El fin de la infancia –para la protagonista del ciclo autobiográfico que Laura Alcoba empezó con La casa de los conejos– se puede cifrar en el momento en que una niña en tránsito hacia la adolescencia rechaza los “corpiños infantiles” y elige uno con el que apenas se anticipa a su pecho por venir. “Mi corpiño se adelantó uno o dos años, ya está en el futuro, listo para sostenerme cuando lo alcance”, dice esta narradora argentina exiliada junto a su madre en Francia, que se ha mudado de la lejana Blanc-Mesnil a Bagnolet, un suburbio que, aunque no es París, está mucho más cerca de la capital. La experiencia de haber vivido en una casa operativa en La Plata, un criadero de conejos donde se imprimía Evita Montonera, es un tatuaje imborrable en la piel de la memoria. Una herida que nunca va a cicatrizar. En esa casa mataron a Diana Teruggi –la nuera de Chicha Mariani–, y se apropiaron de su hija de tres meses, Clara Anahí. El cuento de la tarántula que baila en su jaula cuando el dueño de casa regresa es un secreto entre la niña-adolescente y su padre en La danza de la araña (Edhasa), pero también una pérdida más en esta historia de sobrevivientes. 

Alcoba –que dialogará sobre el modo en que trabaja los materiales autobiográficos hoy a las 19 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415)– abrirá el “Diálogo de Escritores Argentinos”, el próximo 2 de mayo a las 20.30, en la 44° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La escritora –que nació en La Habana y vivió hasta los diez años en Argentina– reconoce en la entrevista con PáginaI12 que uno de los temas que la obsesiona es el peso de la supervivencia.

–La danza de la araña parece cerrar la trilogía iniciada con La casa de los conejos y continuada con El azul de las abejas. La araña es un insecto que no goza de mucha simpatía, pero la fantasía de la narradora es que la araña puede ser su compañía, una suerte de mascota. ¿Cómo funciona este pequeño bestiario en la trilogía?

–Los conejos están en la primera novela y son los guardianes de la imprenta, los que la ponen a salvo. Las abejas no están, se habla de las abejas entre las afueras de París y la cárcel de La Plata; el color preferido de las abejas es el espacio en que se encuentran el padre y la hija. La araña tampoco está. Este bestiario tiene que ver con el mundo infantil; de los animales que están, los conejos, se pasa a los insectos que son sólo de la imaginación, presentes en el espacio epistolar entre el padre y la hija. “La danza de la araña” era un cuento que, efectivamente, estaba en las cartas que me escribió mi padre desde la cárcel. Yo quería que el padre de la narradora, que es mi padre, saliera de la cárcel. Tenía que sacarlo. De esas cartas saqué esa historia de la araña porque para mí anunciaba lo que quería contar. Esa araña que salta y salta cada vez que se aproxima su dueño y que baila en la jaula deja de bailar en el momento en que se abre la puerta de la jaula. La araña es la figura del padre.

–¿Cómo fue tener un “padre postal”?

–Es una ausencia-presencia que pasaba por la traba de la violación de la correspondencia; una correspondencia que ocupa un lugar central, pero que es violada por la censura de la cárcel. Es una correspondencia leída. Y se logra pasar a través de todas esas trabas gracias al espacio imaginario, a las lecturas compartidas, a los cuentos, a las palabras. Cuando aparece el padre real, al final de La danza de la araña, no hay más palabras y se detiene el libro. Hay una relación de familiaridad más grande con las palabras escritas que con la realidad física del padre.

–Amalia le cuenta a la narradora una y otra vez la historia de una militante montonera, Mariana, cuando sonríe y salta al vacío para salvar a Paco, su pareja. Esa sonrisa de Mariana podría conectar con la risa de Vicki Walsh. ¿Qué significará la persistencia de esa risa?

–Ella salta y salva a su compañero. Pero es un salvar muriendo, sacrificándose; es en esa historia donde se quiebra Paco. De ahí arranca su locura y ese instante que lo obsesiona en que cree haber visto levitar el cuerpo de Mariana. Es esa imagen detenida en la que se conjugan todas estas contradicciones insoportables: se sacrifica y me salva, muere y me salva… La sonrisa es que, a pesar de todo, logra salvar a otro. Todo se congela en esa imagen de locura y de muerte porque es el momento en que la supervivencia de Paco, que es aquel que va a ser salvado por la muerte de Mariana, va a ser muy difícil de llevar... 

–¿Por qué entre las muchas historias que le contaron eligió la de Mariana?

–La elegí porque hay una serie de puntos en común y de ecos con respecto a otra historia que cuento en Los pasajeros del Anna C. Hay una explosión en un departamento, antes de una reunión, y una persona llega tarde y se salva, El Pelado, que en ese mismo instante pierde el pelo por completo y se vuelve loco. El Pelado vio el cuerpo de su hermano en el momento en que salió eyectado por la explosión. Ese relato me impactó mucho por eso de llevar en su propio cuerpo esa historia tan dura. Es alguien que se vuelve loco porque se salva. Por eso escogí la historia de Mariana y Paco, entre muchas otras. Hay una obsesión que está presente en todos mis libros y es el peso de la supervivencia. 

–¿Cómo explica esa obsesión por la supervivencia?

–Toda mi escritura arranca de ahí… Antes de ponerme a escribir La casa de los conejos, sabía que quería contar esa historia. No tenía nada. No tenía ningún objeto, no había vuelto a esa casa, no tenía ningún relato, porque para mi madre el tema de la supervivencia es muy complicado. Ella no puede abordar este tema. Yo tenía una experiencia infantil que me había marcado de manera definitiva y que estaba como encerrada sobre ella misma, sin nada para mediatizarla: no tenía ninguna foto, no tenía ninguna palabra. Yo quería rescatar esa historia y quería volver a esa casa. En un viaje en 2003 le escribí a Chicha Mariani, yo nunca había estado en contacto con ella, porque quería que me acompañase a la casa. Esto no lo conté en la novela, pero varias veces Chicha me había cuidado a mí de chica; me habían dejado en su casa. Chicha me contestó el mail que le había mandado inmediatamente: “Sí, Laurita, me acuerdo. Yo pensé que vos y tu mamá estaban muertas”… Fue muy fuerte leer que ella pensaba que estábamos muertas. Yo sabía que podríamos haber muerto, pero nunca había leído una expresión tan directa de algo que yo sabía. Y fue el disparador de mi escritura: “No, no estoy muerta, voy a escribir”. Fuimos con ella a la casa en octubre de 2003 por primera vez, después volví en 2006 con mi pareja y mis hijos y con Chicha de nuevo. La casa lleva las huellas del ataque, o sea que lleva las huellas de la muerte de los otros. Yo me veía viva en esa casa donde se ve la muerte de los demás. Esa imagen de Mariana que salta por la ventana es lo mismo. Desde ese misterio de la supervivencia escribo.

–¿Por qué en La danza de la araña, a diferencia de las otras novelas, aparece el grito y el llanto?

–Tuve esa sensación de que había empezado con La casa de los conejos y El azul de las abejas algo que había quedado inconcluso y necesitaba como una tercera piedra… El grito y el llanto estallan en La danza de la araña porque no había terminado.

–¿Terminó?

–No sé… Me acuerdo que con El azul de las abejas, con la llegada a Francia y el acceso a otro idioma, había dicho: “ya está”. Y estaba convencida de que había terminado. Pero me di cuenta de que había dejado a mi padre en la cárcel en El azul de las abejas. Hay algo que quedó encerrado y lo tengo que sacar. Y ahí sale el padre, sale el grito, sale el llanto… No quiero arriesgar y decir que ya terminé (risas). Quizá el ciclo esté terminado, pero sé que hay una serie de historias que me siguen rondando y que tal vez trabaje en otro momento.