaba y arroja al abismo. “Uno, lo que hace simplemente es buscar, desesperadamente, lleno de esperanzas, el camino que los sueños prometieron a sus ansias”, retoma Longhi, cuya mecha artística puede rastrearse en obras teatrales como El regreso de Mario Cárdenas, Gardel –el musical– y Tango Chejoviano; en cine, a través de Luna de Avellaneda o Los rulos de Lulú; o en el bandoneón de Rodolfo Mederos, de quien aprendió tal arte para aplicarlo, por caso, al Quinteto Tangata Rea. De ese Discépolo tanguero (dicho fue) también trata la obra. “Fue el más grande letrista de tango de la historia de la humanidad”, se enciende Longhi.

–Está claro, pero ¿qué lugar específico ocupa el tango en la obra?

–El de motor, el de engranaje que desparrama cada una de sus piezas en cada frase de Enrique. El espectador presencia cómo Discepolín le explica al muchacho la fórmula de la creación de un tango… cómo se dice, cómo se escribe, incluso cómo se baila.

–¿Y qué hay del Discépolo peronista?

–No podíamos quedar ajenos a su fervorosa adhesión al peronismo. Sobre todo a partir de su aparición como escritor y protagonista del programa Pienso y digo lo que pienso, donde encontró la síntesis de su antagonista (de su antagonista de ayer, de nuestro antagonista de hoy) que es Mordisquito. Los “aquí y ahora” de ayer se repiten. Cambia la forma. Hoy han evolucionado al punto que entendieron que simplemente siendo los dueños de la pelota, manejando un descomunal y despiadado aparato comunicacional, se puede lograr hasta lo impensado, es decir, por ejemplo, que el obrero vote por el patrón. Contra ese monstruo cruel se enfrentó Discépolo. Contra ese monstruo nos enfrentamos nosotros.