Érica Rivas construye un personaje hipnótico en Matate, amor, la adaptación teatral de la novela de Ariana Harwicz (nacida en Buenos Aires en 1977 pero radicada en Francia) que ambas realizaron junto a otra creadora franco-argentina, Marilú Marini. El texto de Harwicz fue nominado al Man Booker International Prize, prestigioso premio literario del mundo anglosajón que obtuvieron Philip Roth y Alice Munro, entre otros. Falta poco: el 22 de mayo se sabrá si Die, My Love (como fue traducida la nouvelle) será la elegida. La protagonista es una mujer extranjera que vive en una zona rural de Francia, acaba de ser madre, y está totalmente asqueada con lo que la rodea. Marido, bebé, vecinos. La familia y la vida en la naturaleza devienen un infierno y una cárcel. Y lo expresa sin filtros, deja fluir su conciencia mezclando pensamientos, fantasías, realidades, recuerdos, con una crudeza y una brutalidad extremas. “No escribí Matate, amor bajo la impronta de los movimientos feministas ni de cualquier otro orden. La escribí hundida”, confesó Harwicz a este diario. Ella misma se fue a vivir a la campiña francesa con su pareja y allí nacieron sus dos hijos.

El unipersonal se presenta viernes y sábados a las 20 horas en Santos 4040, a sala llena y con entradas agotadas con semanas de anticipación. La platea es mayoritariamente femenina, los aplausos son colosales y no es para menos. La labor de Rivas es descomunal, como si tomara elementos de la novia despechada que encarnó en el último de los Relatos Salvajes, la película de Damián Szifrón, los hiciera estallar y oscurecerse más. El espacio escénico incorpora el patio interno de la sala: un gran vidrio deja ver un fondo con vegetación natural, que pareciera entrar y volverse más espectral en el escenario, hecho de un césped raído, plantas medio secas, ramas, un banco hecho de tronco, un atril donde ella apoya el libro que está escribiendo y releyendo, un gran cuchillo que manipula como si fuera un elemento de lo más cotidiano. Y ella, tan sensual y hechicera como desencajada, con un vestido de seda lánguido, una cabellera alta como de dama antigua, la piel blanca y los ojos marcados.

La actriz tiene una presencia escénica de plomo, se mueve en ese ámbito aprovechando sus posibilidades, entrando y saliendo del personaje para preguntar o señalar algo, muy breve, al técnico o al apuntador. Su cuerpo, su voz, parecen estar poseídos por una fuerza salvaje, escupiendo lo que pasa por su cabeza. Es intensa, pasa de la ferocidad a la ironía con fluidez, sosteniendo un monólogo que pulveriza las ideas de familia y maternidad cercanas a la felicidad y la entrega. En su mundo se cuelan un marido con el que no comparte nada que la entusiasma, un hijo que no para de llorar, celebraciones familiares y encuentros con vecinos que la aburren soberanamente, le resultan imposturas. Y entre todo ésto, sus fantasías, sus ensoñaciones. Es tal la extranjeridad que siente en relación a ella misma, a ese lugar en el que está no sólo físicamente sino emocionalmente, que se arrepiente del momento en que él le eyaculó dentro.

En la versión teatral, parece no haber deseado armar eso que armó, sintiéndose encerrada en una vida que detesta. La sensación de que puede destruirlo todo (incluido marido, hijo y perro), la ira y la violencia contenidas sobrevuelan permanentemente. Lo único que la calma, que la encandila, es un ciervo que vislumbra en el paisaje exterior. “Es lo que me salva –asegura en relación a ese ser salvaje y misterioso–. El brillo de sus ojos”. Hay un acto impulsivo que termina lastimando su propio cuerpo, un encierro en una institución, un libro que se sigue escribiendo. Capas que se superponen en un texto muy potente (por momentos simbólico, por otros directo) que no da tregua y hasta abruma, y en un cuerpo en escena que cautiva.

La dirección de Marini refuerza la intensidad de la actriz, propone quiebres con dosis de humor que alivianan la tensión, lleva la locura a zonas espectrales, difumina los límites. En tiempos en que los discursos sobre el sometimiento y la liberación de la mujer están sobre el tapete, la criatura de Rivas-Marini-Harwicz abre más preguntas y se hunde en el horror que puede padecer un ser humano.